“Estoy lisiado... pero soy feliz”

Era un martes de comienzos de mayo. El día anterior – lunes - había sido feriado, ya que se festeja el día del Trabajador, por lo que había concurrido con mi familia al mediodía, al cumpleaños y festejo múltiple, en gente y años, de mi padre. El domingo previo, lluvioso, aprovechamos con mi Señora y mis entonces dos hijos, en aquél momento entonces de dos y un años, a visitar la ciudad y sus casas de antigüedades. El sábado habíamos ido con mi esposa a ver viviendas en el conurbano, ya que queríamos mudarnos del departamento donde vivíamos. A la tarde habíamos oído misa. El fin de semana anterior, Semana Santa, visitamos el río.
Con todas estas actividades en mente estaba poco gustoso de ir a trabajar, y sumamente melancólico. Pero el trabajo es el trabajo, por lo que cumplí con la responsabilidad. Como dije, era un martes, y luego de hacer por la mañana mis labores de rutina, llegué a mi oficina, sita en el piso 18º de un edificio céntrico. Ordené un poco el papelerío de mi escritorio, y sentí un súbito dolor de cabeza. Si bien me había sucedido otras veces, por haberme olvidado de tomar una pastilla que me habían recetado por mi ansiedad, no recordaba no haberla tomado esa mañana, y la sensación era diferente. A raíz de ello, y por mi natural aprensión, resolví ir a una guardia médica que conocía, distante a media hora en ómnibus de la oficina, enfrente a mi departamento. Comuniqué mi malestar físico a las personas que trabajaban conmigo, y una de ellas me dio un emparedado que ella no iba a comer y una suerte de analgésico que curaba de todo. Lo ingerí para no defraudarla, pero mi de decisión estaba tomada: iría al hospital. Le avisé a uno de mis jefes, con quien quedé que a mi vuelta veríamos un tema pendiente. Tardaría unos ocho meses en volver a pisar la oficina. También me enteré luego que mi esposa, a quien había comunicado por teléfono que iría al sanatorio, me llamó cuando yo ya había salido, a fin de decirme que no hacía falta que fuera, puesto que se había comunicado con la guardia médica, donde le habían restado importancia al tema...
A medida en que bajaba por el ascensor hacia la calle, mi sensación de incertidumbre se acrecentaba por sentirme peor y no saber a qué adjudicarlo. Decidí que tomaría un taxi y no un ómnibus, para duplicar la rapidez, ya que conforme pasaba el tiempo, empeoraba.
Ya en el taxi, le indiqué al conductor que tomara la vía más rápida posible hasta el sanatorio. Mi preocupación crecía a medida que se me paralizaba el brazo derecho. ¿Qué sería?, ¿Acaso estaba soñando?, ¿Cuándo despertaría? A pesar de tales dudas, me alegré con un descarte. Evidentemente no era nada relacionado con el corazón, ya que éste está en la parte izquierda del cuerpo, y mis problemas eran en la derecha. ¡Qué ingenuo!
El taxi se detuvo ante las puertas del centro médico, pero no pude pagar lo que marcaba el reloj, ya que llevaba el dinero en el bolsillo derecho, y tenía toda esa parte paralizada. No podía acceder al pago, así que le di al conductor unas pocas monedas que tenía en mi bolsillo izquierdo y me apeé rápidamente. Igual, el taxista no parecía muy dispuesto a cobrar. Una vez bajado, desapareció raudamente. Evidentemente no quería que me muriera en su taxi.
En la vereda, agarré sin sonrojarme por el hombro a un peatón, y le pedí que me ayudara escaleras arriba rumbo a la guardia, que como señalé, yo ya conocía. Una vez allí, por rapidez ingresamos por una puerta reservada para uso de los médicos, y agarré al primero que pasaba explicándole mi problema. El médico me hizo sentar en una camilla y auscultó mis ojos con su índice. Enseguida se fue a buscar ayuda y desapareció, no sin antes preguntarme por mi número telefónico y decirme que me quedara tranquilo. A partir de allí, no recuerdo nada real más, hasta que desperté casi un mes después internado en una sala común del sanatorio. Ínterin, tuve una serie de pesadillas, probablemente mezcladas con la realidad, que incluían mi internación, mi inmovilidad, el supuesto intento de asesinato por parte de los enfermeros (que según mis sueños querían quemarme vivo), mi ineludible muerte, y muchas, muchísimas cosas más, todas ellas espantosas. En realidad, estuve al borde de la muerte, extrema unción de por medio (actualmente unción de los enfermos), internado 17 días en terapia intensiva tras sufrir un derrame cerebral. Luego me pasaron a la sala común por unos 40 días más.
