El Papa León XIV ha escrito una carta apostólica sobre la importancia de la arqueología con motivo del centenario del Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, en la que asegura que esta disciplina ayuda a mostrar que “la fe cristiana, en su esencia más auténtica, es histórica”.
A continuación, la carta apostólica del Papa León XIV:
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En el centenario de la fundación del Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, siento el deber y la alegría de compartir algunas reflexiones que considero importantes para el camino de la Iglesia en los tiempos actuales. Lo hago con corazón agradecido, consciente de que la memoria del pasado, iluminada por la fe y purificada por la caridad, es alimento de la esperanza.
En 1925 se convocó el “Jubileo de la paz”, que deseaba aliviar las atroces heridas de la Primera Guerra Mundial; y es significativo que el centenario del Instituto coincida con un nuevo Jubileo, que también hoy quiere ofrecer horizontes de esperanza a la humanidad, atribulada por numerosas guerras.
Nuestra época, marcada por rápidos cambios, crisis humanitarias y transiciones culturales, exige, junto con el uso de conocimientos antiguos y nuevos, también la búsqueda de una sabiduría profunda, capaz de custodiar y transmitir al futuro lo que es verdaderamente esencial. En esta perspectiva, deseo reafirmar con fuerza que la arqueología es un componente imprescindible de la interpretación del cristianismo y, por consiguiente, de la formación catequética y teológica. No es sólo una disciplina especializada, reservada a unos pocos expertos, sino un camino accesible a todos aquellos que quieren comprender la encarnación de la fe en el tiempo, en los lugares y en las culturas. Para nosotros, los cristianos, la historia es un fundamento crucial; en efecto, realizamos la peregrinación de la vida en la concreción de la historia, que es también el escenario en el que se desarrolla el misterio de la salvación. Todo cristiano está llamado a basar su existencia en una Buena Nueva que parte de la Encarnación histórica del Verbo de Dios (cf. Jn 1,14).
Como nos recordó el querido Papa Francisco, «nadie puede saber verdaderamente quién es y qué pretende ser mañana sin nutrir el vínculo que lo une con las generaciones que lo preceden. Y esto es válido no sólo a nivel de situaciones personales, sino también a un nivel más amplio de comunidad. En efecto, estudiar y narrar la historia ayuda a mantener encendida “la llama de la conciencia colectiva”. De lo contrario, permanece sólo la memoria personal de los hechos ligados al propio interés o a las propias emociones, sin un verdadero nexo con la comunidad humana y eclesial en la que estamos viviendo». [1]
La casa de la arqueología
Con el Motu Proprio «Los cementerios primitivos», del 11 de diciembre de 1925, el Papa Pío XI sancionó un proyecto ambicioso y visionario: la fundación de un instituto de alta formación, es decir, de doctorado, que, en coordinación con la Comisión de Arqueología Sacra y con la Pontificia Academia Romana de Arqueología, tendría la tarea de orientar, con el máximo rigor científico, los estudios sobre los monumentos del cristianismo antiguo para reconstruir la vida de las primeras comunidades, formando así a «profesores de arqueología cristiana para las universidades y seminarios, directores de excavaciones de antigüedades, conservadores de monumentos sagrados, museos, etc.». [2] En la visión de Pío XI, la arqueología es indispensable para la reconstrucción exacta de la historia, la cual, como «luz de verdad y testimonio de los tiempos, si se consulta correctamente y se examina con diligencia», [3] indica a los pueblos la fecundidad de las raíces cristianas y los frutos del bien común que pueden derivarse de ellas, acreditando así también la obra de evangelización.
A lo largo de todos estos años, el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana ha formado a cientos de arqueólogos del cristianismo antiguo, así como a profesores, procedentes de todas partes del mundo, que han desempeñado, al regresar a sus países, importantes cargos docentes o de tutela; ha promovido investigaciones en Roma y en todo el mundo cristiano; ha desempeñado un eficaz papel internacional en la promoción de la arqueología cristiana, tanto con la organización de congresos cíclicos y otras numerosas iniciativas científicas, como por las estrechas relaciones y los intercambios constantes con universidades y centros de estudio de todo el mundo.
