Pacem Dei Munus

Sobre la Reconciliación cristiana por la Paz

La paz, don grande de Dios, lo más grato, lo más deseable y lo mejor, entre todas las cosas mortales -según San Agustín; la paz por la que, más de cuatro años, han suspirados los votos de los buenos, las oraciones de los fieles y las lágrimas de las madres, ha comenzado por fin a brillar sobre los pueblos, y somos Nos los primeros en alegrarnos de ello. Pero muchas y muy amargas preocupaciones perturban esta alegría paternal, porque, si bien casi en todas partes la guerra ya tuvo fin de algún modo y se han firmado ciertos tratados de paz, quedan, sin embargo, los gérmenes de los antiguos rencores, y bien comprendéis, Venerables Hermanos, que ninguna paz puede tener consistencia ni tener vigor alianza alguna por muy discutida que haya sido su preparación en prolongadas y laboriosas conferencias y por muy solemnemente que haya sido sancionada, si al mismo tiempo no se adormecen los odios y las enemistades mediante una reconciliación fundada en la mutua caridad. Sobre este asunto de la más alta importancia para el bien común, Nos place hablaros, Venerables Hermanos, y al mismo tiempo poner muy sobre aviso a los pueblos confiados a vuestra pastoral solicitud.

2. Jamás, desde que por arcano designio de Dios fuimos elevados a la dignidad de esta cátedra, mientras ardió la guerra, jamás cesamos de trabajar por cuantos medios podíamos, para que cuanto antes los pueblos todos del orbe volvieran a fraternal reciprocidad de sus cordiales relaciones. Y así, con súplicas instábamos, reiterábamos exhortaciones, proponíamos vías de reconciliación e intentábamos, finalmente, cuanto con el favor de Dios pudiera facilitar a los hombres el acceso a una paz justa, honesta y duradera; y, mientras tanto, con paternal amor, Nos afanábamos por suavizar doquier aquel inmenso cúmulo de dolores y desgracias de toda clase, compañía inseparable de tan tremenda tragedia. Pues bien; aquella misma caridad de Jesucristo, que desde el comienzo de Nuestro laborioso pontificado Nos impulsó a trabajar por el retorno de la paz o por mitigar los horrores de la guerra, hoy, en que al cabo se ha alcanzado alguna paz, Nos mueve a exhortar a todos los hijos de la Iglesia y aun a los hombres todos del mundo, para que, depuestos los rencores inveterados, den lugar al recíproco amor y a la concordia.

EVANGELIO DE PAZ - CARIDAD 3. No hacen falta largos discursos para señalar los daños gravísimos que a la humanidad vendrían si, aun concertada la paz, perseveraran latentes las enemistades y los odios entre los pueblos. No hablemos de los daños en todo lo que es fruto del progreso y de la civilización, como el comercio y las industrias, las artes y las letras, que sólo pueden florecer en la libre y tranquila convivencia de todas las naciones. Lo peor de todo sería la gravísima herida que recibiría la vida misma del cristianismo en sí y en sus manifestaciones, pues se funda esencialmente en la caridad, de tal suerte que la misma predicación de la ley cristiana es llamada Evangelio de paz.

NUEVO PRECEPTO 4. Pues, como sabéis, y muchas veces os hemos recordado, nada inculcó con tal frecuencia ni con tanta insistencia Nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos como el precepto de la caridad fraternal, porque es el compendio de todos los demás, y el mismo Jesucristo lo llamaba nuevo y suyo, y quiso que fuese como el carácter distintivo de los cristianos, por donde fácilmente se distinguiesen frente a todos los demás.

Y no fue otro el testamento que, al morir, dejó a sus discípulos, cuando les rogó que se amaran mutuamente, y que amándose procuraran imitar aquella unidad inefable que se encuentra entre las divinas personas en la Trinidad: Que todos sean uno... como nosotros somos uno... para que también ellos sean consumados en la unidad[3].

5. Por ello, siguiendo las huellas del divino Maestro y amaestrados por su viva voz, se distinguieron los Apóstoles por la admirable constancia en exhortar siempre así a los fieles: Ante todo, guardad siempre entre vosotros mismos caridad mutua[4]. Sobre todas estas cosas tened caridad, que es el vínculo de la perfección[5]. Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque la caridad procede de Dios[6]. Y aquellos nuestros hermanos de los primeros tiempos bien seguían los mandatos de Cristo y de los Apóstoles; pues, aunque fuesen de naciones diversas y aun contrarias entre sí, borrando el recuerdo de las discordias con un olvido voluntario, vivían en perfecta concordia. Por ello, tal unanimidad de mentes y de corazones chocaba de manera admirable con los odios mortales que ardían en toda la sociedad humana de aquel entonces.

