Verdadero Dios y verdadero hombre (26.VIII.87)

1. 'Creo... en Jesucristo, su único Hijo (= de Dios Padre), nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen'. El ciclo de catequesis sobre Jesucristo, que desarrollamos aquí, hace referencia constante a la verdad expresada en las palabras del Símbolo Apostólico que acabamos de citar. Nos presentan a Cristo como verdadero Dios (Hijo del Padre) y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Las catequesis anteriores nos han permitido y cercarnos a esta verdad fundamental de la fe. Ahora, sin embargo, debemos tratar de profundizar su contenido esencial: debemos preguntarnos qué significa 'verdadero Dios y verdadero Hombre'. Es esta una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe mediante a autorrevelación de Dios en Jesucristo. Y dado que ésta (como cualquier otra verdad revelada) sólo se puede acoger rectamente mediante la fe, entra aquí en juego el 'rationabile obsequium fidei' el obsequio razonable de la fe. Las próximas catequesis, centradas en el misterio del Dios) Hombre, quieren favorecer una fe así.

2. Ya anteriormente hemos puesto de relieve que Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el apelativo de 'Hijo del hombre' (Cfr. Mt 16, 28; Mc 2, 28). Dicho título estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, y al mismo tiempo, respondía a aquella 'pedagogía de la fe', a la que Jesús recurría voluntariamente. En efecto, deseaba que sus discípulos y los que le escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que 'el Hijo del hombre' era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una demostración muy significativa en la profesión de Simón Pedro, hecha en los alrededores de Cesarea de Filipo, a la que nos hemos referido en las catequesis anteriores. Jesús provoca a los Apóstoles con preguntas, y cuando Pedro llega al reconocimiento explícito de su identidad divina, confirma su testimonio llamándolo 'bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado sino mi Padre' (Cfr. Mt 16, 17). Es el Padre, el que da testimonio del Hijo, porque sólo El conoce al Hijo (Cfr. Mt 11, 27).

3. Sin embargo, a pesar de la discreción con que Jesús actuaba aplicando ese principio pedagógico de que se ha hablado, la verdad de su filiación divina se iba haciendo cada vez más patente, debido a lo que El decía y especialmente a lo que hacía. Pero si para unos esto constituía objeto de fe, para otros era causa de contradicción y de acusación. Esto se manifestó de forma definitiva durante el proceso ante el Sanedrín. Narra el Evangelio de Marcos: 'El Pontífice le preguntó y dijo: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo' (Mc 14, 61-62). En el Evangelio de Lucas la pregunta se formula así: 'Luego, ¿eres tú el Hijo de Dios. Díjoles: vosotros lo decís, yo soy' (Lc 22, 70).

4. La reacción de los presentes es concorde: 'Ha blasfemado... Acabáis de oír la blasfemia... Reo es de muerte' (Mt 26, 65-66). Esta exclamación es, por decirlo así, fruto de una interpretación material de la ley antigua.

Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: 'Quien blasfemare el nombre de Yahvéh será castigado con la muerte; toda a asamblea lo lapidará' (Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes oficiales del Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia (según la convicción de ellos) una blasfemia. Por eso 'reo es de muerte', y la condena se ejecuta, si bien no con la lapidación según la disciplina veterotestamentaria, sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí mismo 'Hijo de Dios' quería decir 'hacerse Dios' (Cfr. Jn 10, 33), lo que suscitaba una protesta radical por parte de los custodios del monoteísmo del Antiguo Testamento.

5. Lo que al final se llevó a cabo en el proceso intentado contra Jesús, en realidad había sido ya antes objeto de amenaza, como refieren los Evangelios, particularmente el de Juan. Leemos en él repetidas veces que los que lo escuchaban querían apedrear a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia. Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras sobre el tema del Buen Pastor (Cfr. Jn 10, 27.29), y en la conclusión a la que llegó en esa circunstancia: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). La narración evangélica prosigue así: 'De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearle. Jesús les respondió: Muchas obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis? Respondiéronle los judíos: Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios' (Jn 10, 31-33).

6. Análoga fue la reacción a estas otras palabras de Jesús: 'Antes que Abrahán naciese, era yo' (Jn 8, 58). También aquí Jesús se halló ante una pregunta y una acusación idéntica: '¿Quién pretendes ser?' (Jn 8; 53), y la respuesta a tal pregunta tuvo como consecuencia a amenaza de lapidación (Cfr. Jn 8, 59). Está, pues, claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del 'Hijo del hombre', sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que El era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también El era Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto el hecho de que El fue reconocido y escuchado por unos: 'muchos creyeron en Él': (Cfr. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.

7. Entre las afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resulta especialmente significativa la expresión: 'YO SOY'. El contexto en el que viene pronunciada indica que Jesús recuerda aquí la respuesta dada por Dios mismo a Moisés, cuando le dirige la pregunta sobre su Nombre: 'Yo soy el que soy... Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros' (Ex 3, 14). Ahora bien, Cristo se sirve de la misma expresión 'Yo soy' en contextos muy significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a Abrahán: 'Antes que Abrahán naciese, ERA YO'; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: 'Si no creyereis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados' (Jn 8,24), y también: 'Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que YO SOY' (Jn 8, 28), y asimismo: 'Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que YO SOY' (Jn 13,19). Este 'Yo soy' se halla también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo Mt 28, 20; Lc 24, 39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de Dios, propio del Libro del Éxodo, aparece particularmente límpido y firme. Cristo habla de su 'elevación' pascual mediante la cruz y la sucesiva resurrección: 'Entonces conoceréis que YO SOY'. Lo que quiere decir: entonces se manifestará claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios. Por ello, con dicha expresión Jesús indica que es el verdadero Dios. Y aun antes de su pasión El ruega al Padre así: 'Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío' (Jn 17,10), que es otra manera de afirmar: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30).

Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámosnos también nosotros a Pedro y repitamos con la misma elevación de fe: 'Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo' (Mt 16, 16).

La preexistencia del Verbo (2.IX.87)

1. En la catequesis anterior hemos dedicado un atención especial a las afirmaciones en las que Cristo habla de Sí utilizando la expresión 'YO SOY'. El contexto en el que aparecen tales afirmaciones, sobre todo en el Evangelio de Juan, nos permite pensar que al recurrir a dicha expresión Jesús hace referencia al Nombre con el que el Dios de a antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el momento de confiarle la misión a la que está llamado: 'Yo soy el que soy... responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros' (Ex 3, 14).

De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo en el marco de la discusión sobre Abrahán: 'Antes que Abrahán naciese, YO SOY' (Jn 8, 58). Ya esta expresión nos permite comprender que 'el Hijo del Hombre' da testimonio de su divina preexistencia. Y tal afirmación no está aislada.

2. Más de una vez Cristo habla del misterio de su Persona y la expresión más sintética parece ser ésta: 'Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre' (Jn 16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican claramente que antes de 'venir' al mundo Cristo 'estaba' junto al Padre como Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente.

3. Expresiones semejantes las hay numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice ante Pilato: 'Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el hecho de que Pilato le pregunte más tarde: '¿De dónde eres tú?' (Jn 19, 9). Y antes aún leemos: 'Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y adónde voy' (Jn 8, 14). A propósito de ese '¿De dónde eres tú?' en el coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una declaración significativa: 'Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo' (Jn 3, 13). Esta 'venida' del cielo, del Padre, indica la 'preexistencia' divina de Cristo incluso en relación con su 'marcha': '¿Qué sería si vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?', pregunta Jesús en el contexto del 'discurso eucarístico' en las cercanías de Cafarnaum (Cfr. Jn 6, 62).

4. Toda la existencia terrena de Jesús como Mesías resulta de aquel 'antes' y a él se vincula de nuevo como a una 'dimensión' fundamental, según la cual el Hijo es 'una sola cosa' con el Padre. Cuán elocuentes son, desde este punto de vista, las palabras de la 'oración sacerdotal' en el Cenáculo!: 'Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese' (Jn 17, 4-5).

También los Evangelios sinópticos hablan en muchos pasajes sobre la 'venida' del Hijo del hombre para la salvación del mundo (Cfr. por ejemplo Lc 19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin embargo, los textos de Juan contienen una referencia especialmente clara a la preexistencia de Cristo.

5. La síntesis más plena de esta verdad está contenida en el Prólogo del cuarto Evangelio. Se puede decir que en dicho texto la verdad sobre la preexistencia divina del Hijo del hombre adquiere una ulterior explicitación, en cierto sentido definitiva: 'Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El... En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron' (Jn 1,1-5).

En estas frases el Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí mismo, cuando declaraba: 'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), cuando rogaba al Padre lo glorificase con la gloria que El tenía cerca de El antes que el mundo existiese (Cfr. Jn 17, 5). Al mismo tiempo la preexistencia del Hijo en el Padre se vincula estrechamente con la revelación del misterio trinitario de Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es 'Dios de Dios', de la misma naturaleza que el Padre (como se expresará el Concilio de Nicea en el Símbolo de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el Prólogo de Juan: 'El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios'. Afirmar la preexistencia de Cristo en el Padre equivale a reconocer su divinidad. A su naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la eternidad. Esto se indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.

6. El prólogo de Juan, mediante la revelación de la verdad sobre el Verbo contenida en él, constituye como el complemento definitivo de lo que ya el Antiguo Testamento había dicho de la Sabiduría. Véanse, por ejemplo, las siguientes afirmaciones: 'Desde el principio y antes de los siglos me creó y hasta el fin no dejaré de ser' (Sir 24, 14); 'El que me creó reposó en mi tienda. Y me dijo: Pon tu tienda en Jacob' (Sir 24, 12)13). La Sabiduría de que habla el Antiguo Testamento, es una criatura y al mismo tiempo tiene atributos que la colocan a por encima de todo lo creado': 'Siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva' (Sab. 7, 27).

La verdad sobre el Verbo contenida en el Prólogo de Juan confirma en cierto sentido la revelación acerca de la sabiduría presente en el Antiguo Testamento, y al mismo tiempo la transciende de modo definitivo: el Verbo no sólo 'está en Dios' sino que 'es Dios'. Al venir a este mundo en la persona de Jesucristo el Verbo 'viene entre su gente', puesto que 'el mundo fue hecho por medio de El' (Cfr. Jn 1, 10)11). Vino a los 'suyos', porque es 'la luz verdadera que ilumina a todo hombre' (Cfr. Jn 1, 9). La autorrevelación de Dios en Jesucristo consiste en esta 'venida' al mundo del Verbo, que es el Hijo eterno.

7. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad' (Jn 1, 14). Digámoslo una vez más: el Prólogo de Juan es el eco eterno de las palabras con las que Jesús dice: salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), y de aquellas con las que ruega que el Padre lo glorifique con la gloria que El tenía cerca de El antes que el mundo existiese (Cfr. Jn 17, 5). El Evangelio tiene ante los ojos la revelación veterotestamentaria acerca cerca de la Sabiduría y al mismo tiempo todo el acontecimiento pascual: la marcha mediante la cruz y la resurrección, en las que la verdad sobre Cristo, Hijo del hombre y verdadero Dios, se ha hecho completamente clara a cuantos han sido sus testigos oculares.


