Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María Nos encontramos en el tiempo litúrgico de Navidad. Deseo, por lo tanto, que las palabras que os dirija hoy respondan al gozo de esta fiesta y de esta octava. Deseo también que respondan a la sencillez y profundidad que la Navidad irradia en todos. Me aflora a la memoria espontáneamente el recuerdo de mis sentimientos y vivencias, comenzando desde los años de mi infancia en la casa paterna, y siguiendo por los años difíciles de la juventud, durante el período de la segunda guerra, la guerra mundial. ¡Que no se repita jamás en la historia de Europa y del mundo! Y, sin embargo, hasta en los peores años la Navidad ha traído consigo siempre algún rayo de luz. Y este rayo penetraba incluso en las experiencias más duras de desprecio del hombre, de aplastamiento de su dignidad, y de crueldad. Para darse cuenta de ello basta tomar en las manos las memorias de los hombres que han pasado por cárceles o campos de concentración, por frentes de guerra o interrogatorios y procesos.

Este rayo de la noche de Navidad, rayo del nacimiento de Dios, no es sólo el recuerdo de las luces del árbol junto al pesebre en casa, en la familia o en la iglesia parroquial, sino algo más. Es la chispa de luz más profunda de la humanidad a la que Dios ha visitado, esta humanidad acogida de nuevo y asumida por Dios mismo; asumida en el Hijo de María en la unidad de la persona divina: el Hijo-Verbo. La naturaleza humana asumida místicamente por el Hijo de Dios en cada uno de nosotros, que hemos sido adoptados en la nueva unión con el Padre. La irradiación de este misterio se expande lejos, muy lejos; alcanza también aquellas partes y esferas de la existencia de los hombres en las que todo pensamiento acerca de Dios ha sido como ofuscado y parece estar ausente como si se hubiera quemado y apagado del todo. Y he aquí que con la noche la Navidad apunta un resplandor: ¿Acaso... a pesar de todo? Bienaventurado este «acaso... a pesar de todo»; es ya un indicio de fe y esperanza.


Encuentro con Cristo

2. En la fiesta de Navidad leemos que los pastores de Belén fueron convocados los primeros al pesebre a ver al recién nacido: «Fueron con presteza y encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre» (Lc 2, 16).

Detengámonos en ese encontraron. Esta palabra indica la búsqueda. En efecto, los pastores de Belén, cuando se pusieron a descansar con su rebaño, no sabían que había llegado el tiempo en que iba a acontecer lo que habían anunciado desde hacía siglos los profetas del pueblo al que ellos mismos pertenecían; y que iba a tener cumplimiento precisamente aquella noche; y que se realizaría en las proximidades del lugar donde se hallaban. Incluso después de despertarse del sueño en que estaban sumidos, no sabían ni qué había ocurrido ni dónde había ocurrido. Su llegada a la gruta de la Natividad era el resultado de una búsqueda. Pero al mismo tiempo habían sido llevados y conducidos -según leemos- por la voz y la luz. Y si nos remontamos más en el pasado, los vemos guiados por la tradición de su pueblo, por su espera. Sabemos que Israel había recibido la promesa del Mesías.

Y he aquí que el evangelista habla de los sencillos, los modestos, los pobres de Israel: de los pastores que fueron los primeros en encontrarle. Además, habla con toda sencillez, como si se tratara de un acontecimiento «exterior»: han buscado dónde podría estar y, finalmente, lo han encontrado. A la vez, este «encontraron» de Lucas, indica una dimensión interior: lo que se verificó en los hombres la noche de Navidad, en aquellos sencillos pastores de Belén: «Encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre», y después «...se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según se les había dicho» (Lc 2, 16.20).


Buscar siempre a Dios para encontrarlo

3. «Encontraron» indica «la búsqueda».

El hombre es un ser que busca. Toda su historia lo confirma. También la vida de cada uno de nosotros lo atestigua. Muchos son los campos en que el hombre busca e investiga y luego encuentra, y a veces, después de haber encontrado, comienza de nuevo a buscar. Entre todos estos campos en que el hombre se revela como un ser que busca, hay uno, el más profundo. Es el que entra más íntimamente en la humanidad misma del ser humano. Y es el más vinculado al sentido de toda la vida humana.


El hombre es el ser que busca a Dios.

Varios son los senderos de esta búsqueda. Múltiples son las historias del alma humana precisamente en esos caminos. A veces las vías parecen muy sencillas y próximas. Otras veces son difíciles, complicadas, alejadas. Unas veces el hombre llega fácilmente a su ¡eureka!: «¡he encontrado!» Otras veces lucha con dificultades, como si no pudiera penetrar en sí mismo ni en el mundo, y, sobre todo, como si no pudiese comprender el mal que hay en el mundo. Es sabido que incluso en el contexto de la Navidad este mal ha hecho ver su rostro amenazador.

No son pocos los hombres que han descrito su búsqueda de Dios por los caminos de la propia vida Son aún más numerosos los que callan considerando como su misterio más profundo y más íntimo todo lo que han vivido en esos caminos: lo que han experimentado, cómo han buscado, cómo han perdido la orientación y cómo la han encontrado de nuevo.


El hombre es el ser que busca a Dios.

Y hasta después de haberlo encontrado, sigue buscándolo. Y si lo busca sinceramente, lo ha encontrado ya; como dice Jesús al hombre en un célebre paso de Pascal: «Consuélate, no me buscarías si no me hubieras encontrado» (B. PASCAL, Pensées 553: Le mystère de Jesús).


Esta es la verdad sobre el hombre.

No se la puede falsificar. Tampoco se la puede destruir Se la debe dejar al hombre, porque lo define.

¿Qué decir del ateísmo frente a esta verdad? Es necesario decir muchas cosas, más de las que se pueden encerrar en el marco de este breve discurso mío. Pero es preciso decir al menos una cosa: es indispensable aplicar un criterio, el criterio de la libertad del espíritu humano. No va de acuerdo con este criterio -criterio fundamental- el ateísmo, ya sea cuando niega a priori que el hombre es el ser que busca a Dios, o también cuando mutila de diversas maneras esa búsqueda en la vida social, pública y cultural. Tal comportamiento es contrario a los derechos fundamentales del hombre.


La necesidad más profunda del alma humana: buscar a Dios

4. Pero no quiero detenerme en esto. Si hago alusión a ello es para mostrar toda la belleza y la dignidad de la búsqueda de Dios.

Este pensamiento me lo ha sugerido la fiesta de Navidad.

¿Cómo ha nacido Cristo? ¿Cómo ha venido al mundo? ¿Por qué ha venido al mundo?

Ha venido al mundo para que lo puedan encontrar los hombres; los que lo buscan. Al igual que lo encontraron los pastores en la gruta de Belén.

Diré más todavía. Jesús ha venido al mundo para revelar toda la dignidad y nobleza de la búsqueda de Dios, que es la necesidad más profunda del alma humana, y para salir al encuentro de esta búsqueda.


Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general

Miércoles 27 de diciembre de 1978