En la muy necesaria y deseable aspiración de una mayor presencia pastoral, es decir, de una pastoral de presencia y no de visita (128), se propone igualmente la ordenación sacerdotal de personas ancianas (I.L. 129 a, 2). Un detalle: El texto no utiliza el término conocido y popular de "viri probati", "varones de probada virtud". Utiliza a la expresión "personas ancianas", y deja abierta entonces la posibilidad de la ordenación sacerdotal de la mujer. No vamos a considerar esta segunda posibilidad, ya abiertamente descartada repetidas veces por San Paulo VI y San Juan Pablo II y también recientemente por Papa Francisco. Escuchemos en directo a San Juan Pablo II:
4. "Si bien la doctrina sobre la ordenación sacerdotal, reservada sólo a los hombres, sea conservada por la Tradición constante y universal de la Iglesia, y sea enseñada firmemente por el Magisterio en los documentos más recientes, no obstante, en nuestro tiempo y en diversos lugares se la considera discutible, o incluso se atribuye un valor meramente disciplinar a la decisión de la Iglesia de no admitir a las mujeres a tal ordenación. Por tanto, con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia". (S.Juan Pablo II, Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis, 1994).
Por eso nos limitaremos aquí a reflexionar sobre la posibilidad de conferir el presbiterado a ancianos varones casados.
El texto afirma claramente la vigencia de la disciplina del celibato sacerdotal como don para la iglesia. Muy bien. En efecto: en imitación de Cristo, célibe y esposo de la Iglesia, los presbíteros de rito latino y muchos también de las Iglesias orientales, elegimos libremente consagrar nuestras vidas a Dios y a la Iglesia, Para ello renunciamos al matrimonio y nos comprometemos religiosamente con Dios a la vivencia de la castidad perfecta. Algo que conviene perfectamente con la naturaleza del sacerdocio, que es configuración a Cristo, sumo y eterno sacerdote y buen pastor.