La tercera y última reflexión se refiere a los destinatarios de la invitación del rey, «todos». Como he subrayado, “esto está en el corazón de la misión, ese “todos”, sin excluir a nadie. Todos. Por tanto, toda nuestra misión brota del Corazón de Cristo, para dejar que Él atraiga a todos hacia sí” (Discurso del Santo Padre Francisco a los participantes en la Asamblea general de las Obras Misionales Pontificias, 3 junio 2023).
Aún hoy, en un mundo desgarrado por divisiones y conflictos, el Evangelio de Cristo es la voz dulce y fuerte que llama a los hombres a encontrarse, a reconocerse hermanos y a gozar de la armonía en medio de las diferencias. Dios quiere que «todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4). Por eso, no olvidemos nunca, en nuestras actividades misioneras, que somos enviados a anunciar el Evangelio a todos, y «no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 14).
Los discípulos-misioneros de Cristo llevan siempre en su corazón la preocupación por todas las personas de cualquier condición social o incluso moral. La parábola del banquete nos dice que, siguiendo la recomendación del rey, los siervos reunieron “a todos los que encontraron, malos y buenos” (Mt 22,10). Además, precisamente “los pobres, los lisiados, los ciegos y los paralíticos” (Lc 14,21), es decir, los últimos y los marginados de la sociedad son los invitados especiales del rey. Así, el banquete nupcial que Dios ha preparado para el Hijo, permanece abierto a todos y para siempre, porque su amor por cada uno de nosotros es grande e incondicional. “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16). Quienquiera, todo hombre y toda mujer es destinatario de la invitación de Dios a participar de su gracia que transforma y salva. Sólo hace falta decir “sí” a este don divino y gratuito, revistiéndonos de él como con un “traje de fiesta”, acogiéndolo y permitiéndole que nos transforme (cf. Mt 22,12).
La misión universal requiere el compromiso de todos. Por eso es necesario continuar el camino hacia una Iglesia al servicio del Evangelio completamente sinodal-misionera. La sinodalidad es de por sí misionera y, viceversa, la misión es siempre sinodal. Por tanto, una estrecha cooperación misionera resulta hoy aún más urgente y necesaria en la Iglesia universal, así como en las Iglesias particulares. Siguiendo la línea del Concilio Vaticano II y de mis predecesores, recomiendo a todas las diócesis del mundo el servicio de las Obras Misionales Pontificias, que son los medios primarios para “infundir en los católicos, desde la infancia, el sentido verdaderamente universal y misionero, y de recoger eficazmente los subsidios para bien de todas las misiones, según las necesidades de cada una” (Decr. Ad gentes, 38).