Hermanos y hermanas, hagamos hoy un examen de conciencia, porque tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestro interior. No nos escondamos detrás de la hipocresía de las apariencias, sino confiemos a la misericordia del Señor nuestras oscuridades, nuestros errores y nuestras miserias, y también en las miserias que por vergüenza no somos capaces de compartir, pero con Dios se tienen que mostrar. Cuando nos confesamos, nos ponemos en el fondo, como el publicano, para reconocer también nosotros la distancia que nos separa entre lo que Dios ha soñado para nuestra vida y lo que realmente somos cada día. Y, en ese momento, el Señor se acerca, acorta las distancias y vuelve a levantarnos; en ese momento, mientras nos reconocemos desnudos, Él nos viste con el traje de fiesta. Y esto es, y debe ser, el sacramento de la reconciliación: un encuentro festivo, que sana el corazón y deja paz interior; no un tribunal humano al que tenemos miedo, sino un abrazo divino con el que somos consolados.
Una de las cosas bellas de cómo nos acoge Dios es la ternura del abrazo que nos da. Si nosotros vemos cuando el hijo pródigo regresa a casa y comienza su discurso, el padre no lo deja hablar, lo abraza, no ha logrado hablar, es el abrazo misericordioso. Yo, aquí me dirijo a mis hermanos confesores: por favor hermanos, perdonen todo, perdonen siempre, sin poner el dedo demasiado en la conciencia, dejen que la gente digan sus cosas y ustedes reciban esas cosas como Jesús, con la caricia de su mirada, con el silencio de su comprensión. Por favor, el sacramento de la confesión no es para torturar, sino es para dar paz. Perdonen todo, como Dios les perdonará todo a ustedes.
En este tiempo cuaresmal, con la contrición del corazón, también nosotros supliquemos como el publicano: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador» (v. 13). Repitámoslo: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Cuando me olvido de ti o te descuido, cuando antepongo mis propias palabras y las del mundo a tu Palabra, cuando presumo de ser justo y desprecio a los otros, cuando critico a los demás: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Cuando no me ocupo de los que me rodean, cuando permanezco indiferente ante quien es pobre y sufre, es débil o marginado: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por los pecados contra la vida, por el mal testimonio que ensucia el rostro hermoso de la Madre Iglesia, por los pecados contra la creación: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis falsedades, por mi falta de honradez, por mi falta de transparencia y de rectitud: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis pecados ocultos, por el mal que he causado a los demás sin darme cuenta, por el bien que podría haber hecho y no hice: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador.
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