8. En estrecha relación con la revelación del Verbo, es decir con la divina preexistencia de Cristo, halla también confirmación la verdad sobre el Emmanuel. Esta palabra )que en traducción literal significa 'Dios con nosotros') expresa una presencia particular y personal de Dios en el mundo. Ese 'YO SOY' de Cristo manifiesta precisamente esta presencia ya preanunciada por Isaías (Cfr. Is 7, 14), proclamada siguiendo las huellas del Profeta en el Evangelio de Mateo (Cfr. Mt 1, 23) y confirmada en el Prólogo de Juan: 'El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros' (Jn 1, 14). El lenguaje de los Evangelistas es multiforme, pero la verdad que expresan es la misma. En los sinópticos Jesús pronuncia su 'yo estoy con vosotros' especialmente en los momentos difíciles, como por ejemplo: Mt 14, 27; Mc 6, 50; Jn 6, 20, con ocasión de la tempestad que se calma, como también en la perspectiva de la misión apostólica de la Iglesia: 'Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo' (Mt 28, 20).

9. La expresión de Cristo: 'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28) contiene un significado salvífico, sotereológico. Todos los Evangelistas lo manifiestan. El Prólogo de Juan lo expresa en las palabras: 'A cuantos lo recibieron (= al Verbo), dióles poder de venir a ser hijos de Dios', la posibilidad de ser engendrados de Dios (Cfr. Jn 1, 12-13).

Esta es la verdad central de toda la sotereología cristiana, vinculada orgánicamente con la realidad revelada de Dios)Hombre. Dios se hizo hombre a fin de que el hombre pudiera participar realmente de la vida de Dios, más aún, pudiese llegar a ser él mismo, en cierto sentido, Dios. Ya los antiguos Padres de la Iglesia tuvieron claro conocimiento de ello. Baste recordar a San Ireneo, el cual, exhortando a seguir a Cristo, único maestro verdadero y seguro, afirmaba: 'Por su inmenso amor El se ha hecho lo que nosotros somos, para darnos la posibilidad de ser lo que El es' (Cfr. Adversus haereses, V, Praef.: PG7, 1 120).

Esta verdad nos abre horizontes ilimitados, en los cuales situar la expresión concreta de nuestra vida cristiana, a la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios, Verbo del Padre.

Jesucristo Dios, Camino, Verdad y Vida (9.IX.87)

1. El ciclo de las catequesis sobre Jesucristo tiene como centro la realidad revelada del Dios)Hombre. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es la realidad expresada coherentemente en la verdad de la unidad inseparable de la persona de Cristo. Sobre esta verdad no podemos tratar de modo desarticulado y, mucho menos, separando un aspecto del otro. Sin embargo, por el carácter analítico y progresivo del conocimiento humano y, también en parte, por el modo de proponer esta verdad, que encontramos en la fuente misma de la Revelación (ante todo la Sagrada Escritura), debemos intentar indicar aquí, en primer lugar, lo que demuestra la divinidad, y, por tanto, lo que demuestra la humanidad del único Cristo.

2. Jesucristo es verdadero Dios. Es Dios-Hijo, consubstancial al Padre (y al Espíritu Santo). En la expresión 'YO SOY', que Jesucristo utiliza al referirse a su propia persona, encontramos un eco del nombre con el cual Dios se ha manifestado a Sí mismo hablando a Moisés (Cfr. Ex. 3, 14). Ya que Cristo se aplica a Sí mismo aquel 'YO SOY' (Cfr. Jn 13, 19), hemos de recordar que este nombre define a Dios no solamente en cuanto Absoluto (Existencia en sí del Ser por Sí mismo), sino también como El que ha establecido a alianza con Abrahán y con su descendencia y que, en virtud de a alianza, envía a Moisés a liberar a Israel (es decir, a los descendientes de Abrahán) de la esclavitud de Egipto. Así pues, aquel 'YO SOY' contiene en sí también un significado sotereológico, habla del Dios de a alianza que está con el hombre (con Israel) para salvarlo. Indirectamente habla del Emmanuel (Cfr. Is 7, 14), el 'Dios con nosotros'.

3. El 'YO SOY' de Cristo (sobre todo en el Evangelio de Juan) debe entenderse del mismo modo. Sin duda indica la Preexistencia divina del Verbo) Hijo (hemos hablado de este tema en la catequesis precedente), pero al mismo tiempo, reclama el cumplimiento de la profecía de Isaías sobre el Emmanuel, el 'Dios con nosotros'. 'YO SOY' significa pues )tanto en el Evangelio de Juan como en los Evangelios sinópticos), también 'Yo estoy con vosotros' (Cfr. Mt 28, 20). 'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), '...a buscar y salvar lo que estaba perdido' (Lc 19, 10). La verdad sobre la salvación (la sotereología), ya presente en el Antiguo Testamento mediante la revelación del nombre de Dios, se reafirma y expresa hasta el fondo por la autorrevelación de Dios en Jesucristo. Justamente en este sentido el Hijo del hombre es verdadero Dios, Hijo de la misma naturaleza del Padre que ha querido estar 'con nosotros' para salvarnos.

4. Hemos de tener constantemente presentes estas consideraciones preliminares cuando intentamos recabar del Evangelio todo lo que revela la Divinidad de Cristo. Algunos pasajes evangélicos importantes desde este punto de vista, son !os siguientes: ante todo, el último coloquio del Maestro con los Apóstoles, en la vigilia de la pasión, cuando habla de 'la casa del Padre', en la cual El va a prepararles un lugar (Cfr. Jn 14, 1-3). Respondiendo a Tomás que le preguntaba sobre el camino, Jesús dice: 'Yo soy el camino, la verdad y la vida'. Jesús es el camino porque ninguno va al Padre sino por medio de El (Cfr. Jn 14, 6). Más aún: quien lo ve a El, ve al Padre (Cfr. Jn 14, 9). '¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?' (Jn 14,10). Es bastante fácil darse cuenta de que, en tal contexto, ese proclamarse 'verdad' y 'vida' equivale a referir a Sí mismo atributos propios del Ser divino: Ser- Verdad, Ser-Vida.