6. Pero tales argumentos, aducidos para estimular la práctica del precepto del amor mutuo, tienen también todo su valor para el perdón de las injurias, mandado no menos expresamente por el Señor:

Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odian, y rogad por los que os persiguen y os calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, y hace salir su sol sobre los buenos y los malos[7]. De ahí aquel aviso tan grave del apóstol San Juan: Todo el que odia a su hermano es homicida. Y vosotros sabéis que ningún homicida tiene vida eterna en sí mismo[8]. Finalmente, Jesucristo Nuestro Señor nos enseñó a orar de suerte que confesemos nuestro deseo de ser perdonados a condición de que nosotros perdonemos a los demás: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores[9]. Y cuando es demasiado arduo y difícil someterse a esta ley, nos asiste -para que podamos vencer toda dificultad- el divino Redentor del humano linaje, no sólo con el auxilio oportuno de su gracia, sino también con su propio ejemplo, pues, cuando pendía en la cruz, como excusando a los mismos que tan injusta e indignamente le atormentaban, decía así a su Padre: Padre, perdónalos: porque no saben lo que hacen[10]. Y Nos, que debemos ser los primeros en imitar la misericordia y la benignidad de Jesucristo, cuyas veces hacemos sin mérito alguno, a ejemplo suyo, perdonamos de todo corazón a todos y a cada uno de Nuestros enemigos que, consciente o inconscientemente, ofendieron u ofenden a Nuestra persona con toda clase de vituperios, y a todos ellos los abrazamos con suma benevolencia y amor, y sin dejar ocasión alguna de hacerles bien tanto cuanto Nos sea posible. Todos los cristianos dignos de este nombre deberán hacer lo mismo con aquellos que durante la guerra les ofendieron.

7. La caridad cristiana no se da por contenta, de hecho, con que no odiemos a nuestros enemigos y los amemos como hermanos: quiere, además, que les hagamos bien, siguiendo las huellas de nuestro Redentor, el cual pasó haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el demonio[11], y consumó el curso de su vida mortal, gastada toda en hacer los mayores beneficios a los hombres, derramando por ellos su sangre.

Por lo cual dice San Juan: En esto conocimos la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros, y nosotros debemos darla por nuestros hermanos. Quien tuviera bienes de este mundo y viese a su hermano tener necesidad y le cerrase sus entrañas, ¿cómo permanecerá en él la caridad de Dios? Hijitos míos, no amemos de palabra o lengua, sino con obras y verdad[12]. Ni hubo tiempo alguno en que más debieran dilatarse los espacios de la caridad como en estos días de universal angustia y dolor; ni acaso nunca, como ahora, fue tan necesaria al género humano la común beneficencia, que florece del amor sincero a los demás y que está llena de sacrificio y de fervor. Porque, si contemplamos los lugares por donde pasó furibunda guerra, se Nos ofrecen inmensos territorios desolados y devastados, y en ellos todo abandonado e inculto; en tal miseria los pueblos, que carecen de comida, de vestido y de lecho; viudas y huérfanos innumerables, necesitados de todo auxilio; una increíble muchedumbre de débiles, especialmente niños pequeñuelos, que en sus maltrechos cuerpecitos atestiguan la atrocidad de esta guerra.

8. Al que contempla miserias tan grandes que oprimen al género humano, espontáneamente le viene a la mente el recuerdo de aquel viandante evangélico[13] que, yendo de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de ladrones; los cuales, después de despojarlo y herirlo, le dejaron medio muerto sobre el camino. Grande es la semejanza entre ambos cuadros; y así como a aquél se acercó, movido a compasión, el Samaritano, que, después de derramar en las heridas aceite y vino, lo vendó, lo llevó a la posada y le tomó a su cargo en la curación; también ahora es necesario que las heridas de la sociedad humana sean sanadas por mano de Jesucristo, de quien era figura e imagen el piadoso Samaritano.

CARIDAD DE LA IGLESIA

9. Obra ésta y misterio que reclama como propios la Iglesia, porque guarda en herencia el espíritu de Jesucristo; la Iglesia, decimos, cuya vida está entretejida por una variedad admirable de beneficios, pues ella, cual verdadera madre de los cristianos, tiene ternuras tales de amor hacia el prójimo que para todas las diversas enfermedades que las almas padecen por sus pecados, tiene siempre pronta la conveniente medicina; de modo que educa y enseña con dulzura a los niños, con fortaleza a los jóvenes, con placentera calma a los ancianos, según cada uno sea no sólo de cuerpo sino de alma[14]. Estos rasgos de beneficencia cristiana, al endulzar los ánimos, son de una extraordinaria eficacia para conducir a los pueblos de nuevo a la tranquilidad.

