En esta perspectiva, que despierta instintivamente la repulsión, tanto en los discípulos como en nosotros que leemos el Evangelio, la oración es la única fuente de luz y fuerza. Es necesario rezar más intensamente, cada vez que el camino se empina.
Y en efecto, tras anunciar a los discípulos lo que le espera en Jerusalén, tiene lugar el episodio de la Transfiguración. "Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén" (Lc 9,28-31), es decir la pasión.
Por tanto, esta manifestación anticipada de la gloria de Jesús tuvo lugar en la oración, mientras el Hijo estaba inmerso en la comunión con el Padre y consentía plenamente en su voluntad de amor, en su plan de salvación. Y de esa oración salió una palabra clara para los tres discípulos implicados: "Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle" (Lc 9,35).
De la oración viene la invitación a escuchar a Jesús, siempre en la oración. De este rápido recorrido por el Evangelio, deducimos que Jesús no sólo quiere que recemos como Él reza, sino que nos asegura que, aunque nuestros tentativos de oración sean completamente vanos e ineficaces, siempre podemos contar con su oración. Debemos ser conscientes, Jesús reza por mí.