Y ahora, el segundo aspecto: la Palabra nos lleva al hombre. Nos lleva a Dios y nos lleva al hombre. Justamente cuando descubrimos que Dios es amor compasivo, vencemos la tentación de encerrarnos en una religiosidad sacra, que se reduce a un culto exterior, que no toca ni transforma la vida. Esta es idolatría, idolatría escondida, idolatría refinada, pero es idolatría. La Palabra nos impulsa a salir fuera, fuera de nosotros mismos para ponernos en camino al encuentro de los hermanos con la única fuerza humilde del amor liberador de Dios.
En la sinagoga de Nazaret Jesús nos revela precisamente esto: Él es enviado para ir al encuentro de los pobres -que somos todos nosotros- y liberarlos. No vino a entregar una serie de normas o a oficiar alguna ceremonia religiosa, sino que descendió a las calles del mundo para encontrarse con la humanidad herida, para acariciar los rostros marcados por el sufrimiento, para sanar los corazones quebrantados, para liberarnos de las cadenas que nos aprisionan el alma. De este modo nos revela cuál es el culto que más agrada a Dios: hacernos cargo del prójimo. Debemos volver a esto, en un momento que en la Iglesia existen las tentaciones de la rigidez, que es una perversión, y se cree que encontrar a Dios es ser más rígido, más rígido, con más normas, las cosas correctas, las cosas claras, no es así. Cuando nosotros veamos propuestas rígidas, propuestas de rigidez, pensemos inmediatamente esto es un ídolo, no es Dios, nuestro Dios no es así.
Hermanas y hermanos, la Palabra de Dios nos cambia. La rigidez no nos cambia, nos esconde. Y la Palabra de Dios nos cambia penetrando en el alma como una espada (cf. Hb 4,12). Porque, si por una parte consuela, revelándonos el rostro de Dios, por otra parte, provoca y sacude, mostrándonos nuestras contradicciones. Nos mete en crisis. No nos deja tranquilos, si quien paga el precio de esta tranquilidad es un mundo desgarrado por la injusticia y quienes sufren las consecuencias son siempre los más débiles. Siempre pagan los más débiles.
La Palabra pone en crisis esas justificaciones nuestras que siempre hacen depender aquello que no funciona del otro o de los otros. Cuánto dolor sentimos cuando vemos nuestros hermanos y hermanas morir en el mar porque no los dejan desembarcar y esto, algunos, en el nombre de Dios. La Palabra de Dios nos invita a salir al descubierto, a no escondernos detrás de la complejidad de los problemas, detrás del "no hay nada que hacer", "es un problema de ellos, es un problema suyo" o del "¿qué puedo hacer yo?" Dejémoslo allí. Nos exhorta a actuar, a unir el culto a Dios y el cuidado del hombre. Siempre allí.