Se ha abierto una nueva etapa en mi vida que comporta dejar mi carrera profesional. Creo que Dios me está llamando a dejarlo todo para seguir a su Hijo Jesús más de cerca. Su gracia me ha quitado el velo que cubría mis ojos y he comenzado a comprender cuánto le debo. Él ha puesto en mí un fuego que enciende una insaciable necesidad de amarle y servirle. Muchas veces me pregunto: ¿Cómo puedo yo, siendo pobre criatura, servir y amar al Creador? Pero la respuesta emerge desde dentro: Si Él me llama, en su Nombre me lanzo a esta aventura de dejarlo todo para buscar continuamente su Rostro.
Desconozco la razón por la cual el Señor se ha fijado en mí. Desconozco por qué desde mi infancia cada domingo internamente me conmovía escuchar en un canto de Iglesia "he dicho tu nombre"; no entendía entonces que esto era una gracia particular. Desconozco por qué su Amor me ha concedido gratuitamente los talentos inmerecidos con los que he podido trabajar y realizarme como persona todos estos años. Igualmente desconozco el plan que Él tiene de ahora en adelante para conmigo. Lo único que sé con certeza es que he encontrado "el tesoro" y, como dice el Evangelio, quiero vender todo lo que tengo en este mundo para comprarlo (cf. Mt 13, 44-46). Siento que, secundando esta llamada mi vida adquiere un sentido lleno de luz, que me hace sentirme dichosa y feliz.
La llamada que muestra el pasaje evangélico del joven rico (cf. Mc 10, 17-39) es la llamada que hoy siento dirigida a mí… por más que la llevo dentro desde hace mucho tiempo, pero sin atreverme nunca a responder. Desde hace años quería decir que sí a Jesús, pero no lo hacía sino tímidamente y sólo por dentro. Y mientras demoraba la respuesta verdadera, esa que compromete la vida, usaba todos los talentos que la infinita bondad de nuestro Dios me había regalado, pero los empleaba para mi propia gloria y para acumular riquezas en este mundo. Me apropiaba de los dones recibidos buscando sólo mi propio interés. Y me engañaba a mí misma porque lejos de hacerme feliz esa actitud sólo me provocaba un vacío cada vez más creciente. Ciertamente, mi meta no era otra que lo que la sociedad me enseñó desde mi niñez: estudiar, posicionarme con un trabajo bien remunerado, casarme y tener hijos. La idea de servir al Señor estaba lejos de mis pensamientos: me había hecho un dios a mi medida que debía servirme a mí y ajustarse a mis objetivos y ambiciones.
Así, autoproclamada "buena católica" por mi asistencia física a la eucaristía dominical, pero enorgullecida por la gloria, poder y dinero que iba obteniendo, mi alma se iba construyendo un lugar privilegiado en el abismo del sinsentido de una vida encerrada en el egoísmo. No encuentro palabras para describir el estado tan deplorable en el cual se encontraba mi alma mientras me engañaba a mí misma, convencida de que complacía a Dios. Después de todo, pensaba que algo debía estar haciendo bien: yo me esforzaba y veía recompensa. Ahora me pregunto: ¿Cómo he podido estar tan confundida todos estos años? No era Dios quien me estaba dando la gloria de la tierra sino el príncipe de este mundo quien me estaba engañando sin yo saberlo. Mientras tanto, el Dios misericordioso lo permitió para mi propio bien. He necesitado experimentar estas tinieblas y el poder desgarrador del mundo para apreciar más la vida de la fe y el Evangelio de Cristo. El sufrimiento que comporta seguir a los ídolos del mundo me ha preparado para renunciar a ellos y volverme al Señor en una ofrenda completa de mi vida.