Al día siguiente Jesús dirá a Pilato: 'Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37). El testimonio de la verdad puede darlo el hombre, pero 'ser la verdad' es un atributo exclusivamente divino. Cuando Jesús, en cuanto verdadero hombre, da testimonio de la verdad, tal testimonio tiene su fuente en el hecho de que El mismo 'es la verdad' en la subsistente verdad de Dios: 'Yo soy... la verdad'. Por esto El puede decir también que es 'la luz del mundo', y así, quien lo sigue, 'no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida' (Cfr. Jn 8, 12).

5. Análogamente, todo esto es válido también para la otra palabra de Jesús: 'Yo soy... la vida' (Jn 14, 6). El hombre que es una criatura, puede 'tener vida', la puede incluso 'dar', de la misma manera que Cristo 'da' su vida para la salvación del mundo (Cfr. Mc 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este 'dar la vida' se expresa como verdadero hombre. Pero El 'es la vida' porque es verdadero Dios. Lo afirma El mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del difunto, Marta: 'Yo soy la resurrección y la vida' (Jn 11, 25). En la resurrección confirmará definitivamente que la vida que El tiene como Hijo del hombre no está sometida a la muerte. Por El es la vida, y, por tanto, es Dios. Siendo la Vida, El puede hacer partícipes de ésta a los demás: 'El que cree en mí, aunque muera vivirá' (Jn 11, 25). Cristo puede convertirse también (en la Eucaristía) en 'el pan de la vida' (Cfr. Jn 6, 35-48) 'el pan vivo bajado del cielo' (Jn 6, 51). También en este sentido Cristo se compara con la vid la cual vivifica los sarmientos que permanecen injertados en El (Cfr. Jn 15, 1), es decir, a todos los que forman parte de su Cuerpo místico.

6. A estas expresiones tan transparentes sobre el misterio de la Divinidad escondida en el 'Hijo del hombre', podemos añadir alguna otra, en la que el mismo concepto aparece revestido de imágenes que pertenecen ya al Antiguo Testamento y, especialmente, a los Profetas, y que Jesús atribuye a Sí mismo.

Este es el caso. por ejemplo de la imagen del Pastor. Es muy conocida la parábola del Buen Pastor en la que Jesús habla de Sí mismo y de su misión salvífica: 'Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas' (Jn 10, 11). En el libro de Ezequiel leemos: 'Porque así dice el Señor Yahvéh: Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré... Yo mismo apacentaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré a la majada.... buscaré la oveja perdida, traeré a la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma... apacentaré con justicia' (Ez 34, 11, 15)16). 'Rebaño mío, vosotros sois las ovejas de mi grey, y yo soy vuestro Dios' (Ez 34, 31). Una imagen parecida la encontramos también en Jeremías (Cfr. 23, 3).

7. Hablando de Sí mismo como del Buen Pastor, Cristo indica su misión redentora ('Doy la vida por las ovejas'); al mismo tiempo, dirigiéndose a los oyentes que conocían las profecías de Ezequiel y de Jeremías, indica con bastante claridad su identidad con Aquel que en el Antiguo Testamento había hablado de Sí mismo como de un Pastor diligente, declarando: 'Yo soy vuestro Dios' (Ez 34, 31).

En la enseñanza de los Profetas, el Dios de a antigua alianza se ha presentado también como el Esposo de Israel, su pueblo. 'Porque tu marido es tu Hacedor Yahvéh de los ejércitos es su nombre, y tu Redentor es el Santo de Israel' (Is 54, 5; Cfr. también Os 2, 21-22). Jesús hace referencia más de una vez a esta semejanza de sus enseñanzas (Cfr. Mc 2, 19-20 y paralelos; Mt 25,1-12; Lc 12, 36; también Jn 3, 27-29). Estas serán sucesivamente desarrolladas por San Pablo, que en sus Cartas presenta a Cristo como el Esposo de su Iglesia (Cfr. Ef 5, 25-29).

8. Todas estas expresiones, y otras similares, usadas por Jesús en sus enseñanzas, adquieren significado pleno si las releemos en el contexto de lo que El hacía y decía. Estas expresiones constituyen las 'unidades temáticas' que, en el ciclo de las presentes catequesis sobre Jesucristo, han de estar constantemente unidas al conjunto de las meditaciones sobre el Hombre-Dios.

Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. 'YO SOY' como nombre de Dios indica la Esencia divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa también mediante las imágenes del Buen Pastor del Esposo. Aquel que dijo de Sí mismo: 'Yo soy el que soy' (Ex 3,14), se presentó también como el Dios de a alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación de Jesucristo.

Jesucristo, Dios y Hombre, juez del mundo (30.IX.87)

1. Dios es el juez de vivos y muertos. El juez último. El juez de todos.

En la catequesis que precede a la venida del Espíritu Santo sobre los paganos, San Pedro proclama que Cristo 'por Dios ha sido instituido juez de vivos y muertos' (Hech 10, 42). Este divino poder (exousia) está vinculado con el Hijo del hombre ya en la enseñanza de Cristo. El conocido texto sobre el juicio final, que se halla en el Evangelio de Mateo, comienza con las palabras: 'Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con El, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el Pastor separa a las ovejas de los cabritos'(Mt 25, 31-32). El texto habla luego del desarrollo del proceso y anuncia la sentencia, la de aprobación: 'Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo' (Mt 25, 34); y la de condena: 'Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles' (Mt 25, 41).