Tardé en creerlo durante varios meses, siempre esperando el momento en el que me despertaría. Después de todo, simplemente me había ido a trabajar como cualquier otro día, para luego encontrarme somnoliento, inmovilizado y mudo en un cuarto de un hospital, sin siquiera saber que me había pasado. Cuando mi esposa me ponía al tanto, mi perplejidad aumentaba, ya que no podía dar fe a lo que me contaba. Que a mí, que todo lo podía, me hubiese ocurrido lo que me narraba.
Esperando el fin de tan terrible “pesadilla”, al cabo de permanecer internado, continué con mi derrotero por los médicos. Aspiraba a que me dijeran que ya estaba bien, para así comenzar tranquilo mi lenta pero segura rehabilitación, puesto que aún continuaba en silla de ruedas, y con importantes problemas de movilidad en mi parte derecha, aunque había recuperado el habla. Empero, mi deseo no se cumplía. Los médicos tardaban en darme el alta definitiva, eran sumamente genéricos en sus definiciones, y yo veía un dejo de preocupación en sus miradas cuando analizaban mis estudios. Para peor, las veces que indagué acerca de lo que me había pasado, obtuve las siguientes respuestas textuales de distintos médicos, de diferentes especialidades cada uno: “Estuviste cinco días con pronóstico reservado, y Dios te dio una mano”. “Estuviste en el más allá, del más allá”. “Estás vivo de casualidad”. No continué indagando, ya que lo que oía me asustaba. Finalmente, al cabo de un año y medio de visitar a médicos, de haberme roto y operado el tobillo izquierdo, de pasar a usar bastones canadienses y de dejar la odiosa silla de ruedas, de tener esperanzas luego defraudadas, me confirmaron lo que hacía rato habían desechado por conmiseración. Debían operarme del tronco cerebral en la cabeza, una operación complicada, para sacarme una malformación venosa, que en cualquier momento me produciría otro derrame, como aquél del cuál había salvado milagrosamente la vida, aunque no la movilidad. Tuve un consuelo espiritual, ya que el día programado para la operación, con más de un mes de antelación, correspondía a la conmemoración de los ángeles custodios, el 2 de octubre. Además, mientras esperaba a que me operaran, ocurrió un terrible atentado terrorista, con lo cuál reflexioné acerca de lo relativo que es gozar de buena salud.
En la fecha apuntada fui intervenido, calificando el cirujano que me operó, uno de los mejores del país y del mundo, al acto como muy exitoso. Bastaba con verle la cara de alivio y felicidad para creerle.
Volví a utilizar una silla de ruedas, pero bastante más tranquilo, ya que era muy difícil que el episodio del derrame se repitiese, aunque no del todo imposible, que era lo que yo, aterrorizado y empacado, quería oír.
Al muy poco tiempo caminaba con un andador, y si bien yo esperaba pasar a los bastones canadienses, que inclusive compré al efecto, transcurrido más de un año y medio desde la operación, continúo utilizándolo sin poder recurrir a los bastones.
Todo este largo tiempo transcurrido desde que sufrí el derrame cerebral, de ya casi tres años, me ha servido para dar un vuelco espiritual en mi vida. No es que previamente yo haya sido una mala persona, por el contrario, todos me consideraban excelentemente. Sin embargo, paulatinamente, he ido cambiando el trasfondo de mi actuar, que ahora es mucho más espiritual, ya que confío plenamente en la Providencia Divina, lo cuál antes no era así. Más aún, agradezco a Dios que haya cambiado para bien mi forma de ver las cosas, y aunque suene raro, reconozco que si no me hubiera pasado lo que me pasó, nunca hubiera revertido mi concepción del mundo. Ahora le pido a Dios que me cure y que yo vuelva a caminar normalmente, pero no dejo de agradecerle que me haya abierto los ojos, aunque ello haya sido desde el punto de vista meramente humano, de un modo cruel.
Estoy inválido, pero estoy feliz. Dios me ha dado una familia maravillosa, comenzando con mi adorable esposa e hijos, he tenido un tercero, continuando con mis padres, hermanos, suegros, cuñados, etc. Además he podido comprar finalmente una linda casa en el barrio que siempre me gustó. Dios ha sido muy generoso conmigo.
Por ello, si bien me atrevo a pedirle más y más, no dejo de reconocer la grandeza y generosidad de Dios, siempre solícito a su amada Madre la siempre Virgen María que intercede por nosotros.
Tampoco olvido a los santos, a través de quienes recé y pedí, especialmente a San Josemaría Escrivá de Balaguer, de quien mi esposa es muy devota, a los pastorcitos de Fátima, que me acompañaron a lo largo de toda mi vida, a la Madre Maravillas, a quien me encomendó mi hermana, y a todos los santos y santas de Dios*.

Anónimo

* Hace poco más de tres años del derrame cerebral, desde entonces, ya fueron canonizados San Josemaría Escrivá de Balaguer y Santa María Maravillas. Los pastorcitos de Fátima fueron beatificados en el mismo mes en que sufrí el derrame.