Hace tres meses me visitó un misionero francés que trabaja desde hace casi 40 años en el Norte de Tailandia entre las tribus y vino con un grupo de unas 20, 25 personas, todos padres y madres de familia, jóvenes, 25 años, a los cuales él los había bautizado, primera generación y ahora bautizaba a sus hijos. Uno puede pensar: perdiste la vida con 50 personas, con 100 personas, esa fue su semilla y Dios lo consuela, haciendo bautizar a los hijos que él bautizó por primera vez, simplemente, esos tribales del norte de Tailandia, lo vivió como riqueza para evangelizar, no dio por perdida a esa oveja, la asumió.
Uno de los puntos más hermosos de la evangelización es hacernos cargo de que la misión confiada a la Iglesia no reside solo en la proclamación del Evangelio, sino también en aprender a creerle al Evangelio. ¡Cuántos hay que proclaman, proclamamos a veces, en momentos de tentación el Evangelio y no le creemos! Aprender a creer el Evangelio y dejarse tomar y transformar por él; consiste en vivir y en caminar a la luz de la Palabra que tenemos que proclamar.
Nos hará bien recordar al gran Pablo VI, cito: «Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 15).
Así la Iglesia entra en la dinámica discipular de conversión-anuncio, purificada por su Señor, se transforma en testigo por vocación. Una Iglesia en camino, sin miedo a bajar a la calle y confrontarse con la vida misma de las personas que le fueron confiadas, es capaz de abrirse humildemente al Señor y con el Señor vivir el asombro, el estupor de la aventura misionera, sin esa necesidad consciente o inconsciente de querer aparecer ella en primer lugar, ocupando o pretendiendo, vaya a saber qué lugar de preeminencia.