Queridos misioneros y misioneras, gusten y vean el don que son ustedes, la belleza de darse totalmente a Cristo que los ha llamado a testimoniar su amor precisamente aquí en Mongolia. Sigan haciéndolo cultivando la comunión. Llévenlo a cabo en la sencillez de una vida sobria, a imitación del Señor, que entró en Jerusalén sobre un mulo y que se despojó incluso de sus vestiduras en la cruz. Estén siempre cerca de la gente, atendiéndolos personalmente, aprendiendo la lengua, respetando y amando su cultura, no dejándose tentar por las seguridades mundanas, sino permaneciendo firmes en el Evangelio a través de una ejemplar rectitud de vida espiritual y moral. Sencillez y cercanía, sin cansarse de llevar a Jesús los rostros y las historias que encuentran, los problemas y las preocupaciones, gastando tiempo en la oración cotidiana, que les permitirá mantenerse en pie ante el cansancio del servicio y alcanzar del «Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3) la esperanza que hemos de llevar a los corazones de cuantos sufren.
Cerca del Señor se refuerza en nosotros una certeza, como nos revela nuevamente el Salmo 34: «Nada faltará a los que lo temen [...]. Los que buscan al Señor no carecen de nada» (vv. 10-11). Es cierto que los desequilibrios y las contradicciones de la vida afectan también a los creyentes, y que los evangelizadores no están dispensados de esa carga de inquietud que pertenece a la condición humana. El salmista no teme hablar de la malicia y de los malhechores, pero recuerda que el Señor, ante el grito de los humildes, «los libra de todas sus angustias», porque «está cerca del que sufre y salva a los que están abatidos» (vv. 18-19). Por esto, la Iglesia se presenta ante el mundo como una voz solidaria con todos los pobres y los necesitados, no calla ante las injusticias y con mansedumbre se compromete a promover la dignidad de cada ser humano.
Queridos amigos, en este camino de discípulos misioneros, me ha gustado mucho descubrirlos, ustedes tienen un pilar seguro, nuestra Madre celestial, que —me ha gustado mucho descubrirlo— ha querido darles un signo tangible de su presencia discreta y premurosa dejando que se encontrase una imagen suya en un vertedero. En un lugar de desechos ha aparecido esta hermosa estatua de la Inmaculada. Ella, sin mancha, inmune al pecado, ha querido hacerse cercana hasta el punto de ser confundida con los deshechos de la sociedad, de forma que de la suciedad de la basura ha surgido la pureza de la Santa Madre de Dios. He conocido una interesante tradición mongola de la suun dalai ijii, la mamá del corazón grande como un océano de leche. Si en la narración de la Historia secreta de los mongoles, una luz que desciende a través de la abertura superior de la ger fecunda la mítica reina Alan Qo’a, así también ustedes pueden contemplar en la maternidad de la Virgen María la acción de la luz divina, que desde lo alto acompaña cada día los pasos de vuestra Iglesia.
Alzando la mirada a María, serán fortalecidos, viendo que la pequeñez no es un problema, sino una respuesta. Sí, Dios ama la pequeñez y le gusta hacer obras grandes a través de la pequeñez, como atestigua María (cf. Lc 1,48-49). Hermanos, hermanas, no tengan miedo de los números reducidos, de los éxitos que no llegan, de la relevancia que no aparece. No es este el camino de Dios. Miremos a María, que en su pequeñez es más grande que el cielo, porque ha acogido a Aquel que ni el cielo ni lo más alto del cielo puede contener (cf. 1 Re 8,27). Encomendémonos a ella, pidiendo un celo renovado, un amor ardiente que no se cansa de testimoniar el Evangelio con alegría. Sigan adelante, Dios los ama, Él los ha elegido y cree en ustedes. Yo estoy con ustedes y de todo corazón les digo: gracias, gracias por vuestro testimonio, gracias por vuestra vida gastada por el Evangelio. Continúen así, constantes en la oración y creativos en la caridad, firmes en la comunión, alegres y mansos en todo y con todos. Los bendigo y los recuerdo. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.