10. Por lo cual, Venerables Hermanos, os suplicamos y os conjuramos en las entrañas de caridad de Jesucristo a que pongáis todo esmero y solicitud no sólo para excitar a los fieles que os están confiados, para que depongan los odios y perdonen las ofensas, sino también para promover con la máxima eficacia todas las Obras de beneficencia cristiana, que sirvan de ayuda a los necesitados, de consuelo a los afligidos, de protección a los débiles, que lleven en suma un socorro oportuno y multiforme a todos cuantos en la guerra sufrieron los más graves daños. Queremos especialmente que exhortéis a vuestros sacerdotes, como ministros de la paz cristiana, para que sean constantes en aquello que es el compendio de la vida cristiana, es decir, en inculcar el amor a los prójimos, aun a los enemigos, y que, hechos todo para todos[15], de tal manera precedan a todos con el ejemplo, declaren doquier una áspera guerra a la enemistad y al odio, seguros de agradar así al Corazón amantísimo de Jesús como a Aquel que en la tierra, aunque indignamente, hace sus veces. A este propósito se ha de advertir y encarecidamente exhortar a los católicos que escriben libros, revistas o periódicos, para que como escogidos de Dios, santos y amados, procuren revestirse con entrañas de misericordia y benignidad[16], reflejándola en sus escritos, absteniéndose no sólo de falsas y vanas acusaciones, sino también de toda violencia y contumelia en las palabras, la cual, sobre ser contraria a la ley cristiana, puede abrir cicatrices mal cerradas, sobre todo cuando los ánimos, irritados por heridas recientes, no sufren ni aun la más leve injuria

CARIDAD ENTRE LAS NACIONES

11. Cuanto aquí amonestamos a cada uno en particular sobre el deber de practicar la caridad, queremos que se extienda también a aquellos pueblos que han pasado por guerra tan larga, para que, removidas en cuanto sea posible las causas de la discordia y salvos, por supuesto, los derechos de la justicia-, reanuden entre sí sus amistosas relaciones. Porque no hay una ley evangélica de caridad para el hombre en particular y otra distinta para los Estados y las naciones, que a la postre no son sino la reunión de los distintos individuos.

12. Terminada ya la guerra, no sólo por caridad, sino hasta por cierta exigencia de la realidad, se va delineando como una sociedad universal de los pueblos, inclinados naturalmente a unirse entre sí, tanto por la indigencia común como por una mutua benevolencia, dados el gran progreso de la civilización y la gran facilidad de comunicaciones tan admirablemente multiplicadas.

"CUESTIÓN ROMANA"

13. Olvido de las ofensas, y fraternal reconciliación de los pueblos -que la ley santísima de Jesucristo manda, y que exige necesariamente la misma convivencia humana y social-, y que esta Sede Apostólica, durante la guerra, como hemos dicho, nunca dejó de estimular ni permitió que fueran anulados por odios y enemistades de ningún género, mucho más ahora, firmadas las cláusulas de la paz, los promueve y predica, como en la Carta dirigida no ha mucho a todos los Obispos de Alemania[17], y en otra al Cardenal Arzobispo de París[18]. Y porque esta concordia entre naciones civilizadas se mantiene y acrecienta con la costumbre, hoy tan frecuente, de que, para estudiar y resolver los problemas más difíciles, se visiten los jefes de los Estados y de los Gobiernos, Nos, pensando todo muy bien y teniendo en cuenta el cambio de las circunstancias y de las tendencias comunes de los tiempos actuales, con ánimo de cooperar a esta fraternización de los pueblos, hemos decidido suavizar de algún modo el rigor y estilo de las condiciones que, por la destrucción del principado temporal de la Sede Apostólica, fueron justamente establecidas por Nuestros Predecesores, impidiendo las visitas solemnes de los Príncipes católicos a Roma. Pero declaramos paladinamente que esta indulgencia Nuestra que los tiempos gravísimos sobre toda ponderación, por que atraviesa la sociedad humana, parecen aconsejar y reclamar, no se ha de interpretar, por ninguna razón, como una táctica abdicación que la Sede Apostólica haga de sus derechos sacratísimos, como si, por fin y en el presente anormal estado, la Sede Apostólica renunciase a ellos. Antes, por lo contrario, y aprovechando Nos esta ocasión, las protestas que Nuestros Predecesores formularon más de una vez, movidos no por humanos intereses sino por la santidad del deber, esto es, para defender los derechos y la dignidad de la Sede Apostólica, Nos, por las mismas causas, y en este mismo momento, las renovamos, y de nuevo pedimos y con la mayor insistencia que, pues se ha pactado la paz entre las naciones, también la Cabeza de la Iglesia deje continuar en esta situación tan anómala que por más de una razón tan profundamente daña a la tranquilidad misma de los pueblos.

