Pensemos en el suceso de la Transfiguración. Los Evangelios colocan este episodio en el momento crítico de la misión de Jesús, cuando crecen en torno a Él la protesta y el rechazo. Incluso entre sus discípulos muchos no lo entienden y se van; uno de los Doce alberga pensamientos de traición. Jesús empieza a hablar abiertamente de los sufrimientos y de la muerte que le esperan en Jerusalén. En este contexto Jesús sube a lo alto del monte con Pedro, Santiago y Juan. Dice el Evangelio de Marcos: «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (9,2-3). Precisamente en el momento en el que Jesús es incomprendido -se iban, le dejaban solo porque no entendían-, y en este momento que Él es incomprendido, precisamente cuando todo parece ofuscarse en un torbellino de malentendidos, es ahí que resplandece una luz divina. Es la luz del amor del Padre, que llena el corazón del Hijo y transfigura toda su Persona.
Algunos maestros de espiritualidad del pasado han entendido la contemplación como opuesta a la acción, y han exaltado esas vocaciones que huyen del mundo y de sus problemas para dedicarse completamente a la oración. En realidad, en Jesucristo en su persona y en el Evangelio no hay contraposición entre contemplación y acción, no. En el Evangelio en Jesús no hay contradicción. Esta puede que provenga de la influencia de algún filósofo neoplatónico, pero seguramente se trata de un dualismo que no pertenece al mensaje cristiano.
Hay una única gran llamada en el Evangelio, y es la de seguir a Jesús por el camino del amor. Este es el ápice, es el centro de todo. En este sentido, caridad y contemplación son sinónimos, dicen lo mismo. San Juan de la Cruz sostenía que un pequeño acto de amor puro es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas. Lo que nace de la oración y no de la presunción de nuestro yo, lo que es purificado por la humildad, incluso si es un acto de amor apartado y silencioso, es el milagro más grande que un cristiano pueda realizar. Y este es el camino de la oración de contemplación: ¡yo le miro, Él me mira! Este acto de amor en el diálogo silencioso con Jesús ha hecho mucho bien a la Iglesia.
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