2. Jesucristo, que es Hijo del hombre, es al mismo tiempo verdadero Dios porque tiene el poder divino de juzgar las obras y las conciencias humanas, y este poder es definitivo y universal. El mismo explica por qué precisamente tiene este poder diciendo: 'El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo su poder de juzgar. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre' (Jn 5, 22-23).

Jesús vincula este poder a la facultad de dar la Vida. 'Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere les dala vida' (Jn 5, 21). 'Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio poder de juzgar, por cuanto El es el Hijo del hombre' (Jn 5, 26-27). Por tanto, según est afirmación de Jesús, el poder divino de juzgar ha sido vinculado a la misión de Cristo como Salvador, como Redentor del mundo. Y el mismo juzgar pertenece a la obra de la salvación, al orden de la salvación: es un acto salvífico definitivo. En efecto, el fin del juicio es la participación plena en la Vida divina como último don hecho al hombre: el cumplimiento definitivo de su vocación eterna. Al mismo tiempo el poder de juzgar se vincula con la revelación exterior de la gloria del Padre en su Hijo como Redentor del hombre. 'Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre... y entonces dará a cada uno según sus obras' (Mt 16, 27). El orden de la justicia ha sido inscrito, desde el principio, en el orden de la gracia. El juicio final debe ser la confirmación definitiva de esta vinculación: Jesús dice claramente que los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre' (Mt 13, 43), pero anuncia también no menos claramente el rechazo de los que han obrado la iniquidad (Cfr. Mt 7,23).

En efecto, como resulta de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30), la medida del juicio será la colaboración con el don recibido de Dios, colaboración con la gracia o bien rechazo de ésta.

3. El poder divino de juzgar a todos y a cada uno pertenece al Hijo del hombre. El texto clásico en el Evangelio de Mateo (25, 31-46) pone de relieve en especial el hecho de que Cristo ejerce este poder no sólo como Dios-Hijo, sino también como Hombre (lo ejerce y pronuncia la sentencia) en nombre dela solidaridad con todo hombre, que recibe de los otros el bien o el mal: 'Tuve hambre y me disteis de comer' (Mt 25, 35), o bien: 'Tuve hambre y no me disteis de comer' (Mt 25, 42). Una 'materia' fundamental del juicio son las obras de caridad con relación al hombre)prójimo. Cristo se identifica precisamente con este prójimo: 'Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis' (Mt 25, 40); 'Cuando dejasteis de hacer eso..., conmigo dejasteis de hacerlo' (Mt 25, 45).

Según este texto de Mateo, cada uno será juzgado sobre todo por el amor. Pero no hay duda de que los hombres serán juzgados también por su fe: 'A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará delante de los ángeles de Dios' (Lc 12, 8); 'Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su gloria y en la del Padre' (Lc 9, 26; Cfr. también Mc 8, 38).

4. Así, pues, del Evangelio aprendemos esta verdad )que es una de las verdades fundamentales de fe), es decir, que Dios es juez de todos los hombres de modo definitivo y universal y que este poder lo ha entregado el Padre al Hijo (Cfr. Jn 5, 22) en estrecha relación con su misión de salvación. Lo atestiguan de modo muy elocuente las palabras que Jesús pronunció durante el coloquio nocturno con Nicodemo: 'Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por El' (Jn 3,17).

Si es verdad que Cristo, como nos resulta especialmente de los Sinópticos, es juez en el sentido escatológico, es igualmente verdad que el poder divino de juzgar está conectado con la voluntad salvífica de Dios que se manifiesta en la entera misión mesiánica de Cristo, como lo subraya especialmente Juan: 'Yo he venido al mundo para un juicio, para que los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos' (Jn 9, 39). 'Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo' (Jn 12, 47).

5. Sin duda Cristo es y se presenta sobre todo como Salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según principios solamente humanos (Cfr. Jn 8, 15). El es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables. 'No penséis que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que os acusará, Moisés..., pues de mí escribió él' (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús responde: 'El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas' (Jn 3, 19).

6. Por tanto, hay que decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, en cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva en la palabra y en la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más profundo, por así decir, en el criterio central del juicio sobre las obras y conciencias humanas. Sobre todo en este sentido 'el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar' (Jn 5, 22), ofreciendo en el a todo hombre la posibilidad de salvación.

7. Por desgracia, en este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la posibilidad que se le ofrece: 'el que cree en El no es juzgado; el que no cree, ya está juzgado' (Jn 3, 18). No creer quiere decir precisamente: rechazar la salvación ofrecida a l hombre en Cristo ('no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios': ib.). Es la misma verdad a la que se alude en la profecía del anciano Simeón, que aparece en el Evangelio de Lucas cuando anunciaba que Cristo 'está para caída y levantamiento de muchos en Israel' (Lc 2, 34). Lo mismo se puede decir de a alusión a la 'piedra que reprobaron los edificadores' (Cfr. Lc 20, 17-18).

8. Pero es verdad de fe que 'el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar' (Jn 5, 22). Ahora bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que El )el Hijo del hombre) es verdadero Dios, porque sólo a Dios pertenece el juicio, y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una nueva revelación del Dios de la alianza, que viene a los hombres como Emmanuel, para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación cristiana del Dios que es Amor.

Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de Dios, visto sólo como fría justicia, o incluso como venganza. En realidad, dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como el último anillo del amor de Dios. Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El juicio que el Padre confía a Cristo es según la medida del amor del Padre y de nuestra libertad.

El poder de Cristo de perdonar los pecados (7.X.87)

1. Unido al poder divino de juzgar que, como vimos en la catequesis anterior, Jesucristo se atribuye y los Evangelistas, especialmente Juan, nos dan a conocer, va el poder de perdonar los pecados. Vimos que el poder divino de juzgar a cada uno y a todos )puesto de relieve especialmente en la descripción apocalíptica del juicio final) está en profunda conexión con la voluntad divina de salvar al hombre en Cristo y por medio de Cristo. El primer momento de realización de la salvación es el perdón de los pecados.

