Pero, preguntémonos: ¿de dónde le venía a José Gregorio todo este entusiasmo, todo este celo? Venía de una certeza y de una fuerza. La certeza era la gracia de Dios. Él escribió que “si en el mundo hay buenos y malos, los malos lo son porque ellos mismos se han hecho malos: pero los buenos no lo son sino con la ayuda de Dios” (27 de mayo 1914). Él era el primero en sentir la necesidad de gracia, que mendigaba por las calles y tenía necesidad del amor. Y esta es la fuerza a la que recurría: la intimidad con Dios. Era un hombre de oración -la gracia de Dios es la intimidad con el Señor-, era un hombre de oración, que participaba en la Misa.
Y en contacto con Jesús, que se ofrece en el altar por todos, José Gregorio se sentía llamado a ofrecer su vida por la paz. El primer conflicto mundial tenía lugar. Llegamos así al 29 de junio de 1919: un amigo le visita y le encuentra muy feliz. José Gregorio se había enterado de que se había firmado el tratado que pone fin a la guerra. Su ofrenda de paz ha sido acogida, y es como si él presagia que su tarea en la tierra se ha terminado. Esa mañana, como era habitual, había ido a Misa y entonces baja por la calle para llevar una medicina a un enfermo. Pero mientras atraviesa la calle, es atropellado por un vehículo; llevado al hospital, muere pronunciado el nombre de la Virgen. Su camino terreno concluye así, en una calle mientras realiza una obra de misericordia, y en un hospital, donde había hecho de su trabajo como médico.
Hermanos, hermanas, ante este testigo preguntémonos: yo, delante de Jesús presente en los pobres cerca de mí, frente a quien en el mundo sufre, ¿qué hago? ¿El ejemplo de José Gregorio cómo me afecta a mí? Él nos estimula también en el compromiso delante de las grandes cuestiones sociales, económicas y políticas de hoy. Muchos hablan, muchos hablan mal, muchos critican y dicen que todo va mal. Pero el cristiano no está llamado a esto, sino a ocuparse, a ensuciarse las manos, sobre todo, como nos ha dicho San Pablo, a rezar (cfr. 1 Tm 2,1-4), y después a comprometerse no en chismorreos -los chismes son una peste-, sino a promover el bien, a construir la paz y la justicia en la verdad. También esto es celo apostólico, es anuncio del Evangelio, es bienaventuranza cristiana: “bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mt 5,9).
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