Además, el pan se une inseparablemente a un adjetivo: cotidiano (cf. Mt 6,11). El pan de cada jornada es el trabajo, que ocupa gran parte de ella. Del mismo modo que sin pan no hay nutrición, sin trabajo no hay dignidad. En la base de una sociedad justa y fraterna rige el derecho de que a cada uno se le conceda el pan del trabajo, para que nadie se sienta marginado y se vea obligado a dejar la familia y la tierra de origen en busca de mejores oportunidades.
«Ustedes son la sal de la tierra» (Mt 5,13). La sal es el primer símbolo que Jesús emplea enseñando a sus discípulos. Esta, en primer lugar, da gusto a los alimentos, y lleva a pensar en ese sabor sin el cual la vida se vuelve insípida. No bastan ciertamente estructuras organizadas y eficientes para hacer buena la convivencia humana, se necesita sabor, se necesita el sabor de la solidaridad. Y como la sal sólo da sabor disolviéndose, así la sociedad encuentra gusto a través de la generosidad gratuita de quien se entrega por los demás. Es hermoso que a los jóvenes, en particular, se los motive en este sentido, para que se sientan protagonistas del futuro del país y lo tomen en serio, enriqueciendo con sus sueños y su creatividad la historia que los ha precedido. No hay renovación sin los jóvenes, que a menudo son engañados por un espíritu consumista que marchita la existencia. Muchos, demasiados en Europa se arrastran en el cansancio y la frustración, estresados por ritmos de vida frenéticos y sin saber cómo encontrar motivaciones y esperanza. El ingrediente que falta es el cuidado por los demás. Sentirse responsables de alguien da gusto a la vida y permite descubrir que lo que damos es en realidad un don que nos hacemos a nosotros mismos.
La sal, en los tiempos de Cristo, además de dar sabor, servía para conservar los alimentos, preservándolos del deterioro. Me gustaría que nunca dejen que los fragantes sabores de sus mejores tradiciones se estropeen por la superficialidad del consumo y las ganancias materiales. Y mucho menos de los colonialismos ideológicos. En esta tierra, hasta hace algunos decenios, un pensamiento único coartaba la libertad; hoy otro pensamiento único la vacía de sentido, reconduciendo el progreso al beneficio y los derechos sólo a las necesidades individualistas. Hoy, como entonces, la sal de la fe no es una respuesta según el mundo, no está en el ardor de llevar a cabo guerras culturales, sino en la siembra humilde y paciente del Reino de Dios, principalmente con el testimonio de la caridad. Vuestra Constitución menciona el deseo de edificar el país sobre la herencia de los santos Cirilo y Metodio, patronos de Europa. Ellos, sin imposiciones y sin coacciones, fecundaron la cultura con el Evangelio, generando procesos beneficiosos. Es esta la senda, no la lucha por la conquista de espacios y de relevancia, sino el camino que indican los santos, el camino de las Bienaventuranzas. De allí, de las Bienaventuranzas, surge la visión cristiana de la sociedad.
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