El Instituto ha sabido ser, en algunos momentos, promotor de la paz y del diálogo religioso, por ejemplo, organizando el XIII Congreso Internacional en Espalato durante la guerra en la antigua Yugoslavia —una decisión difícil y con muchas discrepancias en el ámbito académico— [4] o confirmando su operatividad con misiones en el extranjero en países políticamente inestables. Nunca ha renunciado a los objetivos de la formación superior, privilegiando el contacto directo con las fuentes escritas y los monumentos, huellas visibles e inequívocas de las primeras comunidades cristianas, a través de visitas, sobre todo a las catacumbas y las iglesias de Roma, y los viajes anuales de estudio a las zonas geográficas que atañen a la difusión del cristianismo.
Cuando las exigencias de la enseñanza y las presiones externas lo han requerido, sobre todo en los últimos años con el Proceso de Bolonia, suscrito por la Santa Sede, para la construcción de un sistema de educación superior coherente en Europa, el Instituto ha actualizado las disciplinas y los itinerarios formativos, sin apartarse nunca de los objetivos y el espíritu de sus fundadores. Ha seguido los pasos de los iniciadores de la arqueología cristiana, especialmente de Giovanni Battista de Rossi, «incansable estudioso que sentó las bases de una disciplina científica». [5] A él se debe, en la segunda mitad del siglo XIX, el descubrimiento de la mayor parte de los cementerios cristianos alrededor de las murallas de Roma, así como el estudio de los santuarios de los mártires de las persecuciones las de Decio, Valeriano y, sobre todo, Diocleciano, y su evolución desde la época de Constantino, que atrajeron una peregrinación cada vez más floreciente hasta la Alta Edad Media.
Esto ha sido un servicio a la Iglesia, que pudo contar con el Instituto como promotor del conocimiento sobre los testimonios materiales del cristianismo primitivo y sobre los mártires, que aún hoy representan ejemplos de una fe brillante y valiente. El servicio del Instituto también ha sido práctico, ya que ha intervenido en la excavación —emprendida por la Fábrica de San Pedro— de la tumba del apóstol Pedro bajo el Altar de la Confesión de la Basílica Vaticana y, más recientemente, en las investigaciones de los Museos Vaticanos en San Pablo Extramuros.
La arqueología como escuela de encarnación
Hoy estamos llamados a preguntarnos: ¿hasta qué punto puede seguir siendo provechoso, en la era de la inteligencia artificial y de las investigaciones en las infinitas galaxias del universo, el papel de la arqueología cristiana en la sociedad y para la Iglesia?
El cristianismo no nació de una idea, sino de una carne; no de un concepto abstracto, sino de un vientre, de un cuerpo, de un sepulcro. La fe cristiana, en su esencia más auténtica, es histórica: se basa en hechos concretos, en rostros, en gestos y en palabras pronunciadas en una lengua, en una época y en un entorno. [6] Esto es lo que la arqueología hace evidente, palpable. Nos recuerda que Dios eligió hablar en una lengua humana, caminar en una tierra, habitar lugares, casas, sinagogas, calles.
No se puede comprender plenamente la teología cristiana sin la inteligencia de los lugares y las huellas materiales que dan testimonio de la fe de los primeros siglos. No es casualidad que el evangelista Juan dé inicio a su primera carta con una especie de declaración sensorial: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida» (1 Jn 1,1). La arqueología cristiana es, en cierto sentido, una respuesta fiel a estas palabras, pues quiere tocar, ver, escuchar al Verbo que se hizo carne. No para detenerse en lo visible, sino para dejarse guiar hacia el Misterio que allí se esconde.
La arqueología, al ocuparse de los vestigios materiales de la fe, educa en una teología de los sentidos: una teología que sabe ver, tocar, oler y escuchar. La arqueología cristiana educa en esta sensibilidad. Excavando entre piedras, ruinas y objetos, nos enseña que nada de lo que ha sido tocado por la fe es insignificante. Incluso un fragmento de mosaico, una inscripción olvidada, un grafito en una pared de las catacumbas pueden contar la biografía de la fe. En este sentido, la arqueología es también una escuela de humildad: enseña a no despreciar lo que es pequeño, lo que es aparentemente secundario. Enseña a leer los signos, a interpretar el silencio y el enigma de las cosas, a intuir eso que ya no está escrito. Es una ciencia del umbral, que se encuentra entre la historia y la fe, entre la materia y el Espíritu, entre lo antiguo y lo eterno.
