De este modo, la Virgen María acudió inmediatamente a donde estaba Isabel para ayudarla en su embarazo (cf. Lc 1,39-56); en Belén dio a luz al Hijo de Dios (cf. Lc 2,1-7); en Caná se ocupó de los dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,1-11); en el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia (cf. Jn 19,25-27); después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos valientes del Evangelio (cf. Hch 1,14).
A lo largo de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.
Invoquemos en esta tarde a nuestra tierna Madre del cielo, con la oración más antigua con la que los cristianos se dirigen a ella, sobre todo en los momentos de dificultad y de martirio. Invoquémosla con la certeza de saber que somos socorridos por su misericordia maternal, para que ella, «gloriosa y bendita», sea protección, ayuda y bendición en todos los días de nuestra vida: Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, Oh Virgen gloriosa y bendita.
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