Miércoles 3 de julio


Evangelio según Juan, capítulo 20, versículos del 24 al 29

Incredulidad de Tomas.

24 Ahora bien Tomás, llamado Dídimo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25 Por tanto le dijeron los otros: "Hemos visto al Señor". Él les dijo: "Si yo no veo en sus manos las marcas de los clavos, y no meto mi dedo en el lugar de los clavos, y no pongo mi mano en su costado, de ninguna manera creeré". 26 Ocho días después, estaban nuevamente adentro sus discípulos, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, y, de pie en medio de ellos, dijo: "¡Paz a vosotros!" 27 Luego dijo a Tomás: "Trae acá tu dedo, mira mis manos, alarga tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente". 28 Tomás respondió y le dijo: "¡Señor mío y Dios mío!" 29 Jesús le dijo: "Porque me has visto, has creído; dichosos los que han creído sin haber visto".

Comentario

25. La defección de Tomás recuerda las negaciones de Pedro después de sus presuntuosas promesas. Véase 11, 16, donde Dídimo (Tomás) hace alarde de invitar a sus compañeros a morir por ese Maestro a quien ahora niega el único homenaje que El le pedía, el de la fe en su resurrección, tan claramente preanunciada por el mismo Señor y atestiguada ahora por los apóstoles.

29. El único reproche que Jesús dirige a los suyos, no obstante la ingratitud con que lo habían abandonado todos en su Pasión. Veáse Mat. 26, 56 y nota: "Pero todo esto ha sucedido para que se cumpla lo que escribieron los profetas". Entonces los discípulos todos, abandonándole a El, huyeron.
¡Todos!. Es muy digno de observar el contraste entre esta fuga y la escena precedente (v. 51 - 54). Allí vemos que se intenta una defensa armada de Jesús, es decir, que si El la hubiese aceptado, obrando como los que buscan su propia gloria (Juan 5, 43), los discípulos se habrían sin duda jugado la vida por su caudillo (Juan 11, 16; 13, 37). Pero cuando Jesús se muestra tal cual es, como divina Víctima de la salvación, en nuestro propio favor, entonces todos se escandalizan de El, como El se lo tenía anunciado (v. 31 ss.), y como solemos hacer muchos cuando se trata de compartir las humillaciones de Cristo y la persecución por su Palabra (13, 21). Algo análogo había de suceder a Pablo y Bernabé en Listra, donde aquél fue lapidado después de rechazar la adoración que se les ofrecía creyéndolos Júpiter y Mercurio (Hech. 14, 10 - 18).), es el de esa incredulidad altamente dolorosa para quien tantas pruebas les tenía dadas de su fidelidad y de su santidad divina, incapaz de todo engaño. Aspiremos a la bienaventuranza que aquí proclama Él en favor de los pocos que se hacen como niños, crédulos a las palabras de Dios más que a las de los hombres. Esta bienaventuranza del que cree a Dios sin exigirle pruebas, es sin duda la mayor de todas, porque es la de María Inmaculada: "Bienaventurada la que creyó". (Luc. 1, 45). Y bien se explica que sea la mayor de las bienaventuranzas, porque no hay mayor prueba de estimación hacia una persona, que el darle crédito por su sola palabra. Y tratándose de Dios, es éste el mayor honor que en nuestra impotencia podemos tributarle. Todas las bendiciones prometidas a Abrahán le vinieron de haber creído (Rom. 4, 18), y el "pecado" por antonomasia que el Espíritu Santo imputa al mundo, es el de no haberle creído a Jesús (Juan 16, 9). Esto nos explica también por qué la Virgen María vivía de fe, mediante las Palabras de Dios que continuamente meditaba en su corazón (Luc. 2, 19 y 51; 11, 28). Véase la culminación de su fe al pie de la Cruz (19, 25 ss. y notas). Es muy de notar que Jesús no se fiaba de los que creían solamente a los milagros (véase 2, 23 s.), porque la fe verdadera es, como dijimos, la que da crédito a Su palabra. A veces ansiamos quizá ver milagros, y los consideramos como un privilegio de santidad. Jesús nos muestra aquí que es mucho más dichoso y grande el creer sin haber visto.


Estos comentarios corresponden a la versión electrónica de la Biblia y Comentario de Mons. Juan Straubinger, cortesía de VE Multimedios