Al presidir las Primeras Vísperas de la Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios, y el tradicional Te Deum de fin de año en la Basílica de San Pedro, el Papa León XIV ofreció una profunda reflexión sobre el designio de Dios en la historia, la esperanza cristiana y el papel de María frente a las lógicas de poder que marcan el mundo actual.

A continuación, el texto completo de la homilía.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

La liturgia de las Primeras Vísperas de la Madre de Dios posee una riqueza singular, que le viene tanto del misterio vertiginoso que celebra como de su ubicación precisamente al final del año solar. Las antífonas de los salmos y del Magníficat insisten en el acontecimiento paradójico de un Dios que nace de una virgen, o, dicho al revés, de la maternidad divina de María. Y al mismo tiempo esta solemnidad, que concluye la Octava de Navidad, acompaña el paso de un año a otro y extiende sobre él la bendición de Aquel «que era, que es y que viene» (Ap 1,8). Además, hoy la celebramos al término del Jubileo, en el corazón de Roma, junto a la Tumba de Pedro; y entonces el Te Deum que resonará dentro de poco en esta Basílica querrá como dilatarse para dar voz a todos los corazones y los rostros que han pasado bajo estas bóvedas y por las calles de esta ciudad.

Hemos escuchado en la Lectura bíblica una de las asombrosas síntesis del apóstol Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiéramos la adopción filial» (Gal 4,4-5). Esta manera de presentar el misterio de Cristo hace pensar en un designio, un gran designio sobre la historia humana. Un designio misterioso, pero con un centro claro, como una alta montaña iluminada por el sol en medio de una densa selva: ese centro es la «plenitud del tiempo».

Y precisamente esta palabra —«designio»— ha resonado en el cántico de la Carta a los Efesios: «El designio de recapitular en Cristo todas las cosas, / las del cielo como las de la tierra. / En su benevolencia lo había establecido de antemano en Él / para realizarlo en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-10).

Hermanas y hermanos, en nuestro tiempo sentimos la necesidad de un designio sabio, benevolente y misericordioso. Que sea un proyecto libre y liberador, pacífico y fiel, como aquel que la Virgen María proclamó en su cántico de alabanza: «Su misericordia se extiende de generación en generación / sobre los que le temen» (Lc 1,50).

Otros designios, sin embargo, hoy como ayer, envuelven al mundo. Son más bien estrategias que buscan conquistar mercados, territorios, zonas de influencia. Estrategias armadas, revestidas de discursos hipócritas, de proclamas ideológicas, de falsos motivos religiosos.

Pero la Santa Madre de Dios, la más pequeña y la más alta entre las criaturas, ve las cosas con la mirada de Dios: ve que con la fuerza de su brazo el Altísimo dispersa los planes de los soberbios, derriba a los poderosos de sus tronos y enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacías las manos de los ricos (cf. Lc 1,51-53).

La Madre de Jesús es la mujer con la que Dios, en la plenitud del tiempo, ha escrito la Palabra que revela el misterio. No la impuso: la propuso primero a su corazón y, recibido su «sí», la escribió con amor inefable en su carne. Así, la esperanza de Dios se entrelazó con la esperanza de María, descendiente de Abraham según la carne y, sobre todo, según la fe.

A Dios le gusta esperar con el corazón de los pequeños, y lo hace involucrándolos en su designio de salvación. Cuanto más hermoso es el designio, tanto mayor es la esperanza. Y, en efecto, el mundo avanza así, impulsado por la esperanza de tantas personas sencillas, desconocidas pero no para Dios, que a pesar de todo creen en un mañana mejor, porque saben que el futuro está en las manos de Aquel que les ofrece la esperanza más grande.

Una de estas personas fue Simón, un pescador de Galilea, a quien Jesús llamó Pedro. Dios Padre le concedió una fe tan sincera y generosa que el Señor pudo edificar sobre ella su comunidad (cf. Mt 16,18). Y nosotros seguimos hoy aquí rezando junto a su tumba, adonde peregrinos de todas las partes del mundo vienen a renovar su fe en Jesucristo, Hijo de Dios. Esto ha sucedido de modo especial durante el Año Santo que está a punto de concluir.

El Jubileo es un gran signo de un mundo nuevo, renovado y reconciliado según el designio de Dios. Y en este designio la Providencia ha reservado un lugar particular a esta ciudad de Roma. No por sus glorias, no por su poder, sino porque aquí derramaron su sangre por Cristo Pedro y Pablo y tantos otros Mártires. Por eso Roma es la ciudad del Jubileo.

¿Qué podemos desear a Roma? Que esté a la altura de sus pequeños: de los niños, de los ancianos solos y frágiles, de las familias que tienen más dificultades para salir adelante, de los hombres y mujeres llegados de lejos esperando una vida digna.

Hoy, queridos hermanos y hermanas, damos gracias a Dios por el don del Jubileo, que ha sido un gran signo de su designio de esperanza sobre el hombre y sobre el mundo. Y agradecemos a todos los que, en los meses y días de 2025, han trabajado al servicio de los peregrinos y para hacer Roma más acogedora. Este había sido, hace un año, el deseo del amado Papa Francisco. Quisiera que lo siguiera siendo, y diría aún más después de este tiempo de gracia. Que esta ciudad, animada por la esperanza cristiana, pueda estar al servicio del designio de amor de Dios sobre la familia humana. Que nos lo obtenga la intercesión de la Santa Madre de Dios, Salus Populi Romani.