El Cardenal Dominique Mamberti celebró el 4 de mayo la novena Misa de los Novendiales en sufragio del Papa Francisco. En su homilía destacó la unión que existe entre la oración de adoración y el éxito de la misión evangelizadora que Cristo confía a sus discípulos.
El texto que sigue es una traducción de ACI Prensa del original en italiano publicado por el Vaticano:
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La Liturgia de la Palabra de este último novendial en sufragio del Papa Francisco es la del día, tercer domingo de Pascua, y la página del Evangelio de Juan recién proclamada nos presenta el encuentro de Jesús resucitado con algunos apóstoles y discípulos en el mar de Tiberíades, que concluye con la misión confiada a Pedro por el Señor y el mandato de Jesús, “¡sígueme!”.
El episodio recuerda la primera pesca milagrosa, narrada por Lucas, cuando Jesús llamó a Simón, Santiago y Juan, anunciándole a Simón que se convertiría en pescador de hombres. Desde aquel momento, Pedro le siguió, a veces en la incomprensión e incluso en la traición, pero en el encuentro de hoy, el último antes del regreso de Cristo al Padre, Pedro recibe de Él la tarea de apacentar su rebaño.
El amor es la palabra clave en esta página del Evangelio. El primero en reconocer a Jesús es «el discípulo a quien Jesús amaba», Juan, que exclama: «¡Es el Señor!», y Pedro se lanza inmediatamente al mar para alcanzar al Maestro. Después de haber compartido el alimento, que habrá encendido en el corazón de los apóstoles el recuerdo de la Última Cena, comienza el diálogo entre Jesús y Pedro, la triple pregunta del Señor y la triple respuesta de Pedro.
Las dos primeras veces, Jesús utiliza el verbo amar, una palabra fuerte, mientras Pedro, consciente de la traición, responde con la expresión menos exigente “te quiero”, y la tercera vez Jesús mismo utiliza la expresión “querer”, adaptándose a la debilidad del apóstol. Lo ha subrayado el Papa Benedicto XVI al comentar este diálogo. Simón comprende que su pobre amor le basta a Jesús, el único del que es capaz. (…) Es precisamente esta adaptación divina la que da esperanza al discípulo, que ha conocido el sufrimiento de la infidelidad. (…) Desde aquel día, Pedro «siguió» al Maestro con la clara conciencia de su propia fragilidad; pero esta conciencia no lo desanimó. Sabía, de hecho, que podía contar con la presencia del Resucitado a su lado (…) y así también nos muestra el camino.
En su homilía de la Misa por el 25.º aniversario de su pontificado, San Juan Pablo II confió: «Hoy, queridos hermanos y hermanas, me complace compartir con ustedes una experiencia que ya dura un cuarto de siglo. Cada día, el mismo diálogo entre Jesús y Pedro se desarrolla en mi corazón. En mi espíritu, fijo mi mirada en la mirada benévola de Cristo resucitado. Él, consciente de mi fragilidad humana, me anima a responder con confianza como Pedro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”» (Jn 21,17). Y luego me invita a asumir las responsabilidades que Él mismo me ha confiado”.
Esta misión es el amor mismo, que se hace servicio a la Iglesia y a toda la humanidad. Pedro y los apóstoles lo asumieron de inmediato, con la fuerza del Espíritu que recibieron en Pentecostés, como escuchamos en la primera lectura: «Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo en una cruz. Dios lo exaltó a su diestra como líder y Salvador». Todos hemos admirado cómo el Papa Francisco, animado por el amor del Señor y llevado por su gracia, ha sido fiel a su misión hasta las máximas de sus fuerzas. Advirtió a los poderosos que debían obedecer a Dios antes que a los hombres y proclamó a toda la humanidad la alegría del Evangelio, del Padre Misericordioso, de Cristo Salvador. Lo hizo en su enseñanza, en sus viajes, en sus gestos, en su estilo de vida. Estuve cerca de él el domingo de Pascua, en la logia de las bendiciones de esta basílica, testigo de su sufrimiento, pero sobre todo de su valentía y de su determinación de servir al Pueblo de Dios hasta el final.
En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, hemos escuchado la alabanza que el universo entero dirige a Aquel que está sentado en el trono y al Cordero: «Alabanza, honor, gloria y poder, por los siglos de los siglos». Y los cuatro seres vivientes dijeron: «Amén». “Y los ancianos se postraron y adoraron”.
La adoración es una dimensión esencial de la misión de la Iglesia y de la vida de los fieles. El Papa Francisco lo recordó con frecuencia, como por ejemplo en su homilía para la fiesta de la Epifanía del año pasado: «Los Magos tienen el corazón postrado en adoración. (…) Llegaron a Belén y, al ver al Niño, “se postraron y lo adoraron” (Mt 2,11). (…) Un rey que vino a servirnos, un Dios que se hizo hombre. Ante este misterio, estamos llamados a doblar el corazón y las rodillas para adorar: a adorar al Dios que viene en la pequeñez, que habita la normalidad de nuestros hogares, que muere por amor. (…) Hermanos y hermanas, hemos perdido la costumbre de adorar, hemos perdido esta capacidad que nos da la adoración. Redescubramos el gusto por la oración de adoración. (…) La adoración nos falta hoy».
Esta capacidad que da la adoración no era difícil de reconocer en el Papa Francisco. Su intensa vida pastoral, sus innumerables encuentros, estaban fundados en los largos momentos de oración que la disciplina ignaciana había impreso en él. Muchas veces nos recordó que la contemplación es “un dinamismo de amor” que “nos eleva a Dios no para desprendernos de la tierra, sino para hacernos habitar en ella profundamente”. [4] Y todo lo que hacía, lo hacía bajo la mirada de María. Sus ciento veintiséis paradas ante la Salus Populi Romani quedarán en nuestro recuerdo y en nuestro corazón. Y ahora que descansa junto a la amada imagen, lo confiamos con gratitud y confianza a la intercesión de la Madre del Señor y Madre nuestra.