Hoy reflexionaremos sobre un argumento muy importante: las promesas, las promesas que hacemos a los niños. No hablo de las promesas que hacemos aquí o allá, durante el día, para ponerlos contentos o para hacer que se porten bien (quizá con algún truco inocente, te doy un caramelo, esas promesas…), para intentar a que se comprometan en la escuela o para disuadirlos de algún capricho. Hablo de otras promesas, de las promesas más importantes, decisivas para lo que esperan de la vida, para su confianza en los seres humanos, para su capacidad de concebir el nombre de Dios como una bendición. Son promesas que nosotros les hacemos a ellos.
Nosotros adultos estamos listos para hablar de los niños como una promesa de la vida. Todos decimos los niños son una promesa de la vida. Y también fácilmente nos conmovemos diciendo que los jóvenes son nuestro futuro. Es verdad. Pero me pregunto, a veces ¡si somos también serios con su futuro! Con el futuro de los niños, con el futuro de los jóvenes. Una pregunta que debemos hacernos más a menudo es esta: ¿Qué tan leales somos con las promesas que hacemos a los niños, trayéndolos a nuestro mundo? Nosotros los hacemos venir al mundo y esta es una promesa. ¿Qué le prometemos a ellos?
Acogida y cuidado, cercanía y atención, confianza y esperanza, son también promesas de base, que se pueden resumir en una sola: amor. Nosotros prometemos amor, es decir, el amor que se expresa en la acogida, el cuidado, en la cercanía, en la atención, en la confianza, en la esperanza. Pero la gran promesa es el amor. Este es el modo más adecuado para acoger a un ser humano que viene al mundo, y todos nosotros lo aprendemos, incluso antes de ser conscientes. A mí me gusta mucho cuando veo a los papás y mamás, cuando paso entre ustedes, trayéndome a un niño, una niña pequeños, pero ¿cuánto tiene? tres semanas, cuatro semanas, pero busco que el Señor lo bendiga, esto se llama amor también.