Cuando Héctor Camacho escuchó por primera vez que el nuevo Papa era “un tal Robert Prevost”, no lo podía creer. “¡Si ese es mi compadre!”, exclamó emocionado. Cuatro décadas atrás, aquel joven sacerdote agustino de gran sonrisa y acento extranjero había llegado al pueblo de Chulucanas, en el norte del Perú, para iniciar su misión pastoral.

Nadie imaginaba entonces que el “padre Roberto”, como todos lo llamaban y que marcaría a toda una generación de monaguillos y jóvenes de la parroquia en Chulucanas —hoy felizmente casados en su mayoría—, se convertiría un día en el Papa León XIV.

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“El padre Roberto más que un sacerdote era un amigo, un enviado de Dios. Vino muy joven al norte de nuestro país, y nos llamaba la atención cómo una persona tan joven podía estar tan dedicada a Cristo y a la sencillez de la gente”, recuerda Héctor, en una entrevista concedida a ACI Prensa.

Héctor Camacho. Crédito: Diego López Marina - EWTN News
Héctor Camacho. Crédito: Diego López Marina - EWTN News

“Nosotros acá somos gente de pueblo, gente campechana, y eso hacía que lo viéramos como un líder en la Iglesia. Creíamos en él, y seguimos creyendo, más aún ahora que Dios nos ha permitido tenerlo como Papa”, añade.

En aquellos años —entre 1985 y 1986—, el joven sacerdote Robert Prevost ejerció su primera misión pastoral en la parroquia Sagrada Familia de Chulucanas, donde acompañó a los fieles en tiempos difíciles, marcados por las lluvias del fenómeno de El Niño. 

“Los padres agustinos hicieron una labor maravillosa: llegaban a la gente más humilde con ropa, víveres, oración y acompañamiento. Esa era la preocupación del padre Roberto: mantenernos cerca de Dios y de Jesús”, cuenta Camacho.

Un guía y amigo de los jóvenes

Para muchos, el ahora Papa León XIV fue el primer sacerdote que los ayudó a ver la fe como algo vivo y cercano. Rodolfo Yépez Castro, quien también fue monaguillo, recuerda a ACI Prensa que “él era un guía para toda la juventud, para toda la vida. Él es un amigo, y también es el Santo Padre”.

“Siempre estaba pendiente de nosotros: preguntaba dónde estaba cada uno, cómo seguíamos. Hasta nos ayudaba económicamente. A veces pagaba la mensualidad de nuestros estudios o preguntaba por nuestras notas. Tenía esa confianza y esa posibilidad de ayudarnos”, relata.

Rodolfo Yépez Castro. Crédito: Diego López Marina - EWTN News
Rodolfo Yépez Castro. Crédito: Diego López Marina - EWTN News

Pero más allá del apoyo material, Yépez subraya su espíritu de servicio y sencillez: “Si había lluvias y tocaba ayudar con botas, se las ponía y ayudaba. Era una persona sencilla, sin aires de superioridad. Esperaba a que nos sirvieran a todos y se sentaba con nosotros. No era de esos sacerdotes que comen aparte. Siempre estaba con nosotros”.

“El padre Roberto te tocaba el hombro, te daba la mano, bromeaba un poco. Había respeto, pero también amistad”, recuerda.

El sacerdote que cambió vidas

Fernando García y Martín Feijoo también fueron testigos de ese espíritu joven y misionero. “Desde el principio, cuando él —en ese tiempo el hermano Roberto, luego ya sacerdote— llegó, se notaba que era una persona muy carismática. Como era joven, congeniaba mucho con nuestro grupo juvenil cristiano”, dice García a ACI Prensa.

“Nos reunía los sábados por la noche. Nosotros, siendo jóvenes, queríamos salir a la discoteca o divertirnos, pero él organizaba las reuniones justo a esa hora, para que no termináramos en lugares indebidos. Así nos cuidaba”, agrega Feijoo.

Fernando García y Martín Feijoo. Crédito: Diego López Marina - EWTN News
Fernando García y Martín Feijoo. Crédito: Diego López Marina - EWTN News

Ambos recuerdan que el padre Roberto fomentaba actividades sanas, desde reuniones de oración hasta paseos y obras teatrales. “Nos llevaba a la playa en su camioneta 4x4, compartíamos comida, jugábamos, todo sano. En el camino poníamos música con grabadoras y casetes. Era muy divertido”, cuenta García.

“De esa experiencia con el padre Roberto, yo quise ser sacerdote. Muchos de nosotros sentimos ese llamado”, confiesa Feijoo.

Una huella imborrable

Los testimonios coinciden en destacar que el ahora Papa León XIV vivió en Chulucanas con mucha sencillez y alegría. “Cuando llegaban los sábados y domingos, la iglesia se llenaba de gente. Él se mostraba contentísimo, porque veía al pueblo lleno de amor a Cristo y de fe. La fe era una palabra que él siempre manejaba”, recuerda Héctor Camacho.

El Padre Roberto (Papa León) junto a los jóvenes de la pastoral juvenil de Chulucanas. Crédito: Cortesía
El Padre Roberto (Papa León) junto a los jóvenes de la pastoral juvenil de Chulucanas. Crédito: Cortesía

El exmonaguillo también relata la profunda devoción mariana de su compadre: “El padre Roberto siempre fue muy devoto del Rosario y de la Virgen María. Lo vi muchas veces rezando y celebrando el Rosario con gran fervor”.

Años más tarde, cuando el padre Prevost fue nombrado director del Seminario Mayor San Carlos y San Marcelo en la ciudad de Trujillo, Camacho mantuvo una relación cercana con él. 

“Le pedí que fuera padrino de bautizo de mi hija Mildred —nombre que lleva en honor a su madre— y aceptó con mucho cariño. Participó en la celebración y se quedó con nosotros hasta la una de la mañana. Fue un momento muy especial. Tener al padre Roberto —ahora el Papa— como compadre es un regalo enorme”.

El Padre Roberto (Papa León) junto a los jóvenes de la pastoral juvenil de Chulucanas. Crédito: Cortesía
El Padre Roberto (Papa León) junto a los jóvenes de la pastoral juvenil de Chulucanas. Crédito: Cortesía

Hoy, los monaguillos de los años 80 no ocultan su emoción por ver a su amigo, el padre Roberto, convertido en el Papa de la Iglesia universal. “Estoy inmensamente feliz y, a la vez, triste. Feliz porque ahora es Papa, pero con pena porque sentimos que lo perdemos un poquito por su gran misión. Solo pido que Dios lo proteja y lo cuide”, expresa Camacho.

“Si él viniera al Perú, me encantaría poder verlo, aunque sea de lejos. Si decide venir a Chulucanas, sería una gran alegría. Chulucanas es importante porque aquí dio sus primeros pasos como sacerdote. Aquí comenzó a desarrollarse, a ejercitar su vocación”, agrega Rodolfo Yépez.