Vivimos en una época en la que el uso y el consumo han prevalecido sobre la conservación y el respeto. La arqueología, en cambio, nos enseña que incluso el más pequeño testimonio merece atención, que cada rastro tiene valor, que nada puede descartarse. En este sentido, es una escuela de sostenibilidad cultural y ecología espiritual. Es una educación para aprender a respetar la materia, la memoria y la historia. El arqueólogo no descarta nada, sino que conserva. No consume, sino que contempla. No destruye, sino que descifra. Su mirada es paciente, precisa, respetuosa. Es la mirada que sabe captar en un trozo de cerámica, en una moneda corroída o en un grabado desgastado, el aliento de una época, el sentido de una fe y el silencio de una oración. Es una mirada que puede enseñar mucho también a la pastoral y a la catequesis de hoy.
Por otra parte, los instrumentos tecnológicos más modernos permiten obtener nueva información de hallazgos que antes se consideraban insignificantes. Esto nos recuerda que nada es realmente inútil o perdido. Incluso lo que parece marginal puede, a la luz de nuevas preguntas y nuevos métodos, devolver significados profundos. La arqueología, en este sentido, es también una escuela de esperanza.
En la Constitución apostólica Veritatis gaudium se afirma que la arqueología, junto con la historia de la Iglesia y la patrística, debe formar parte de las disciplinas fundamentales para la formación teológica. [7] No se trata, pues, de un añadido accesorio, sino de un principio pedagógico profundo: quien estudia teología debe conocer el origen de la Iglesia, cómo ha vivido, qué formas ha adoptado la fe a lo largo de los siglos. La arqueología no sólo nos habla de cosas, sino también de personas: de sus casas, sus tumbas, sus iglesias, sus oraciones. Nos habla de la vida cotidiana de los primeros cristianos, de los lugares de culto, de las formas de evangelización. Nos habla de cómo la fe ha modelado espacios, ciudades, paisajes y mentalidades. Y nos ayuda a comprender cómo la revelación se ha encarnado en la historia, cómo el Evangelio ha encontrado palabras y formas dentro de las culturas. Una teología que ignora la arqueología corre el riesgo de volverse desencarnada, abstracta, ideológica. Por el contrario, una teología que acoge a la arqueología como aliada es una teología que escucha al cuerpo de la Iglesia, que interroga sus heridas, que lee sus signos, que se deja interpelar por su historia.
La profesión arqueológica es, en gran parte, una profesión “táctil”. Los arqueólogos son los primeros en tocar, después de siglos, una materia enterrada que conserva la energía del tiempo. Pero la tarea del arqueólogo cristiano no se limita a la materia, va más allá, hasta lo humano. No sólo estudia los hallazgos, sino también las manos que los forjaron, las mentes que los concibieron, los corazones que los amaron. Detrás de cada objeto hay una persona, un alma, una comunidad. Detrás de cada ruina, un sueño de fe, una liturgia, una relación. La arqueología cristiana, entonces, es también una forma de caridad; es una manera de hacer hablar los silencios de la historia, de devolver la dignidad a los olvidados, de sacar a la luz la santidad anónima de tantos fieles que han formado parte de la Iglesia.
Una memoria para evangelizar
Desde los orígenes del cristianismo, la memoria ha desempeñado un papel fundamental en la evangelización. No se trata de un simple recuerdo, sino de una reactualización viva de la salvación. Las primeras comunidades cristianas conservaban, junto con las palabras de Jesús, también los lugares, los objetos y los signos de su presencia. La tumba vacía, la casa de Pedro en Cafarnaúm, las tumbas de los mártires, las catacumbas romanas: todo contribuía a dar testimonio de que Dios había entrado realmente en la historia y que la fe no era una filosofía, sino un camino concreto en la carne del mundo.
