El corazón de Jesús cura nuestras conciencias

El corazón de Jesús cura nuestras conciencias

Bertrand de Margerie S.J.

Hemos tratado de captar el alcance del simbolismo del Corazón de Jesús. Podemos, pues, percibir mejor la función terapéutica del culto privado y público que se le rinde. En un tiempo de secularización y aún de secularismo(1), los bautizados, que se preocupan de adorar al Corazón de Jesús en armonía con la Iglesia, experimentan una curación intelectual y afectiva, despojándose de errores y desviaciones que constituyen muchos de los factores de perturbación psíquica. Curación tanto más acentuada cuanto perciben mejor la identidad entre el Corazón de Jesús, por un lado, y su conciencia psicológica y moral por le otro. Estamos, aquí, en la confluencia de muchas ramas  (dogmática, sacramental, moral, ascética y mística) de la doctrina teológica.

El Corazón de Jesús cura nuestras conciencias

Cristo es el médico corporal y espiritual(2) que ilumina sin cesar las inteligencias atacadas por el Mentiroso, padre de la mentira (Jn 8, 44), príncipe de este mundo de tinieblas. La enfermedad intelectual más radical de nuestro tiempo es el ateísmo. El hombre “masificado” tentado de considerarse como un simple número en la sociedad industrial, desconoce fácilmente su origen y su finalidad divinas: el Amor creador de la Trinidad. Se hiere a sí mismo volviéndose indiferente, luego ateo, no sin terminar, algunas veces, en el ateísmo.

El orgullo ingrato favorecido por las deformaciones filosóficas desemboca en un “odio a Dios y a aquellos que lo representan legítimamente, la mayor de las faltas que pueden cometer los hombres creados a imagen y semejanza de Dios y destinados a gozar perpetuamente de su perfecta amistad en el cielo: separando en grado sumo al hombre del Bien supremo, ella lo conduce a apartar de él y de sus prójimos todo lo que viene de Dios, todo lo que une a Dios, todo lo que conduce a disfrutar del gozo de Dios, como lo recordaba Pío XII(3).

Una religión demasiado abstracta, demasiado separada del ejercicio de la sensibilidad y de la imaginación, favorece indirectamente el enrumbamiento hacia el ateísmo, frente al cual esta menos preparado para resistir con las fuerzas vivas de la persona. Por el contrario, el culto al Corazón de Jesús, favoreciendo la integración de la personalidad humana, ayuda a perseverar en el nexo que constituye la religión: actúa mediante imágenes sobre la imaginación y sobre la inteligencia incapaz de de pensar sin acompañamiento de imágenes. La imagen del Corazón de Jesús ayuda al espíritu a creer, resumiéndole el objeto de su fe (a saber: el amor salvífico del Creador por el ser humano), orientándolo hacia una deseable y bienaventurada eternidad de amor.

Se podría objetar: la fe en Dios ha existido, existe todavía sin ningún culto explícito al corazón atravesado ni a sus imágenes. Ciertamente, esto es verdad; pero es verdad, también, en los protestantes de buena fe, la perseverancia en la fe al Verbo encarnado e incluso a Dios Creador no es facilitada por el ejercicio de una religión cuya humanidad sensible se muestra ausente, y sobre todo, en los católicos, la ausencia de culto privado al Corazón del Redentor los priva, a menudo de una superabundancia de gracias actuales que inclinan a enraizar activamente en el misterio de Cristo y en la fidelidad a la Iglesia. El hombre es una unidad. Si se rehúsa a conceder a Dios el homenaje de su sensibilidad y de su imaginación, pone en peligro su crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad; y aquel que no crece en esas virtudes está a punto de perderlas.

Lo que acabamos de decir muestre suficientemente el peligro que entraña, para la fe en la divinidad de Cristo, la ausencia de interés por el culto de su amor divino y trascendente, respecto del género humano. El culto bien entendido al Corazón de Jesús y que apunta, sobre todo (lo hemos largamente explicado) a su amor divino, preserva de las simplezas de una cristología horizontalista, de estilo “protestante liberal”. Poniendo el acento sobre la infalibilidad y la eternidad de la Persona de Cristo amante, ese culto nos libra del mito de un Cristo ignorante y errante favorecido por algunos modernistas; la Iglesia, en las Encíclicas Misserentissimus Redemptor y Haurietis Aquas(4) nos muestra, en Jesús, su corazón agonizante y sufriente consciente de nuestras faltas y susceptible de ser consolado por nosotros, siempre deseoso de consolarnos gracias a los méritos de sus propias desolaciones. Este consolador desolado nos manifiesta que tomó sobre él nuestros sufrimientos (Mt 8, 17; Is 53, 4).

