En el apogeo de su angustia, resistiendo desde el fondo de su corazón, Rodrigues oye lo que él cree que es la voz de Jesús mismo, y finalmente rompe el silencio divino diciéndole que pisotee la imagen. Cuando lo hace, un gallo canta a la distancia.
A raíz de su apostasía, sigue las huellas de Ferreira y se vuelve un pupilo del Estado, un filósofo bien alimentado y bien provisto, a los que regularmente se les llama a pisar una imagen cristiana y renunciar formalmente a su fe. Luego, toma un nombre japonés, una esposa japonesa y vive por muchos años en Japón hasta el día su muerte a la edad de 64, recibiendo un entierro en una ceremonia budista.
¿Qué debemos hacer ante esta historia extraña e inquietante? Como cualquier gran película o novela, Silence obviamente resiste una interpretación unívoca o unilateral. De hecho, casi todos los comentarios que he leído, especialmente de gente religiosa, enfatizan cómo Silence trae maravillosamente la compleja, acodada y ambigua naturaleza de la fe.
Reconociendo plenamente la profunda verdad psicológica y espiritual de esa afirmación, me pregunto si podría añadir una voz algo disidente a la conversación. Me gustaría proponer una comparación, totalmente justificada por los instintos de un soldado llamado Ignacio de Loyola, que fundó la orden jesuita a la que pertenecían todos los misioneros de Silence.