¡Y obrigado a todos ustedes, queridos jóvenes! Dios ve todo lo bueno que ustedes son, y sólo Él conoce lo que ha sembrado en sus corazones. Ustedes se van de aquí con lo que Dios sembró en el corazón. Háganlo crecer, cuídenlo con esmero. Quisiera hacerles una recomendación: mantengan presentes en su mente y en su corazón los momentos más hermosos. Para que así, cuando lleguen los momentos de cansancio, de desánimo que son inevitables, y tal vez la tentación de dejar de caminar o de encerrarse en ustedes mismos, con el recuerdo reaviven las experiencias y la gracia de estos días, porque ―no lo olviden nunca― esta es la realidad, esto son ustedes: ¡el santo Pueblo fiel de Dios que camina con la alegría del Evangelio! Me gustaría también enviar un saludo a los jóvenes que no han podido estar aquí presentes, pero que han participado en las iniciativas organizadas por sus países, por las Conferencias episcopales, por las Diócesis; y pienso, por ejemplo, en los hermanos y hermanas subsaharianos reunidos en Tánger.
A todos gracias, muchas gracias. Y de manera particular, acompañamos con el afecto y la oración a quienes no han podido venir a causa de conflictos y de guerras. En el mundo son muchas las guerras, son muchos los conflictos. Pensando en este continente, siento un gran dolor por la querida Ucrania, que sigue sufriendo tanto. Amigos, permítanme que también yo, ya viejo, comparta con ustedes, jóvenes, un sueño que llevo en el corazón: el sueño de la paz, el sueño de los jóvenes que rezan por la paz, viven en paz y construyen un futuro de paz. Por medio del Ángelus pongamos el futuro de la humanidad en manos de María, Reina de la Paz.
Y hay un último obrigado que quisiera subrayar al final. Obrigado a nuestras raíces, a nuestros abuelos, que nos transmitieron la fe, que nos transmitieron el horizonte de una vida. Son nuestras raíces.