Para dar este testimonio, la Iglesia como tal debe comenzar también por evangelizarse a sí misma. Si la Iglesia no se evangeliza a sí misma, se queda en una pieza de museo. En cambio, lo que la actualiza continuamente es la evangelización de sí misma. Necesita oír una y otra vez lo que tiene que creer, las razones de su esperanza, el mandamiento nuevo del amor.
La Iglesia, que es un Pueblo de Dios inmerso en el mundo, y a menudo tentado por los ídolos -muchos-, necesita siempre oír proclamar las obras de Dios. Esto significa, en una palabra, que siempre necesita ser evangelizada, necesita tomar el Evangelio, orar y sentir la fuerza del Espíritu que cambia su corazón (cf. EN, 15).
Una Iglesia que se evangeliza para evangelizar es una Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, está llamada a recorrer un camino exigente, un camino de conversión, de renovación. Esto conlleva también la capacidad de cambiar las formas de entender y vivir su presencia evangelizadora en la historia, evitando refugiarse en las zonas protegidas de la lógica del "siempre se ha hecho así". Son refugios que enferman a la Iglesia.
La Iglesia debe avanzar, debe crecer continuamente, para seguir siendo joven. Esta Iglesia está totalmente volcada hacia Dios, por tanto, partícipe de su plan de salvación para la humanidad, y al mismo tiempo, totalmente volcada hacia la humanidad. La Iglesia debe ser una Iglesia que dialogue con el mundo contemporáneo, que teja relaciones fraternas, que genere espacios de encuentro, implementando buenas prácticas de hospitalidad, de acogida, de reconocimiento e integración del otro y de la alteridad, y que cuide la casa común que es la creación.