El Papa Francisco escribió que, en los recorridos de las catacumbas, «encontramos los numerosos signos de la peregrinación cristiana de los orígenes: pienso, por ejemplo, en los importantísimos grafitis de los llamados triclia de las catacumbas de San Sebastián, la Memoria Apostolorum, donde se veneraban juntas las reliquias de los apóstoles Pedro y Pablo. A continuación, descubriremos, en estos caminos, los símbolos y representaciones cristianas más antiguas, que dan testimonio de la esperanza cristiana. En las catacumbas, todo habla de esperanza, todo: habla de la vida más allá de la muerte, de la liberación de los peligros y de la propia muerte por obra de Dios, que en Cristo el buen Pastor, nos llama a participar en la bienaventuranza del Paraíso, evocada con figuras de plantas exuberantes, flores, prados verdes, pavos reales y palomas, ovejas apacentando... ¡Todo habla de esperanza y de vida!». [8]
Esta sigue siendo hoy la tarea de la arqueología cristiana: ayudar a la Iglesia a recordar sus orígenes, a custodiar la memoria viva de sus comienzos, a narrar la historia de la salvación no sólo con palabras, sino también con imágenes, formas y espacios. En una época que a menudo pierde sus raíces, la arqueología se convierte así en un instrumento precioso de evangelización que parte de la verdad de la historia para abrirse a la esperanza cristiana y a la novedad del Espíritu.
La arqueología cristiana nos muestra cómo el Evangelio ha sido acogido, interpretado y celebrado en diferentes contextos culturales; nos muestra cómo la fe ha moldeado la vida cotidiana, la ciudad, el arte y el tiempo. Y nos invita a continuar este proceso de inculturación, para que el Evangelio pueda seguir encontrando hoy un hogar en los corazones y en las esculturas del mundo contemporáneo. En este sentido, no sólo mira al pasado, también habla al presente y orienta hacia el futuro. Habla a los creyentes, que redescubren las raíces de su fe; pero también habla a los alejados, a los no creyentes, a cuantos se interrogan sobre el sentido de la vida y encuentran, en el silencio de las tumbas y en la belleza de las basílicas paleocristianas, un eco de eternidad. Se dirige a los jóvenes, que a menudo buscan autenticidad y concreción; se dirige a los estudiosos, que ven en la fe no una abstracción, sino una realidad históricamente documentada; se dirige a los peregrinos, que encuentran en las catacumbas y en los santuarios el sentido del camino y la invitación a la oración por la Iglesia.
En un momento en el que la Iglesia está llamada a abrirse a las periferias —geográficas y existenciales—, la arqueología puede ser un poderoso instrumento de diálogo; puede contribuir a tender puentes entre mundos distantes, entre culturas diferentes, entre generaciones; puede dar testimonio de que la fe cristiana nunca ha sido una realidad cerrada, sino una fuerza dinámica, capaz de penetrar en los tejidos más profundos de la historia humana.
Saber ver más allá: la Iglesia entre el tiempo y la eternidad
La grandeza de la misión arqueológica se mide también en la capacidad de situar a la Iglesia en la tensión entre el tiempo y la eternidad. Cada hallazgo, cada fragmento sacado a la luz nos dice que el cristianismo no es una idea suspendida, sino un cuerpo que ha vivido, ha celebrado y ha habitado el espacio y el tiempo. La fe no está fuera del mundo, sino en el mundo. No está contra la historia, sino dentro de la historia.
Sin embargo, la arqueología no se limita a describir la materialidad de las cosas, sino que nos lleva más allá: nos hace intuir la fuerza de una existencia que trasciende los siglos, que no se agota en la materia, sino que la trasciende. Así, por ejemplo, en la lectura de los entierros cristianos vemos, más allá de la muerte, la espera de la resurrección; en la disposición de los ábsides captamos, más allá de un cálculo arquitectónico, la orientación hacia Cristo; en las huellas del culto reconocemos, más allá de un ritual, el anhelo por el Misterio.