Podemos decir que la verdad revelada sobre el poder de juzgar tiene su continuación en todo lo que los Evangelios dicen sobre el poder de perdonarlos pecados. Este poder pertenece sólo a Dios. Si Jesucristo (el Hijo del hombre) tiene el mismo poder quiere decir que El es Dios, conforme a lo que el mismo ha dicho: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). En efecto, Jesús, desde el principio de su misión mesiánica, no se limita a proclamar la necesidad de la conversión ('Convertios y creed en el Evangelio': Mc 1, 15) y a enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos, sino que El mismo perdona los pecados.

2. Precisamente en esos momentos es cuando brilla con más claridad el poder que Jesús declara poseer, atribuyéndolo a Sí mismo, sin vacilación alguna. El afirma, por ejemplo: 'El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados' (Cfr. Mc 2, 10). Lo afirma ante los escribas de Cafarnaum, cuando le llevan a un paralítico para que lo cure. El Evangelista Marcos escribe que Jesús, al ver la fe de los que llevaban al paralítico, quienes habían hecho una abertura en el techo para descolgar la camilla del pobre enfermo delante de El, dijo al paralítico: 'Hijo, tus pecados te son perdonados' (Mc 2, 5). Los escribas que estaban allí, pensaban entre sí: '¿Cómo habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?' (2, 7). Jesús, que leía en su interior, parece querer reprenderlos: '¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil: decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados (se dirige al paralítico), yo te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa' (2,8-11). La gente que vio el milagro, llena de estupor, glorificó a Dios diciendo: 'Jamás hemos visto cosa igual' (2, 12).

Es comprensible a admiración por esa extraordinaria curación, y también el sentido de temor o reverencia que, según Mateo, sobrecogió a la multitud ante la manifestación de ese poder de curar que Dios había dado a los hombres (Cfr. Mt 9, 8) o, como escribe Lucas, ante las 'cosas increíbles" que habían visto ese día (Lc 5, 26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece como la confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y contestada por los escribas: 'El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados'.

3. Hay que notar también la puntualización de Jesús sobre su poder de perdonar los pecados en la tierra: es un poder, que El ejerce ya en su vida histórica, mientras se mueve como 'Hijo del hombre' por los pueblos y calles de Palestina y no sólo a la hora del juicio escatológico, después de la glorificación de su humanidad. Jesús es ya en la tierra el 'Dios con nosotros', el Dios) hombre que perdona los pecados.

Hay que notar, además, cómo siempre que Jesús habla de perdón de los pecados, los presentes manifiestan contestación y escándalo. Así, en el texto donde se describe el episodio de la pecadora, que se acerca al Maestro cuando estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, Jesús dice a la pecadora: 'Tus pecados te son perdonados' (Lc 7, 48). Es significativa la reacción de los comensales que 'comenzaron a decir entre si: ¿Quién es éste para perdonar los pecados?' (Lc 7, 49).

4. También en el episodio de la mujer 'sorprendida en flagrante adulterio' y llevada por los escribas y fariseos a la presencia de Jesús para provocar un juicio suyo en base a la ley de Moisés, encontramos algunos detalles muy significativos, que el Evangelista Juan quiso registrar. Ya la primera respuesta de Jesús a los que acusaban a la mujer: 'El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra primero' (8, 7), nos manifiesta su consideración realista de la condición humana, comenzando por la de sus interlocutores, que, de hecho, van marchándose uno tras otro. Démonos cuenta, además, de la profunda humanidad de Jesús al tratara a aquella desdichada, cuyos errores ciertamente desaprueba (pues de hecho le recomienda: 'Vete y no peques más': 8, 11), pero que no a aplasta bajo el peso de una condena sin apelación. En las palabras de Jesús podemos ver la reafirmación de su poder de perdonar los pecados y, por tanto, de la trascendencia de su Yo divino, cuando después de haber preguntado a la mujer: '¿Nadie te ha condenado?' y haber obtenido la respuesta: 'Nadie, Señor', declara: 'Ni yo tampoco te condeno; vete y no peques más' (8, 10-11). En ese 'ni yo tampoco' vibra el poder de juicio y de perdón que el Verbo tiene en comunión con el Padre y que ejerce en su encarnación humana para la salvación de cada uno de nosotros.

5. Lo que cuenta para todos nosotros en esta economía de la salvación y del perdón de los pecados, es que se ame con toda el alma a Aquel que viene a nosotros como eterna Voluntad de amor y de perdón. Nos lo enseña el mismo Jesús cuando, al sentarse a la mesa con los fariseos y verlos admirados porque acepta las piadosas manifestaciones de veneración por parte de la pecadora, les cuenta la parábola de los dos deudores, uno de los cuales debía al acreedor quinientos denarios, el otro cincuenta, y a los dos les condona la deuda: '¿Quién, pues, lo amará más?' (Lc 7, 42). Responde Simón: 'Supongo que aquel a quien condonó más'. Y El añadió: 'Bien has respondido... ¿Ves a esta mujer?... Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama' (Cfr. Lc 7, 42-47).

La compleja psicología de la relación entre el acreedor y el deudor, entre el amor que obtiene el perdón y el perdón que genera nuevo amor, entre la medida rigurosa del dar y del tener y la generosidad del corazón agradecido que tiende a dar sin medida, se condensa en estas palabras de Jesús que son para nosotros una invitación a tomar la actitud justa ante el Dios-Hombre que ejerce su poder divino de perdonar los pecados para salvarnos.

