Jesús no enseña fórmulas para "congraciarse" con el Señor; por el contrario, invita a rezarle, derrumbando las barreras de la sujeción y el temor. No dice que hay que dirigirse a Dios llamándole "Todopoderoso", "Altísimo". "Tú que estás tan lejos de nosotros, yo soy un mísero": no, no dice así" sino simplemente "Padre", con toda simplicidad, como los niños hablan al papá. Y esta palabra, "Padre", expresa la confianza y la seguridad filial.
La oración del "Padre Nuestro" hunde sus raíces en la realidad concreta del hombre. Por ejemplo, nos hace pedir pan, el pan de cada día: solicitud simple pero esencial, que dice que la fe no es una cuestión "decorativa", separada de la vida, que interviene cuando todas las demás necesidades están satisfechas. Si acaso, la oración comienza con la vida misma.
La oración – nos enseña Jesús - no empieza en la existencia humana después de que el estómago esté lleno: más bien, se anida donde quiera que haya un hombre, cualquier hombre que tenga hambre, que llore, que luche, que sufra y se pregunte "por qué". Nuestra primera oración, en cierto sentido, fue el vagido que acompañó el primer aliento. En ese llanto de recién nacido, se anunciaba el destino de toda nuestra vida: nuestra hambre continua, nuestra sed constante, nuestra búsqueda de la felicidad.