Este domingo el Papa Francisco presidirá en la Plaza de San Pedro la Misa de canonización del Beato Antonio Primaldo y sus 800 compañeros, martirizados por los musulmanes del Imperio Otomano durante su incursión en la pequeña ciudad italiana de Otranto, en la Apulia, el 29 de julio de 1480.

Antonio Primaldo es el único nombre que se transmitió de los ochocientos desconocidos pescadores, artesanos, pastores y agricultores de Otranto, cuya sangre fue derramada por el ejército musulmán sólo porque eran cristianos.

Ese día, a primeras horas de la mañana, desde las murallas de Otranto se hizo visible en el horizonte una flota de 90 galeras, 15 mahonas y 48 galeotas, con 18 mil soldados a bordo. La armada era guiada por el bajá Agometh, que estaba a las órdenes de Mahoma II, llamado Fatih, el Conquistador, quien en 1453 había conquistado Bizancio y ahora quería Roma.

En junio de 1480 Mahoma II quitó el asedio a Rodi, defendida con coraje por sus caballeros, y dirigió su flota hacia el mar Adriático. Otranto era –y es– la ciudad más oriental de Italia. La importancia de su puerto le había hecho asumir el papel de puente entre oriente y occidente.

Circundado por el asedio, el castillo se convirtió en el refugio de los habitantes y era defendido solo por 400 soldados que no tardaron en abandonar la ciudad y dejando solos a los refugiados.

Después de quince días de asedio, al amanecer del 12 de agosto, los otomanos concentran el fuego contra uno de los puntos más débiles de las murallas, abren una brecha, irrumpen en las calles, masacran a quien se le ponía a tiro y llegan a la catedral donde se había refugiado buena parte de los habitantes.

Derriban la puerta y cercan al Arzobispo Stefano, que estaba con los atuendos pontificales y con el crucifijo en la mano. Al ser intimado con no nombrar más a Cristo, ya que desde aquel momento mandaba Mahoma, el Prelado respondió exhortando a los asaltantes a la conversión, y por esto se le cortó la cabeza con una cimitarra.

Entre aquellos héroes hubo uno de nombre Antonio Primaldo, sastre de profesión, avanzado de edad, quien, en nombre de todos, afirmó: "Todos creemos en Jesucristo, Hijo de Dios, y estamos dispuestos a morir mil veces por Él". Agometh decreta la condena a muerte de todos los 800 prisioneros.

A la mañana siguiente estos son conducidos con sogas al cuello y con las manos atadas a la espalda a la colina de la Minerva, pocos cientos de metros fuera de la ciudad. Repitieron todos la profesión de fe y la generosa respuesta dada antes; por lo que el tirano ordenó que se procediese a la decapitación y, antes que a los otros, fuese cortada la cabeza al viejo Primaldo.

Éste le resultaba muy odioso porque no dejaba de hacer de apóstol entre los suyos, más aún, antes de inclinar la cabeza sobre la roca, afirmaba a sus compañeros que veía el cielo abierto y los ángeles animando; que se mantuvieran fuertes en la fe y que mirasen el cielo ya abierto para recibirlos.

Dobló la frente, se le cortó la cabeza, pero el cuerpo se puso de pie: y a pesar de los esfuerzos de los asesinos, permaneció erguido inmóvil, hasta que todos fueron decapitados.

El prodigio evidentemente estrepitoso habría sido una lección para la salvación de los musulmanes. Un solo verdugo de nombre Berlabei, valerosamente creyó en el milagro y, declarándose en alta voz cristiano, fue condenado a la pena del palo.

Benedicto XVI firmó el 20 de diciembre de 2012 el decreto con el cual se reconoce un milagro gracias a la intercesión de este grupo de mártires.