Hermanos, a pesar de nuestra indignidad, de nuestras continuas ingratitudes, respondámosle siempre con generosidad: “Señor, tú sabes que te quiero”. Porque, respondiendo así, replicamos en nuestras vidas la actitud de los israelitas, que permanecían "postrados" delante de las entradas de sus tiendas, cuando la Gloria de Dios descendía sobre ellos (v. 10). En esta actitud de adoración, mostrémonos dóciles a las mociones de su Espíritu, que como la nube de fuego guía nuestro caminar en este desierto (cf. Ex 40,37).
Qué triste sería si cada Viernes Santo nuestros corazones se quedaran simplemente “balconeando” una escena curiosa, sin postrarse ante el paso de Jesús, sin sentir como Pedro su invitación a seguirle (cf. Jn 21,19). Qué pena si no comprendiéramos que es aferrando su Cruz que somos capaces de caminar con Él, y no percibiéramos que es Él quien lleva este yugo para que nosotros podamos encontrar nuestro descanso.
Hermanos, hoy el Señor viene, como cada año, como cada instante, a nuestro encuentro, sigámosle, llevándolo sobre nuestros hombros, consolándolo en la llaga abierta de nuestros hermanos que sufren. Pidamos que nos muestre cómo debemos «glorificar a Dios» con nuestra vida, haciendo de nuestro servicio alabanza, en el trabajo cotidiano, en la familia, en el compromiso por crear una sociedad más fraterna, en definitiva, en el testimonio de bien que todos podemos dar, independientemente de la vocación a la que hayamos sido llamados (cf. Jn 21,19).