"FAMILIA DE PUEBLOS"

14. Restablecidas así las cosas, según el orden de la justicia y de la caridad, y reconciliados los pueblos entre sí, sería verdaderamente de desear, Venerables Hermanos, que, alejadas las mutuas sospechas, se reunieran en una sola sociedad o, mejor, familia de pueblos, tanto para garantizar la independencia de cada uno, como la tutela del orden de la sociedad humana. A formar esa sociedad entre las naciones es gran estímulo, aun callando otras muchas consideraciones, la misma necesidad tan generalmente sentida de reducir, si no fuera dado abolir, los enormes gastos bélicos, que ya no pueden ser soportados por los Estados, y acabar para siempre guerras tan mortíferas y tremendas, y asegurar a cada pueblo dentro de sus justos límites la independencia y la integridad de su propio territorio.

15. Si las naciones fundan dicha Liga sobre la ley cristiana y proyectaren empresas de justicia y caridad, la Iglesia no rehusará su animosa adhesión y su actividad, así porque es el tipo más perfecto de sociedad universal como porque, por su misma naturaleza y por su propio Fundador, tiene la admirable virtud de unir a los hombres no sólo para su eterna salvación, sino también para su felicidad en esta vida, pues los conduce de tal manera a través de los bienes temporales que no pierdan los eternos.

Y así, por la historia sabemos que los antiguos pueblos bárbaros de Europa, desde que en ellos comenzó a penetrar el espíritu de la Iglesia, poco a poco cesaron en las múltiples y profundas discordias que los dividían, y -reuniéndose poco a poco como en una soola sociedad homogénea- dieron origen a la Europa cristiana, la cual, bajo a guía y auspicio de la Iglesia, mientras conservaba a cada nación sus características propias, culminó en una compacta unidad, fomentadora de prosperidad y grandeza. Bien dice a este propósito San Agustín: Ciudad esta celestial que, mientras camina por este mundo, llama hacia sí a ciudadanos de todas las naciones, y con todos compone una única sociedad peregrinante; no le preocupan la diversidad de las leyes, de las costumbres, de las instituciones -que la Iglesia conserva celosamente, sin destruirlas, en atención a la conquista y la conservación de la paz terrenal-, para que, por mucho que varíen según las naciones, todas se reduzcan al mismo fin de aquella paz terrenal, siempre que no impidan el ejercicio de la religión que enseña a adorar el único sumo y verdadero Dios[20]. Y el mismo santo Doctor habla así de la Iglesia: Ciudadanos, pueblos y hombres todos que tú, recordándoles su común origen, no sólo los unes entre sí, sino que también los hermanas

EXHORTACIÓN

16. Por esto Nos, volviendo allá donde comenzamos, de nuevo Nos dirigimos con todo afecto a todos Nuestros hijos y les conjuramos en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo a que quieran olvidar las rivalidades y ofensas recíprocas, y a que se den el estrecho abrazo de la caridad cristiana, ante la cual no hay extranjeros; además exhortamos a todas las naciones encarecidamente a que, bajo el influjo de la benevolencia cristiana, se animen a establecer entre sí una paz verdadera y a unirse en una alianza única, que, bajo los auspicios de la justicia, sea duradera; finalmente, a todos los hombres y a las naciones todas les llamamos para que de alma y corazón se unan a la Iglesia católica, y por ella a Cristo Redentor del linaje humano; de tal suerte que con toda verdad podamos dirigirles aquellas palabras de San Pablo a los de Efeso:

Ahora, pues, en Cristo Jesús, vosotros, que en otro tiempo estábais lejos, os habéis hecho cercanos por la sangre de Cristo. El es nuestra paz, que hizo de entrambos un solo pueblo, derribando el muro interpuesto de la valla..., matando las enemistades en sí mismo. Y viviendo, os evangelizó la paz a vosotros, que estabais lejos, y la paz a los que estaban cerca. No menos oportunas son las palabras que el mismo Apóstol dice a los Colosenses: No os engañéis mutuamente, sino despojaos del hombre viejo con todos sus actos y vestíos del hombre nuevo, de aquel que se renueva en el conocimiento, conforme a la imagen del que lo creó, en el cual no hay diferencia de griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro y escita, siervo y libre; sino en todas las cosas y en todos, Cristo[22].

Entretanto, confiados en el patrocinio de la Virgen Inmaculada, que poco ha quisimos que fuese universalmente invocada como Reina de la Paz, así como en el de los tres nuevos Santo[*], humildemente suplicamos al Espíritu Santo consolador que conceda propicio a la Iglesia el don de la unidad y de la paz[23], y renueve la faz de la tierra con la ulterior efusión de la caridad, dirigida a la salvación de todos.

Y como auspicio de este don celestial y como prenda de Nuestra paternal benevolencia, con todo corazón damos a vosotros, Venerables Hermanos, al Clero y al pueblo vuestro la Bendición Apostólica.

Carta encíclica del Papa Benedicto XV

23 de mayo, fiesta de Pentecostés de 1920
año sexto de Nuestro Pontificado