6. Puesto que todos estamos en deuda con Dios, Jesús incluye en la oración que enseñó a sus discípulos y que ellos transmitieron a todos los creyentes, esa petición fundamental al Padre: 'Perdónanos nuestras deudas' (Mt 6, 12), que en la redacción de Lucas suena: 'Perdónanos nuestros pecados' (Lc 11, 1). Una vez más El quiere inculcarnos la verdad de que sólo Dios tiene el poder de perdonar los pecados (Mc 2, 7). Pero al mismo tiempo Jesús ejerce este poder divino en virtud de la otra verdad que también nos enseñó, a saber, que el Padre no sólo 'ha entregado al Hijo todo el poder para juzgar' (Jn 5, 22), sino que le ha conferido también el poder para perdonar los pecados. Evidentemente, no se trata de un simple 'ministerio' confiado a un puro hombre que lo desempeña por mandato divino: el significado de las palabras con que Jesús se atribuye a Sí mismo el poder de perdonar los pecados ) y quede hecho los perdona en muchos casos que narran los Evangelios) , es más fuerte y más comprometido para las mentes de los que escuchan a Cristo, los cuales de hecho rebaten su pretensión de hacerse Dios y lo acusan de blasfemia, de modo tan encarnizado, que lo llevan a la muerte de cruz.

7. Sin embargo, el 'ministerio' del perdón de los pecados lo confiará Jesús a los Apóstoles (y a sus sucesores), cuando se les aparezca después de la resurrección: 'Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonaréis los pecados les serán perdonados' (Mt 20, 22-23). Como Hijo del hombre, que se identifica en cuanto a la persona con el Hijo de Dios, Jesús perdona los pecados por propio poder, que el Padre le ha comunicado en el misterio de la comunión trinitaria y de la unión hipostática; como Hijo del hombre que sufre y muere en su naturaleza humana por nuestra salvación, Jesús expía nuestros pecados y nos consigue su perdón de parte del Dios Uno y Trino; como Hijo del hombre que en su misión mesiánica ha de prolongar su acción salvífica hasta la consumación de los siglos, Jesús confiere a los Apóstoles el poder de perdonarlos pecados para ayudar a los hombres a vivir sintonizados en la fe y en la vida con esta Voluntad eterna del Padre, 'rico en misericordia' (Ef 2, 4)

En esta infinita misericordia del Padre, en el sacrificio de Cristo, Hijo de Dios y del hombre que murió por nosotros, en la obra del Espíritu Santo que, por medio del ministerio de la iglesia, realizó continuamente en el mundo 'el perdón de los pecados' (Cfr. Encíclica Dominum et Vivificantem), se apoya nuestra esperanza de salvación.

Jesucristo, Legislador divino (14.X.87)

1. En los Evangelios encontramos otro hecho que atestigua la conciencia que tenía Jesús de poseer una autoridad divina, y la persuasión que tuvieron de esa autoridad los evangelistas y la primera comunidad cristiana. En efecto, los Sinópticos concuerdan al decir que los que escuchaban a Jesús 'se maravillaban de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas' (Mc 1, 22; y Mt 7, 29; Lc 4, 32). Es una información preciosa que Marcos nos da ya al comienzo de su Evangelio. Ella nos atestigua que la gente había captado en seguida la diferencia entre la enseñanza de Cristo y la de los escribas israelitas, y no sólo en el modo, sino en la misma sustancia: los escribas apoyaban su enseñanza en el texto de la ley mosaica, de la que eran intérpretes y glosadores; y Jesús no seguía el método de uno 'que enseña' o de un 'comentador' de la Ley Antigua, sino que se comportaba como un Legislador y, en definitiva, como quien tiene autoridad sobre la ley. Notemos que los que escuchaban sabían bien que se trataba de la Ley Divina, que dio Moisés en virtud de un poder que Dios mismo le había concedido como a su representante y mediador ante el pueblo de Israel.

Los Evangelistas y la primera comunidad cristiana, que reflexionaban sobre esa observación de los que habían escuchado la enseñanza de Jesús, se daban cuenta todavía más de su significado integral, porque podían confrontarla con todo el ministerio sucesivo de Cristo. Para los Sinópticos y para sus lectores era, pues, lógico el paso de a afirmación de un poder sobre la ley mosaica y sobre todo el Antiguo Testamento a afirmación de la presencia de un autoridad divina en Cristo. Y no sólo como un Enviado o Legado de Dios, como había sido en el caso de Moisés: Cristo, al atribuirse el poder de completar e interpretar con autoridad o, más aún, de dar la Ley de Dios de un modo nuevo, mostraba su conciencia de ser 'igual a Dios' (Cfr. Flp 2, 6).

2. Que el poder, que Cristo se atribuye sobre la Ley, comporte una autoridad divina lo demuestra el hecho de que El no crea otra Ley aboliendo a antigua: 'No penséis que he venido abrogar la ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla' (Mt 5, 17). Es claro que Dios no podría 'abrogar' la Ley que El mismo dio. Pero puede como hace Jesucristo) aclarar su pleno significado, hacer comprender su justo sentido, corregir las falsas interpretaciones y las aplicaciones arbitrarias, a las que la ha sometido el pueblo y sus mismos maestros y dirigentes, cediendo a las debilidades y limitaciones de la condición humana.

Para ello Jesús anuncia, proclama y reclama una 'justicia' superior a la de los escribas y fariseos (Cfr. Mt 5, 20), la 'justicia' que Dios mismo ha propuesto y exige con la observancia fiel de la Ley en orden al 'reino de los cielos'. El Hijo del hombre actúa, pues, como un Dios que restablece lo que Dios quiso y puso de una vez para siempre.

