En este sentido, el puerto de Marsella es también una “puerta de la fe”. Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola suya muy actual, que nos abre los ojos ante desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres. Pues bien, nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre único e inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), ¡no podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro, que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad humana, que la vida se convierta en muerte! La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la importancia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!
Este es el testimonio cristiano que muchas veces es incluso heroico; pienso, por ejemplo, en san Charles de Foucauld, el “hermano universal”, en los mártires de Argelia, pero también en tantos operadores de caridad de hoy. En esta forma de vida escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el cual atracar y del cual partir para forjar vínculos con la gente de todos los pueblos, buscando en todas partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha recibido por gracia. He aquí la realidad más pura de la Iglesia, he aquí ―escribió Bernanos― «la Iglesia de los santos», añadiendo que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la caridad no lo anima» (Juana, relapsa y santa, Granada, 2019). Me gusta ensalzar esta perspicacia francesa, genio creyente y creador, que ha afirmado estas verdades a través de multitud de gestos y escritos. San Cesáreo de Arlés decía: «Si tienes caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (cf. Sermo 22,2). Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n. 583) y que «la verdad sin la caridad no es Dios, y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar» (Pensamientos, n. 597). Y san Juan Casiano, que murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario, vale menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (cf. Conferenze spirituali XVI, 6).
Por eso es bueno que los cristianos no seamos los segundos para ninguno en cuanto a la caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la pastoral. No estamos llamados a añorar los tiempos pasados ni a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). San Pablo, el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2). Queridos hermanos obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el consuelo de Jesús a una humanidad cansada y herida. Que la Iglesia sea un puerto de esperanza para los desalentados. Que sea un puerto de consuelo, donde la gente se sienta animada a navegar por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo.
3. Esto me lleva a la última imagen, la del faro. Éste ilumina el mar y permite ver el puerto. ¿Cuáles estelas de luz pueden orientar el rumbo de las Iglesias mediterráneas? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre rutas más sinérgicas, quizás incluso considerando la oportunidad de una Conferencia de Obispos Mediterráneos, que permita más posibilidades de intercambio y que dé mayor representatividad eclesial a la región. Pensando también en la cuestión portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar por una pastoral específica aún más coordinada, de manera que las diócesis más expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las hermanas y hermanos que llegan necesitados.