En abril de 1912, la Madre Francisca Cabrini se encontraba en Italia con sus hermanas. Sus planes eran visitar sus fundaciones en Francia, España e Inglaterra antes de embarcarse nuevamente hacia Estados Unidos a mediados de abril, para continuar su labor en la ciudad de Nueva York.

Sus hermanas en Inglaterra esperaban con entusiasmo la visita de su fundadora y superiora, de 62 años. Para hacerle el viaje de regreso a Estados Unidos más cómodo, le compraron un pasaje en un nuevo transatlántico: el RMS Titanic.

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Aunque era una viajera intrépida —llegaría a realizar 24 travesías transatlánticas para fundar escuelas, hospitales y orfanatos—, la Madre Cabrini no era aficionada a los viajes por mar, pues casi se había ahogado cuando era niña.

Mientras las hermanas en Inglaterra la esperaban, la Madre Cabrini recibió noticias de que había problemas en el Hospital Columbus que ella había fundado en Nueva York. El hospital estaba desbordado y había asuntos urgentes que atender relacionados con una nueva ampliación. No podía esperar. Tenía que regresar cuanto antes para recaudar el dinero necesario para continuar con el proyecto. Así que cambió sus planes y zarpó antes de lo previsto, desde Nápoles, decepcionando a las hermanas en Inglaterra que le habían reservado el pasaje en el Titanic.

El prefijo “RMS” en “RMS Titanic” significaba “Royal Mail Ship” (Buque de Correo Real), ya que también transportaba correspondencia bajo contrato con el Servicio Postal Británico. Este detalle es importante para comprender algo que la Madre Cabrini escribió el 5 de mayo de 1912 en una carta dirigida a la hermana Gesuina Dotti:

“Hasta ahora sólo he recibido dos de tus cartas, y si me has enviado cinco, entonces debe decirse que se fueron a las profundidades con el Titanic. Si hubiera ido a Londres, podría haber partido en él, pero la Divina Providencia, que siempre vela, no lo permitió. Bendito sea Dios.”

Otro susto en el mar

No fue la única vez que Francesca Cabrini tuvo un encuentro cercano con un iceberg.

En 1890, durante su segundo viaje a Nueva York, viajaba junto a mil pasajeros en un barco llamado La Normandie. Una noche, el mar estaba tan agitado que la mayoría se saltó la cena y permaneció en sus camarotes, excepto la Madre Cabrini y cinco personas más. Conocía el peligro y, desde su camarote, estaba lista para salvar a sus hermanas y a sí misma si llegaba la orden de abordar los botes salvavidas. Más tarde escribiría que “el buen Dios… nos arrulló a todos en un gran vaivén, meciéndonos de un lado a otro”.

Pero eso fue sólo el comienzo. Mientras la tormenta continuaba al día siguiente, ella se atrevió a salir a cubierta, encontró una silla en un lugar relativamente seguro y siguió escribiendo una carta. En ella anotó:

“¡Deberías ver cuán hermoso está el mar en su gran movimiento, cómo se eleva y espumea! ¡Es realmente una maravilla! … Si todas ustedes estuvieran aquí conmigo, hijas, cruzando este inmenso océano, exclamarían: ‘¡Oh, cuán grande y maravilloso es Dios en sus obras!’”.

Esa es la luz interior de alguien que no disfrutaba en absoluto de navegar. Tal vez porque, dos días antes, como se relata en un artículo sobre ella, “había comparado la tranquilidad del mar con la alegría que experimenta un alma que vive en la paz de la gracia de Dios. Sin importar las circunstancias, era capaz de ver el amor de Jesús resplandeciendo a través de todo”.

Y aún había más en ese viaje.

Alrededor de la medianoche, “sentimos una fuerte sacudida y el barco se detuvo de repente”, escribiría sobre uno de los muchos incidentes ocurridos en esa travesía. Ella y sus hermanas se vistieron y se prepararon para abordar los botes si fuera necesario. El problema resultó ser una falla en el motor. En ese momento, “el mar se volvió tranquilo y hermoso”, y el barco permaneció casi inmóvil hasta que el motor fue reparado por la mañana y pudieron continuar. La avería causó un retraso de 11 horas, un retraso que probablemente salvó la vida de todos a bordo.

Dos días después, la Madre Cabrini relató: “Hacia las 11 nos vimos rodeadas de icebergs por todo el horizonte… eran unas doce veces el tamaño de nuestro barco”. El capitán redujo la velocidad para avanzar lenta y cuidadosamente entre los campos de hielo y evitar chocar con las “inmensas fortalezas dentadas”.

Una historia registrada en su santuario lo resume así: “La Madre Cabrini observó que, aunque se habían quejado cuando se averió el motor, aquella crisis fue una gran gracia. Sin ese retraso, el encuentro del barco con los icebergs habría ocurrido en la oscuridad, casi con certeza con consecuencias fatales”.

“Sostenida por mi Amado”

Hubo también otra ocasión en la que el tren en el que viajaba entre dos orfanatos fue atacado a tiros cerca de Dallas por enemigos del ferrocarril. Ella permaneció imperturbable y luego relató cómo una bala “dirigida a mi cabeza cayó a mi costado, cuando debería haberme atravesado el cráneo”. Cuando los pasajeros se asombraron de su salvación, les dijo: “Fue el Sagrado Corazón, a quien había encomendado el viaje”.

Poco después de este incidente, escribió una carta en la que afirmaba: “¿Acaso no te escribí y te dije que sigo viva milagrosamente?”.

Desde el Titanic hasta La Normandie, y pasando por Dallas, no cabía duda de la presencia de la divina providencia en la vida de la Madre Cabrini. Como ella misma escribió: “Sostenida por mi Amado, ninguna de estas adversidades puede conmoverme. Pero si confío en mí misma, caeré.”

Y también: “Ante cualquier dificultad que encuentre, quiero confiar en la bondad del Sagrado Corazón de Jesús, que jamás me abandonará.”

Traducido y adaptado por ACI Prensa. Publicado originalmente en el National Catholic Register.