Queridos amigos, preguntémonos a nosotros mismos cómo vamos haciendo este camino. Yo, pastor, ministro, fiel, ¿soy dócil a la acción del Espíritu? ¿Vivo el ecumenismo como una carga, como un compromiso adicional, como un deber institucional, o como el anhelo urgente de Jesús de que lleguemos a ser «uno» (Jn 17,21), como una misión que brota del Evangelio?
Concretamente, ¿qué hago por aquellos hermanos y hermanas que creen en Cristo pero que no son de los "míos"? ¿Los conozco, los busco, me intereso por ellos? ¿Mantengo las distancias y actúo con formalidad, o intento comprender su historia y apreciar sus particularidades, sin considerarlos obstáculos insalvables?
Después de la unidad en la diversidad, pasamos al segundo elemento: el testimonio de vida. En Pentecostés los discípulos se abrieron, salieron del Cenáculo. Desde ahí irán hacia el mundo entero. Jerusalén, que parecía su punto de llegada, se convirtió en el punto de partida de una aventura extraordinaria. El miedo que los encerró en sus casas quedó como un recuerdo lejano; ahora van a todas partes, pero no para distinguirse de los demás, ni tampoco para revolucionar el orden de las sociedades y la estructura del mundo, sino para irradiar en cada rincón, a través de sus vidas, la belleza del amor de Dios.
De hecho, nuestro testimonio no es tanto un discurso que se realiza con palabras, sino que se muestra con hechos; la fe no es un privilegio que se ha de reclamar, sino un don que se debe compartir. Como dice un texto antiguo, los cristianos «no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto, [...] toda tierra extraña es patria para ellos [...].