No podemos resignarnos a ver seres humanos tratados como mercancía de cambio, aprisionados y torturados de manera atroz, lo sabemos. Y tantas veces cuando los devolvemos, es para ser torturados y encarcelados. No podemos seguir presenciando los dramas de los naufragios, provocados por contrabandos repugnantes y por el fanatismo de la indiferencia. La indiferencia se convierte en fanática. Deben ser socorridas las personas que, al ser abandonadas sobre las olas, corren el riesgo de ahogarse. Es un deber de humanidad, es un deber de civilización.
El cielo nos bendecirá si en la tierra y en el mar sabremos cuidar de los más débiles, si sabremos superar la parálisis del miedo y el desinterés que condena a muerte con guantes de seda. En esto, nosotros, los representantes de las distintas religiones, estamos llamados a dar ejemplo. Dios, en efecto, bendijo al padre Abrahán. Él fue llamado a dejar su tierra de origen: “partió […] sin saber a dónde iba” (Hb 11,8). Huésped y peregrino en tierra extranjera, recibió a los viajeros que pasaron cerca de su tienda (cf. Gn 18); “exiliado de su patria, carente de morada, él mismo era anfitrión y patria de todos” (cf. S. Pedro CRISÓLOGO, Discursos, 121). Y “como recompensa de su hospitalidad recibió el don de una posteridad” (cf. S. Ambrosio DE MILÁN, De officiis, II, 21).
En las raíces de los tres monoteísmos mediterráneos está por tanto la hospitalidad, el amor por el extranjero en nombre de Dios. Y esto es vital si, como nuestro padre Abraham, soñamos un futuro próspero. No olvidemos el recordatorio de la Biblia: el huérfano, la viuda y el migrante. Lo extranjero. El huérfano, la viuda y el extranjero. Esto es lo que Dios nos pide cuidar.