Con el mismo golpe, favoreciendo la fe viva en la divinidad de Cristo, el culto a su Corazón estimula, igualmente, una fe penetrante en el rol extraordinario de su Humanidad trascendiendo cualquier otra. Este corazón no es el de un Liberador revolucionario, violento, sino el Corazón dulcísimo del Liberador espiritual, preocupado antes que nada, por arrancarnos a la esclavitud del pecado y del demonio. Frente al corazón de Jesús, nuestros pecados contra la fe a su amor divino y humano retoman gravedad a nuestros ojos y se muestran más detestables aun que nuestras faltas contra las virtudes cardinales y morales.
Incluso, el culto al corazón de Jesús, nos hace buscar contra todos los cismas, contra todas las divisiones, pero también contra todos los falsos irenismos(5), la verdadera unidad de los cristianos en su Preciosa Sangre de Profeta, Sacerdote y Rey, instituyendo para ello el Orden y el Papado unificador(6).

Igualmente, la contemplación del Corazón de Cristo Sacerdote, institutor y celebrante principal del Sacrificio eucarístico, nos ayuda a unirnos a Él a través de la comunión eucarística, a evitar y rechazar los errores negadores de su Presencia substancial y real bajo la apariencia del pan y del vino, Nos es más fácil, poniendo el acento sobre el amor creador y redentor en tanto que origen permanente de la permanente Presencia, de reconocer en esto un signo de su omnipotencia siempre activa, en medio de las variaciones históricas. Este amor actuante vive en una incesante oblación de sí mismo; y una de las consecuencias históricas más destacables del culto privado y público del Corazón herido del Señor ha sido y sigue siendo la ofrenda cotidiana del Apostolado de la Oración: concentrando toda la vida de cada persona humana, toda su actividad profesional, familiar y social en torno del altar, permite a cada uno desplegar y actualizar su vocación corredentora a favor del mundo.

De esta manera, podemos entrever mejor, como el culto del Corazón de Jesús facilita su reconocimiento íntimo y concreto como Profeta, Sacerdote y Rey, en tanto que Hijo del Hombre, como Creador, Mediador y Juez Remunerador en tanto que Hijo de Dios. ¡Ventaja preciosa en un tiempo de de “reducción cristológica”! Bajo la influencia de cierta literatura espiritual de nuestro tiempo, Cristo aparece hoy, a menudo, primeramente, como Amigo, Compañero, Benefactor y Taumaturgo: ¿cuán pocos, incluso entre los creyentes piensan en presentarlo primeramente como su Origen creador, su Sostén y Apoyo, a Aquél que deberán rendir cuenta exacta y exhaustiva de todas sus acciones y decisiones? Tal es la imagen del Cristo resultante del culto eclesial de su Corazón.

Estos últimos comentarios nos invitan a considerar la transfiguración ética producida por el culto, en Espíritu y en Verdad, del Corazón de Jesús: la victoria sobre l nihilismo moral, sobre la permisividad inmoral y sobre la desesperanza ética.

El nihilismo moral se extiende a una concepción exclusivamente sentimental del amor identificado con el placer y escindido de toda obligación como de toda finalidad o sanción. Frente a este vacío, el Corazón de Jesús nos presenta su ley de amor, enraizada en el ejercicio de la humildad: “Aprendan de mi que soy mano y humilde de corazón, ustedes que penan y que se curvan bajo el fardo (de sus pecados) y yo los aliviaré: mi yugo es suave y mi fardo ligero” (Mt 11, 28-30). El sentido de esas palabras, observaba Suárez(7), es hacernos ver a Cristo como el único Redentor, capaz de liberar al ser humano del peso y de las penas que merece, el único autor de la gracia y de la ley evangélica que nos libera del peso de la ley antigua (o solamente exterior), el único médico y autor de la salvación

Lo que Jesús nos enseña, pidiéndonos aprender de Él la humildad de su Corazón, es que sólo lo humilde puede amarse verdaderamente, querer su propio bien corporal y espiritual, temporal y eterno(8). Solo el humilde puede cumplir el mandamiento divino de amarse a sí mismo, inseparable del mandamiento de amar a Dios y al prójimo. El orgulloso, queriendo su propio mal al mismo tiempo que el del prójimo no se ama más y no puede comenzar a amarse sino aceptando de Jesús humilde de corazón el don de la humildad. La acogida del humilde amor para sí y para otro que ofrece a la persona humana el Corazón humilde del Verbo encarnado condiciona la eficacia de la lucha contra el vacío del orgulloso nihilismo moral.

