Los días de la Octava de Pascua son días en los que el Señor se acerca a nosotros de una manera especial: en las circunstancias más cotidianas, sencillas o habituales Él “se aparece” para compartir con nosotros. Así lo hizo con los discípulos de Emaús, así también con los apóstoles en el lago de Tiberíades. Por eso, mantengamos encendida la llama de la alegría porque Cristo resucitado está a nuestro lado, cerca, pase lo que pase, aún si le hemos fallado. Que siga resonando fuerte: ¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!
La Liturgia de la Palabra en estos días continúa presentando los hechos extraordinarios acontecidos tras la resurrección de Cristo. El Señor se muestra sin aspavientos, irradiando caridad, suscitando cercanía y confianza; está fortaleciendo a sus discípulos para la misión más grande y hermosa.
Por su parte, los discípulos habrán de seguir lidiando con sus temores y dudas, pero ya no son los mismos. La Resurrección lo ha transformado todo. Los apóstoles van dejando al ‘hombre viejo’ para dar paso al ‘hombre nuevo’ (Cf. Ef 4, 20-24). Así lo evidencia la secuencia que se sigue esta semana en la Primera Lectura, siempre tomada de los Hechos de los Apóstoles. Juan y Pedro han curado a un paralítico y ahora proclaman la resurrección de los muertos. Cuestionados por los saduceos y los ancianos sobre el origen de su tal autoridad, Pedro contesta con firmeza que ellos actúan “en el nombre de Jesús de Nazaret”. Esto viene del cielo y no por mérito humano (Hch 4, 1-12).