La palabra cónclave proviene del latín cum clave, literalmente “con llave”, que refleja la imagen de los cardenales electorales encerrados en la Capilla Sixtina hasta elegir al nuevo Papa. 

Un blindaje hermético que comenzó en 1271, cuando el Papa Gregorio X, después de un cónclave que duró casi tres años tras la muerte de Clemente IV —y marcado por las injerencias políticas externas—, aprobó la Constitución Apostólica Ubi Periculum, que impuso un aislamiento total para los cardenales, además de la exigencia de realizar votaciones continuas. 

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El documento legislativo prohibía que los cardenales electores recibieran mensajes, visitas o cualquier forma de comunicación con el exterior. Incluía, además, medidas de presión como que, si después de tres días no habían elegido Papa, se les limitaban los alimentos: primero, se eliminaban los platos más elaborados, luego incluso el vino.

La importancia del secreto se volvió aún más crucial en la era moderna. Durante el cónclave de 1903, el emperador Francisco José de Austria se amparó en el jus exclusivae, el derecho al veto del que gozaban algunas monarquías católicas europeas, como Austria, España y Francia, para invalidar la candidatura del cardenal italiano Mariano Rampolla, a través de un representante en la Capilla Sixtina.

Aunque el veto no evitó que Rampolla se granjeara varios apoyos, con mucha probabilidad influyó en la elección final. 

Nada más sentarse en el trono de Pedro, el recién elegido Papa Pío X abolió inmediatamente ese veto para blindar el cónclave frente a toda injerencia secular. La Ubi Periculum fue modificada y finalmente suspendida, pero su espíritu permanece vigente en documentos posteriores, como en la Constitución Universi Dominici Gregis de San Juan Pablo II (1996), que rige el procedimiento actual de los cónclaves modernos. 

La Carta Magna, que fue enmendada por Benedicto XVI antes de su renuncia al papado en 2013, impone que la violación del secreto del cónclave está penado con la excomunión automática latae sententiae, una de las sanciones más severas que contempla el Derecho Canónico.

El secreto termina rompiéndose

No obstante, la historia reciente de la Iglesia Católica demuestra que esta reserva acaba rompiéndose tarde o temprano. El cónclave de 2013, en el que fue elegido el Papa Francisco, es un claro ejemplo de cómo, pese al estricto secreto, se filtraron detalles sobre las rondas de votación y los candidatos con más apoyo. 

A pesar de la reserva que exige el proceso, el periodista Gerard O’Connell reconstruyó en el libro La elección del Papa Francisco cómo el entonces Cardenal Jorge Mario Bergoglio recibió 45 votos en la segunda ronda de votaciones, cifra que ascendió hasta 85 en la quinta, superando así la mayoría de dos tercios requerida. 

Además desveló, citando fuentes internas, que también sonaron con fuerza en las primeras votaciones las candidaturas del Cardenal italiano Angelo Scola; del que fuera prefecto del Dicasterio para los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, Cardenal Marc Ouellet; o el del presidente de la Pontificia Comisión para la Protección de Menores, Cardenal Sean O’Malley.

Incluso el propio Papa Francisco ha compartido anécdotas del cónclave que lo eligió, como la sugerencia que le hizo el Cardenal brasileño Claudio Hummes de adoptar el nombre de Francisco, en homenaje al santo de Asís. 

En 2024, el periodista Javier Martínez Brocal publicó el libro El Sucesor, en el que el difunto Pontífice, el único con la facultad para revelar información del cónclave sin violar el secreto, sacó a la luz otros detalles, incluso del cónclave del 2005 en el fue elegido Benedicto XVI. 

Intentos de bloquear la elección de Benedicto XVI en 2005

En concreto, el Papa Francisco destapó que en el cónclave del 2005, tras la muerte de San Juan Pablo II, los cardenales electores usaron su nombre para “bloquear la elección de Ratzinger y después negociar un tercer candidato diferente”.

“Sucedió que yo llegué a tener cuarenta de los ciento quince votos en la Capilla Sixtina. Eran suficientes para frenar la candidatura del Cardenal Joseph Ratzinger, porque, si me hubieran seguido votando, él no habría podido alcanzar los dos tercios necesarios para ser elegido Papa”, narró en el libro del periodista español.

El Papa Francisco, el único con licencia para contar lo que se cuece en el cónclave, aseguró sin ambages: “A mí me usaron”.

Tras hacer pública esta maniobra, dejó claro que al votarlo “la idea de quienes estaban detrás de los votos” no era que el entonces Cardenal Jorge Mario Bergoglio saliera elegido. “Fue una maniobra en toda regla. La idea era bloquear la elección del Cardenal Joseph Ratzinger. Me usaban a mí, pero detrás ya estaban pensando en proponer a otro cardenal. Todavía no estaban de acuerdo sobre quién, pero ya estaban a punto de lanzar un nombre”, incidió en el libro.

En todo caso, este fenómeno de airear los detalles del cónclave no es nuevo. En 2005, tras la elección de Benedicto XVI, el periodista Lucio Brunelli publicó en la revista Limes un detallado relato del cónclave basado en las notas que había tomado un cardenal. Aunque se trataban de elementos secundarios, dejaron en evidencia que el muro del silencio, a veces, puede agrietarse.

De acuerdo con la Constitución Universi Dominici Gregis, el secreto sobre las dinámicas del cónclave también se extiende a los cardenales no electores, que esta semana han participado en las congregaciones generales, las reuniones previas al cónclave.

Esta obligación, en latín graviter onerata ipsorum conscientia, es decir, que recae sobre la conciencia de los implicados, subraya la responsabilidad moral profunda de mantener el secreto incluso después de que se haya producido la elección, salvo que el propio Papa otorgue una dispensa especial.

Con todo, el camarlengo, el Cardenal Kevin Farrell, es el encargado de dejar constancia escrita del resultado del escrutinio final, lo que también permite una documentación histórica controlada del proceso.