Desde una perspectiva más sistemática, se puede afirmar que la arqueología tiene una relevancia específica también en la teología de la Revelación. Dios ha hablado a lo largo del tiempo, a través de acontecimientos y personas; ha hablado en la historia de Israel, en la historia de Jesús, en el camino de la Iglesia. La Revelación, por tanto, también es histórica. Y si es así, entonces la comprensión de la Revelación no puede prescindir de un conocimiento adecuado de los contextos históricos, culturales y materiales en los que se ha realizado. La arqueología cristiana contribuye a este conocimiento: ilumina los textos con testimonios materiales, interroga las fuentes escritas, las completa, las problematiza. En algunos casos, confirma la autenticidad de las tradiciones; en otros, vuelve a colocarlas en su contexto preciso; y en otros, abre nuevas preguntas. Todo esto es teológicamente relevante. Porque una teología que quiera ser fiel a la Revelación debe permanecer abierta a la complejidad de la historia.
Además, la arqueología muestra cómo el cristianismo se ha articulado progresivamente a lo largo del tiempo, enfrentándose a desafíos, conflictos, crisis, momentos de esplendor y de oscuridad. Esto ayuda a la teología a abandonar visiones idealizadas o lineales del pasado y a entrar en la verdad de lo real: una verdad hecha de grandeza y de límite, de santidad y de fragilidad, de continuidad y de ruptura. Y es precisamente en esta historia real, concreta, a menudo contradictoria, donde Dios ha querido manifestarse.
No es casualidad, por último, que cada profundización en el misterio de la Iglesia vaya acompañada de un retorno a los orígenes. No por un mero deseo de restauración, sino por una búsqueda de autenticidad. La Iglesia despierta y se renueva cuando vuelve a preguntarse sobre lo que la hizo nacer, sobre lo que la define en profundidad. La arqueología cristiana puede ofrecer una gran contribución en este sentido, pues nos ayuda a distinguir lo esencial de lo secundario, el núcleo original de las incrustaciones de la historia.
Pero atención: no se trata de una operación que reduzca la vida eclesial a un culto del pasado. La verdadera arqueología cristiana no es conservación estéril, sino memoria viva. Es la capacidad de hacer que el pasado hable al presente. Es sabiduría para discernir lo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia. Es fidelidad creativa, no imitación mecánica. Por esta razón, la arqueología cristiana puede ofrecer un lenguaje común, una base compartida, una memoria reconciliada. Puede ayudar a reconocer la pluralidad de las experiencias eclesiales, la variedad de formas, la unidad en la diversidad. Y puede convertirse en un lugar de escucha, un espacio de diálogo y un instrumento de discernimiento.
El valor de la comunión académica
Cuando, en 1925, Pío XI quiso fundar el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, lo hizo a pesar de las dificultades económicas y el clima incierto de la posguerra. Lo hizo con valentía, con visión de futuro, con confianza en la ciencia y en la fe. Hoy, cien años después, ese gesto nos interpela. Nos pregunta si también nosotros somos capaces de creer en la fuerza del estudio, de la formación, de la memoria; nos pregunta si estamos dispuestos a invertir en la cultura a pesar de la crisis, a promover el conocimiento a pesar de la indiferencia, a defender la belleza incluso cuando parece marginal. Ser fieles al espíritu de los fundadores significa no conformarse con lo ya hecho, sino relanzarlo. Significa formar personas capaces de pensar, de cuestionar, de discernir, de narrar. Significa no encerrarse en un saber elitista, sino compartir, divulgar, involucrar.
En este centenario, deseo también reiterar la importancia de la comunión entre las diferentes instituciones que se ocupan de la arqueología. La Pontificia Academia Romana de Arqueología, la Pontificia Comisión de Arqueología Sagrada, la Pontificia Academia Cultorum Martyrum, el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana: cada una con su especificidad, todas comparten una misma misión. Es necesario que colaboren, dialoguen y se apoyen entre ellas; que establezcan sinergias, elaboren proyectos comunes y promuevan redes internacionales.
La arqueología cristiana no es un privilegio para unos pocos, sino un recurso para todos, que puede ofrecer una contribución original al conocimiento de la humanidad, al respeto de la diversidad y a la promoción de la cultura.
También la relación con el Oriente cristiano puede encontrar en la arqueología un terreno fértil. Las catacumbas comunes, las iglesias compartidas, las prácticas litúrgicas análogas, los martirologios convergentes: todo ello constituye un patrimonio espiritual y cultural que hay que valorizar juntos.
