Recemos para pedir la gracia de no considerarnos superiores, de no creer que tenemos todo en orden, de no convertirnos en cínicos y burlones. Pidamos a Jesús que nos cure de hablar mal y lamentarnos de los demás, de despreciar a nadie: son cosas que no agradan a Dios. Providencialmente hoy nos acompañan en esta Misa, no solo los aborígenes de la Amazonía, también los más pobres de la sociedad desarrollada, los hermanos y hermanas enfermos de la Comunidad de la Arca. Están con nosotros, en el primer lugar.
2. Pasamos a la otra oración. La oración del publicano, en cambio, nos ayuda a comprender qué es lo que agrada a Dios. Él no comienza por sus méritos, sino por sus faltas; ni por sus riquezas, sino por su pobreza. No se trata de una pobreza económica -los publicanos eran ricos e incluso ganaban injustamente, a costa de sus connacionales- sino de una pobreza de vida, porque en el pecado nunca se vive bien.
Ese hombre que explota a los otros, se reconoce pobre ante Dios y el Señor escucha su oración, hecha solo de siete palabras, pero también de actitudes verdaderas. En efecto, mientras el fariseo está delante en pie (cf. v. 11), el publicano permanece a distancia y 'no se atreve ni a levantar los ojos al cielo', porque cree que el cielo existe y es grande, mientras que él se siente pequeño. Y 'se golpea el pecho' (cf. v. 13), porque en el pecho está el corazón.
Su oración nace del corazón, es transparente; pone delante de Dios el corazón, no las apariencias. Rezar es dejar que Dios nos mire por dentro, es Dios que me mira cuando rezo, rezar es dejarse mirar dentro por Dios, sin fingimientos, sin excusas, sin justificaciones.