Pero hay una segunda tristeza, que es una enfermedad del alma. Surge en el corazón humano cuando se desvanece un deseo o una esperanza. Aquí podemos referirnos al relato de los discípulos de Emaús. Aquellos dos discípulos salen de Jerusalén con el corazón desilusionado, y se confían al forastero, que en cierto momento los acompaña: “Nosotros esperábamos que fuera él – o sea Jesús - quien librara a Israel”. (Lc 24,21). La dinámica de la tristeza está ligada a la experiencia de la pérdida, experiencia de la pérdida.
En el corazón del ser humano nacen esperanzas que a veces se ven defraudadas. Puede tratarse del deseo de poseer algo que no se puede conseguir; pero también de algo importante, como la pérdida de un afecto. Cuando esto sucede, es como si el corazón del ser humano cayera en un precipicio, y los sentimientos que experimenta son desánimo, debilidad de espíritu, depresión, angustia.
Todos pasamos por pruebas que nos generan tristeza, porque la vida nos hace concebir sueños que luego se hacen añicos. En esta situación, algunos, tras un tiempo de agitación, se apoyan en la esperanza; pero otros se revuelcan en la melancolía, dejando que ésta se infeste gangreándose en sus corazones. Se siente placer en esto. Mirad esto, la tristeza es como el placer del no-placer, estar contentos de que algo no haya sucedido. Como timar un caramelo amargo, amargo, amargo, sin azúcar, feo. Y es chupar ese caramelo. La tristeza es un placer del no-placer.