La violencia, sin embargo, hace retroceder el curso de la historia. El mismo Heródoto mostraba el trastorno generacional, señalando cómo en la guerra no son los hijos quienes entierran a los padres, sino los padres los que entierran a los hijos (cf. Historias I, 87). Para que esta tierra no quede reducida a un cementerio, sino que vuelva a ser un jardín floreciente, les ruego, de todo corazón, que acojan una palabra sencilla, que no es mía, sino de Cristo. Él la pronunció precisamente en un jardín, en el Getsemaní, cuando, ante el discípulo que había desenvainado la espada, dijo: «Basta» (Lc 22,51). Señor Presidente, señores Vicepresidentes, en nombre de Dios, del Dios al que juntos rezamos en Roma; del Dios manso y humilde de corazón (cf. Mt 11,29), en el que mucha gente de vuestro país cree, ha llegado la hora de decir basta, sin condiciones y sin "peros". Basta ya de sangre derramada, basta de conflictos, basta de agresiones y acusaciones recíprocas sobre quien haya sido culpable, basta de dejar al pueblo sediento de paz. Basta de destrucción, es la hora de la construcción. Hay que dejar atrás el tiempo de la guerra y propiciar un tiempo de paz.
Volvamos a las fuentes del río, al agua que simboliza la vida. En las fuentes de este país encontramos otra palabra, que designa el curso emprendido por el pueblo sursudanés el 9 de julio de 2011: República. Pero, ¿qué quiere decir ser una república? Significa reconocerse como realidad pública, es decir, afirmar que el Estado es de todos; y, por tanto, que quien, en su seno, asume responsabilidades mayores, presidiéndolo y gobernándolo, está obligado a ponerse al servicio del bien común. Este es el propósito de la autoridad: servir a la comunidad. La tentación que está siempre al acecho es servirse de ella para alcanzar los propios intereses. No basta por tanto llamarse República; es necesario serlo, a partir de los bienes primarios. Que los abundantes recursos, con los que Dios ha bendecido esta tierra, no se reserven a unos pocos, sino que sean prerrogativa de todos, y que los planes de reactivación económica se correspondan con proyectos dirigidos a una igual distribución de las riquezas.
Para la vida de la República es fundamental el desarrollo democrático. Este tutela la benéfica distribución de los poderes públicos, de modo que, por ejemplo, quien administra la justicia pueda ejercitarla sin condicionamientos por parte de quien legisla o gobierna. La democracia presupone, además, el respeto de los derechos humanos, custodiados por la ley y por su aplicación, y específicamente presupone la libertad de expresar las propias ideas. En efecto, es necesario recordar que no hay paz sin justicia (cf. S. JUAN PABLO II, Mensaje para la celebración de la XXXV Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2002), pero también que no hay justicia sin libertad. Por tanto, se debe conceder a cada ciudadano y ciudadana la posibilidad de disponer del don único e irrepetible de la existencia con los medios adecuados para realizarlo. Como escribía el Papa Juan, el hombre tiene «derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida» (S. JUAN XIII, Carta enc. Pacem in terris, 11).