Preparando este encuentro pude leer, con cierto dolor, que para muchos la fe cristiana es una fe extranjera, es la religión de los extranjeros. Esta realidad nos impulsa a buscar la manera de animarnos a decir la fe "en dialecto", a la manera que una madre le canta canciones de cuna a su niño.
Con esa confianza darle rostro y "carne" tailandesa, que es mucho más que realizar traducciones. Es dejar que el Evangelio se desvista de ropajes buenos pero extranjeros, para sonar con la música que a ustedes les es propia en esta tierra y hacer vibrar el alma de nuestros hermanos con la misma belleza que encendió nuestro corazón. Los invito a que le recemos a la Virgen, la primera que cautivó con la belleza de su mirada a Benedetta, y le digamos con confianza de hijos: «Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados para llevar a todos el Evangelio de la vida que vence a la muerte. Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga» (ibíd., 288).
La mirada de María nos impulsa a mirar en su misma dirección, hacia esa otra mirada, para hacer todo lo que Él nos diga (cf. Jn 2,1-12). Ojos que cautivan porque son capaces de ir más allá de las apariencias, y alcanzar y celebrar la belleza más auténtica que vive en cada persona. Una mirada que, como nos enseña el Evangelio, rompe todos los determinismos, fatalismos y estándares. Donde muchos veían solamente un pecador, un blasfemo, un recaudador de impuestos, una persona de mala vida, hasta un traicionero, Jesús fue capaz de ver apóstoles. Y esa es la belleza que su mirada nos invita a anunciar, una mirada que se mete adentro, transforma y permite acontecer lo mejor de los demás.
Pensando en el comienzo de la vocación de tantos de ustedes, cuántos en su juventud participaron en las actividades de jóvenes que querían vivir el Evangelio y salían a visitar a los más necesitados, a los ignorados y hasta despreciados de la ciudad, huérfanos y ancianos. Seguro que muchos fueron ahí visitados por el Señor, haciéndoles descubrir el llamado a donarlo todo. Se trata de salir de sí mismo y, en ese mismo movimiento de salida, fuimos encontrados. En el rostro de las personas que encontramos por la calle podemos descubrir la belleza de tratar al otro como a un hermano. Ya no es el huérfano, el abandonado, el marginado o el despreciado. Ahora tiene rostro de hermano, de «hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?» (Exhort. ap. Gaudete et exultate, 98). Quiero impulsar y darles coraje a tantos de ustedes que, a diario, gastan su vida sirviendo a Jesús en sus hermanos, como bien señalaba el Obispo al presentarlos -se lo veía orgulloso-; a tantos de ustedes que logran ver belleza donde otros tan sólo ven desprecio, abandono o un objeto sexual a ser utilizado. Así, ustedes son signo concreto de la misericordia viva y operante del Señor. Signo de la unción del Santo en estas tierras.