De esta manera se hace posible la victoria sobre la permisividad inmoral de la desesperanza ética. El culto al Corazón de Jesús restaura, enraiza y profundiza la fe en los mandamientos de Dios, es decir el humilde reconocimiento de su origen divino y la esperanza del auxilio divino para guardarlos. Dios revelador nos invita a creer en las interdicciones de su Amor, preocupado de obtener así la reciprocidad del nuestro, y  a esperar de Él el don de una caridad capaz de no violar sus prohibiciones y de guardar sus mandamientos con perseverancia.

Conviene evocar aquí la solemne declaración del concilio de Trento: “Dios no te manda lo imposible, pero mandando te invita a hacer lo que esté a tu alcance y a pedir lo que no puedes y te ayuda a poder: esos mandamientos no son pesados, su yugo es suave y su fardo ligero”(9).

Sí, paradójicamente, dándonos mediante y con su Espíritu la gracia de obdecer por puro amor a sus mandamientos, el Corazón agonizante y traspasado de Jesús nos libera, del moralismo de las normas idolatradas, pero cuyo fin y origen divinos nos son percibidos, y del amoralismo que rechaza toda norma ética de carácter trascendente. El Corazón amante de Cristo nos preserva así de la incrédula negación de las normas absolutas(10) y del escepticismo en materia moral.

Especialmente, cultivando la redamatio respecto del Legislador amante de la ley de amor, el adorador del Corazón del Hijo encarnado se dispone a poner al servicio de la fe, de la esperanza y de la caridad el ejercicio racional y divinizado de sus pasiones en la imitación de las virtudes morales que Jesús practicó por puro amor por su Padre y que quiso continuar practicando en nosotros y por nosotros. Se comprende así que, para Kart Rahner(11) y Joseph Ratzinger(12), como para los papas(13), el culto rendido al Corazón de Jesús se sitúa al centro del cristianismo y aun del mundo.
Porque la devoción al Corazón de Jesús opera una recapitulación de toda la vida virtuosa moral en la llamas de la caridad (Col. 3, 14). Unifica los múltiples aspectos éticos de la existencia humana. Orienta toda la vida social, todas las dimensiones horizontales hacia la vida eterna ya que la caridad nos une inmediatamente al Creador(14).

En un período de la historia eclesial que manifiesta una falta de afecto frente a la comunión cotidiana y a la confesión frecuente o personal(15), una renovación de la Hora Santa del jueves y de la comunión del primer viernes de mes facilitan el acceso a los sacramentos, a la vez que preparan su digna recepción(16).

De igual manera, la insistencia acerca de la reparación ayuda a percibir mejor el carácter propiciatorio de la Misa, perdido de vista por aquellos que exaltan unilateralmente el aspecto de comida que acarrea(17).

El culto privado y público al Corazón corresponde a la necesidad permanente y profunda de simplificación y de unificación de toda la vida espiritual que se manifiesta en nuestro tiempo. Favorece, igualmente, una jerarquización de las finalidades éticas paralela a la jerarquía de la verdades que ha exaltado el concilio Vaticano II(18), sin sacrificar al “falso irenismo” denunciado por el mismo concilio(19), siguiendo a Pío XI(20).

Todo lo que acabamos de recordar fue ya anticipado por Charles Foucauld:

“La religión católica nos ilumina haciendo brillar frente a nuestros ojos la más luminosa, la más cálida, la más benefactora de todas las verdades: la “verdad” del Corazón de Jesús…  no estamos olvidados, solos, sobre el camino que sigue Jesús: antes de que fuésemos, un Corazón nos amó con amor eterno y todo el curso de nuestra vida ese Corazón nos abraza con el más cálido de los amores. Ese corazón es puro como la Luz: todas las bellezas y las perfecciones increadas resplandecen en Él; Dios nos ama, nos amó ayer, nos ama hoy y nos amará mañana. Dios nos ama en todo instante de nuestra vida terrestre y nos amará durante la eternidad si nos rechazamos su amor. Ésta es loa verdad del Corazón de Jesús, revelada para iluminar y abrazar los corazones de los hombres(21).

A pesar de los silencios (sobre la Iglesia y los sacramentos) que le confieren una tonalidad un poco “intimista”, ese texto de 1903 expresa admirablemente lo que en la actualidad siguen percibiendo y experimentando los adoradores del Corazón de Jesús.