Mirando aún al Mediterráneo, mar que nos abre al otro, pienso en sus costas fértiles y en el árbol que podría erigirse como símbolo: el olivo, del que se acaban de recoger los frutos y que aúna tierras diversas que se asoman al único mar. Es triste ver cómo muchos olivos centenarios ardieron en los últimos años, consumidos por incendios causados con frecuencia por condiciones meteorológicas adversas, que a su vez fueron provocados por el cambio climático. Frente al paisaje herido de este maravilloso país, el árbol del olivo puede simbolizar la voluntad de contrastar la crisis climática y sus devastaciones. De hecho, después del diluvio, la catástrofe primordial narrada por la Biblia, una paloma regresó hasta Noé «llevando en el pico una hoja de olivo que había arrancado» (Gn 8,11). Era el símbolo de la recuperación, de la fuerza para volver a comenzar cambiando el estilo de vida, renovando las propias relaciones con el Creador, las creaturas y la creación. En este sentido, deseo que los compromisos asumidos en la lucha contra el cambio climático se compartan cada vez más y no sean de fachada, sino que se lleven adelante con seriedad; que a las palabras sigan los hechos, para que los hijos no paguen una vez más la hipocresía de los padres. Resuenan en este sentido las palabras que Homero puso en boca de Aquiles: «Me es tan odioso como las puertas del Hades quien piensa una cosa y manifiesta otra» (Ilíada, IX,312-313).
En la Escritura, el olivo también representa una invitación a ser solidarios, en particular con respecto a cuantos no pertenecen al propio pueblo. Dice la Biblia: «Si recoges el fruto de tus olivos, no regreses a buscar más. Será para el migrante» (Dt 24,20). Este país, caracterizado por la acogida, ha visto arribar en algunas de sus islas un número mayor de hermanos y hermanas migrantes que el de los mismos habitantes, aumentando de ese modo los problemas, que todavía se ven afectados por las dificultades que trajo consigo la crisis económica. Pero también las demoras europeas perduran. La Comunidad europea, desgarrada por egoísmos nacionalistas, más que ser un tren de solidaridad, algunas veces se muestra bloqueada y sin coordinación. Si en un tiempo los contrastes ideológicos impedían la construcción de puentes entre el este y el oeste del continente, hoy la cuestión migratoria también ha abierto brechas entre el sur y el norte. Quisiera exhortar nuevamente a una visión de conjunto, comunitaria, ante la cuestión migratoria, y animar a que se dirija la atención a los más necesitados para que, según las posibilidades de cada país, sean acogidos, protegidos, promovidos e integrados en el pleno respeto de sus derechos humanos y de su dignidad. Más que un obstáculo para el presente, eso representa una garantía para el futuro, de modo que sea signo de una convivencia pacífica para cuantos se ven forzados a huir en busca de un hogar y de esperanza, y que son cada vez más numerosos. Son los protagonistas de una terrible odisea moderna. Me agrada recordar que cuando Ulises desembarcó en Ítaca no fue reconocido por los señores del lugar, que le habían usurpado su casa y sus bienes, sino por quien se había hecho cargo de él. Su nodriza se dio cuenta de que era él cuando vio sus cicatrices. Los sufrimientos nos unen y reconocer la pertenencia a la misma humanidad frágil nos ayudará a construir un futuro más integrado y pacífico. ¡Transformemos en audaz oportunidad lo que sólo parece una desgraciada adversidad!
En cambio, la pandemia es la gran adversidad. Ha hecho que nos redescubramos frágiles y necesitados de los demás. También en este país es un desafío que requiere oportunas intervenciones por parte de las autoridades -me refiero a la necesidad de la campaña de vacunación- y no pocos sacrificios para los ciudadanos. Pero en medio de tanto esfuerzo se ha abierto camino un notable sentido de solidaridad, al que la Iglesia católica local es dichosa de poder seguir contribuyendo, con la convicción de que esto constituya una herencia que no debe perderse con el lento aplacarse de la tempestad. Algunas palabras del juramento de Hipócrates parecen escritas para nuestro tiempo, tales como el esfuerzo por "regular el tenor de vida por el bien de los enfermos", por "abstenerse de todo daño y ofensa" a los demás, por salvaguardar la vida en todo momento, particularmente en el seno materno (cf. Juramento de Hipócrates, texto antiguo). Siempre ha de privilegiarse el derecho al cuidado y a los tratamientos para todos, para que los más débiles, en particular los ancianos, nunca sean descartados. En efecto, la vida es un derecho; no lo es la muerte, que se acoge, no se suministra.
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