6- La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.
7- La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El consagrado pierde su identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4). En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la Iglesia es la de ser coptos -es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces- y ser católicos -es decir, parte de la Iglesia una y universal-: como un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo.
Queridos consagrados, hacer frente a estas tentaciones no es fácil, pero es posible si estamos injertados en Jesús: «Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,4). Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos. Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en su misión. La calidad de nuestra consagración depende de cómo sea nuestra vida espiritual.
Egipto ha contribuido a enriquecer a la Iglesia con el inestimable tesoro de la vida monástica. Os exhorto, por tanto, a sacar provecho del ejemplo de san Pablo el eremita, de san Antonio Abad, de los santos Padres del desierto y de los numerosos monjes que con su vida y ejemplo han abierto las puertas del cielo a muchos hermanos y hermanas; de este modo, también vosotros seréis sal y luz, es decir, motivo de salvación para vosotros mismos y para todos los demás, creyentes y no creyentes y, especialmente, para los últimos, los necesitados, los abandonados y los descartados.