Educar en la memoria, custodiar la esperanza
Vivimos en un mundo que tiende a olvidar, que corre rápidamente, que consume imágenes y palabras sin sedimentar el sentido. La Iglesia, en cambio, está llamada a educar en la memoria, y la arqueología cristiana es uno de sus instrumentos más nobles para hacerlo. No para refugiarse en el pasado, sino para habitar el presente con conciencia, para construir el futuro con raíces.
Quien conoce su propia historia sabe quién es, sabe adónde ir, sabe de quién es hijo y a qué esperanza está llamado. Los cristianos no son huérfanos: tienen una genealogía de fe, una tradición viva y una comunión de testigos. La arqueología cristiana hace visible esta genealogía, custodia sus signos, los interpreta, los narra y los transmite. En este sentido, es también un ministerio de esperanza. Porque muestra que la fe ya ha atravesado épocas difíciles; ha resistido persecuciones, crisis, cambios; ha sabido renovarse, reinventarse, echar raíces en nuevos pueblos, florecer en nuevas formas. Quien estudia los orígenes cristianos ve que el Evangelio siempre ha tenido una fuerza generativa, que la Iglesia siempre ha renacido, que la esperanza nunca ha fallado.
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Me dirijo a los obispos y a los responsables de la cultura y la educación: animen a los jóvenes, laicos y sacerdotes a estudiar arqueología, que ofrece muchas perspectivas formativas y profesionales dentro de las instituciones eclesiásticas y civiles, en el mundo académico y social, en los campos de la cultura y la conservación.
Por último, mi palabra va dirigida a ustedes, hermanos y hermanas, estudiosos, profesores, estudiantes, investigadores, agentes del patrimonio cultural, responsables eclesiásticos y laicos: su trabajo es valioso. No se dejen desanimar por las dificultades. La arqueología cristiana es un servicio, una vocación, una forma de amor a la Iglesia y a la humanidad. Sigan excavando, estudiando, enseñando, narrado. Sean incansables en la búsqueda, rigurosos en el análisis, apasionados en la divulgación. Y, sobre todo, sean fieles al sentido profundo de su compromiso: hacer visible el Verbo de la vida, dar testimonio de que Dios se ha hecho carne, que la salvación ha dejado huellas, que el Misterio se ha convertido en narración histórica.
Que la bendición del Señor los acompañe a todos. Que la comunión de la Iglesia los sostenga. Que los inspire la luz del Espíritu Santo, que es memoria viva y creatividad inagotable. Y que los proteja la Virgen María, que supo meditar todo en su corazón, uniendo el pasado y el futuro en la mirada de la fe.
Vaticano, 11 de diciembre de 2025.
LEÓN PP. XIV
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[1] Francisco, Carta sobre la renovación del estudio de la Historia de la Iglesia (21 noviembre 2024): AAS 116 (2024), 1590.
[2] Reglamento del Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana (11 diciembre 1925), art. 1: Rivista di Archeologia Cristiana della Pontificia Commissione di archeologia sacra, 3 (1926), 21.
[3] Pío XI, Carta enc. Lux Veritatis (25 diciembre 1931), Proemio: AAS 23 (1931), 493.
[4] Cf. P. Saint-Roch, Discours inaugural: N. Cambi - E. Marin (eds.), Acta XIII Congressus Internationalis Archaeologiae Christianae, I, Ciudad del Vaticano 1998, 66-67.
[5] Francisco, Carta al cardenal Gianfranco Ravasi con motivo de la XXV Sesión pública de las Academias Pontificias (1 febrero 2022): AAS 114 (2022), 211.
[6] Por ejemplo, en el Credo tenemos la referencia a Poncio Pilato, un personaje histórico, que permite datar los acontecimientos recordados.
[7] Congregación para la Educación Católica, Normas aplicativas para la recta ejecución de la Const. ap. Veritatis gaudium (27 diciembre 2017), art. 55, 1º b: AAS 110 (2018), 149.
[8] Francisco, Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia Comisión de Arqueología Sagrada (17 mayo 2024): AAS 116 (2024), 697-698.




