Este año celebramos Guadalupe en un momento difícil para la humanidad. Es un período amargo, repleto de fragores de guerra, de crecientes injusticias, carestías, pobreza y sufrimiento. Hay hambre.
Y aunque este horizonte aparezca sombrío, desconcertante, con presagios de mayor destrucción y desolación, todavía la fe, el amor y la condescendencia divinas nos enseñan y nos dicen que también este es un tiempo propicio de salvación, en el que el Señor, a través de la Virgen Madre mestiza, sigue dándonos a su Hijo, que nos llama a ser hermanos, a dejar de lado el egoísmo, la indiferencia y el antagonismo, invitándonos a hacernos cargo «sin demora» los unos de los otros, e ir al encuentro de los hermanos y hermanas olvidados y descartados por nuestras sociedades consumistas y apáticas. Nuestros hermanos y hermanas dejados de lado. Lo hace sin demora, es la madre apurada, presurosa, la madre solícita.
Hoy como ayer Santa María de Guadalupe quiere encontrarse con nosotros, como un día con Juan Diego en el cerrito del Tepeyac.
Quiere quedarse con nosotros. Nos suplica que le permitamos ser nuestra madre, que abramos nuestra vida a su Hijo Jesús y acojamos su mensaje para aprender a amar como Él.