En este contexto, está bien recordar también la enseñanza que proviene del apóstol Santiago, quien escribe: «Ya veis como el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. -Parecería el contrario, pero no es el contrario- [...] Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (Gc 2,24.26). La justificación sino florece con nuestras obras, será allí bajo tierra, existe, pero nosotros debemos actuarla con nuestra actuación. Así las palabras de Santiago integran la enseñanza de Pablo. Para ambos, por tanto, la respuesta de la fe exige ser activos en el amor por Dios y en el amor por el prójimo. ¿Por qué activos a ese amor? Porque aquel amor nos ha salvado a todos, nos ha justificado gratuitamente, gratis.
La justificación nos introduce en la larga historia de la salvación, que muestra la justicia de Dios: frente a nuestras continuas caídas y a nuestras insuficiencias, Él no se ha resignado, sino que ha querido hacernos justos y lo ha hecho por gracia, a través del don de Jesucristo, de su muerte y resurrección.
Algunas veces he dicho cómo es el modo de actuar de Dios, cuál es el estilo de Dios, y lo he dicho con tres palabras, el estilo de Dios es cercanía, compasión y ternura. Siempre es cercano a nosotros, compasivo y tierno. Y la justificación es precisamente la cercanía más grande con nosotros, hombres y mujeres, la compasión más grande con nosotros, hombres y mujeres, la ternura más grande del Padre. La justificación es este don de Cristo, muerte y resurrección de Cristo, que nos hace libres. "Pero padre, yo soy pecador, he robado…" Sí, pero en la base, eres justo. Deja que Cristo actúe en esa justificación. Nosotros no estamos condenados en la base, no, somos justos, permítanme la palabra, somos santos, a la base, pero luego, con nuestra actuación nos convertimos en pecadores, pero a la base somos santos, dejemos que la gracia de Cristo salga y que esa justicia, esa justificación, nos de la fuerza de ir hacia adelante.
Así, la luz de la fe nos permite reconocer cuánto es infinita la misericordia de Dios, la gracia que obra por nuestro bien. Pero la misma luz nos hace también ver la responsabilidad que se nos ha encomendado para colaborar con Dios en su obra de salvación. La fuerza de la gracia tiene que combinarse con nuestras obras de misericordia, que somos llamados a vivir para testimoniar qué grande es el amor de Dios.