3. De hecho, sobre la Ley de Dios El proclama ante todo: 'en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla' (Mt 5, 18). Es una declaración drástica con la que Jesús quiere afirmar tanto la inmutabilidad sustancial de la Ley mosaica como el cumplimiento mesiánico que recibe en su palabra. Se trata de una 'plenitud' de la Ley antigua que El, enseñando 'como quien tiene autoridad' sobre la Ley, hace ver que se manifiesta sobre todo en el amor a Dios y al prójimo: 'De estos dos preceptos penden la Ley y los Profetas' (Mt 22, 40). Se trata de un 'cumplimiento' que corresponde al 'espíritu' de la Ley, que ya se deja ver desde la 'letra' del Antiguo Testamento, que Jesús recoge, sintetiza y propone con a autoridad de quien es Señor también de la Ley. Los preceptos del amor, y también de la fe generadora de esperanza en la obra mesiánica, que El añade a la Ley antigua explicitando su contenido y desarrollando sus virtualidades escondidas, son también un cumplimiento.

Su vida es un modelo de este cumplimiento, de modo que Jesús puede decir a sus discípulos no sólo y no tanto: Seguid mi Ley, sino: Seguidme a mí, imitadme, caminad a la luz que viene de mí.

4. El sermón de la montaña, como lo trae Mateo, es el lugar del Nuevo Testamento donde se ve afirmado claramente y ejercido decididamente por Jesús el poder sobre la Ley que Israel ha recibido de Dios como quicio de la Alianza. Allí es donde, después de haber declarado el valor perenne de la Ley y el deber de observarla (Cfr. Mt 5, 18-19), Jesús pasa a afirmar la necesidad de una 'justicia' superior a 'la de los escribas y fariseos', o sea, de una observancia de la Ley animada por el nuevo espíritu evangélico de caridad y de sinceridad.

Los ejemplos concretos son conocidos. El primero consiste en la victoria sobre la ira, el resentimiento, a animadversión que anidan fácilmente en el corazón humano, aun cuando se puede exhibir una observancia exterior de los preceptos de Moisés, uno de los cuales es el de no matar: 'Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio' (Mt 5, 21-22). Lo mismo vale para el que haya ofendido a otro con palabras injuriosas, con escarnio y burla. Es la condena de cualquier cesión ante el instinto de a aversión, que potencialmente ya es un acto de lesión y hasta de muerte, al menos espiritual, porque viola la economía del amor en las relaciones humanas y hace daño a los demás; y a esta condena Jesús intenta contraponer la Ley de la caridad que purifica y reordena al hombre hasta en los más íntimos sentimientos y movimientos de su espíritu. De la fidelidad a esta Ley hace Jesús una condición indispensable de la misma práctica religiosa: 'Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda' (Mt 5, 23-24). Tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a todo lo que se tenga en el corazón contra el otro: el amor que Jesús predicó iguala y unifica a todos en querer el bien, en establecer o restablecer a armonía en las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de procedimientos judiciales (Cfr. Mt 5, 25).

5. Otro ejemplo de perfeccionamiento de la Ley es el del sexto mandamiento del Decálogo, en el que Moisés prohibía el adulterio. Con un lenguaje hiperbólico y hasta paradójico, adecuado para llamar a atención e impresionar a los que lo escuchaban, Jesús anuncia: 'Habéis oído que fue dicho. No adulterarás. Pero yo os digo...' (Mt 5, 27): y condena también las miradas y los deseos impuros, mientras recomienda la huida de las ocasiones, la valentía de la mortificación, la subordinación de todos los actos y comportamientos a las exigencias de la salvación del alma y de todo el hombre (Cfr. Mt 5, 29)30).

A este ejemplo se une también en cierto modo otro que Jesús afronta enseguida: 'También se ha dicho: El que repudiare a su mujer déle libelo de repudio. Pero yo os digo...' y declara abolida la concesión que hacía la Ley antigua al pueblo de Israel 'por la dureza del corazón' (Cfr. Mt 19, 8), prohibiendo también esta forma de violación de la Ley del amor en armonía con el restablecimiento de la indisolubilidad del matrimonio (Cfr. Mt 19, 9).

6. Con el mismo procedimiento Jesús contrapone a la antigua prohibición de perjurar la de no jurar de ninguna manera (Mt 5, 33-38), y la razón que emerge con bastante claridad está fundada también en el amor: no debemos ser incrédulos o desconfiados con el prójimo, cuando es habitualmente franco y leal, sino que más bien hace falta que una y otra parte. sigan la ley fundamental del hablar y del obrar: 'Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, de mal procede' (Mt 5, 37).

7. Y también: 'Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente; pero yo os digo: No me hagáis frente al malvado' (Mt 5, 38-39), y con lenguaje metafórico Jesús enseña a poner la otra mejilla, a ceder no sólo la túnica, sino también el manto, a no responder con violencia a las vejaciones de los demás, y sobre todo: 'Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado' (Mt 5, 42). Radical exclusión de la Ley del talión en la vida personal del discípulos de Jesús, cualquiera que sea el deber de la sociedad de defender a los propios miembros de los malhechores y de castigara los culpables de violación de los derechos de los ciudadanos y del mismo Estado.

8. Y ésta es la perfección definitiva en la que encuentra el centro dinámico todas las demás: 'Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos...' (Mt 5, 43-45). A la interpretación vulgar de la Ley antigua que identificaba al prójimo con el israelita y más aún con el israelita piadoso, Jesús opone la interpretación auténtica del mandamiento de Dios y le añade la dimensión religiosa de la referencia al Padre celestial, clemente y misericordioso, que beneficia a todos y es, por lo tanto, el ejemplo supremo del amor universal.

En efecto, Jesús concluye: 'Sed... perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial' (Mt 5, 48). El pide a sus seguidores la perfección del amor. La nueva Ley que El ha traído tiene su síntesis en el amor. Este amor hará que el hombre, en sus relaciones con los demás, supere la clásica contraposición amigo-enemigo, y tenderá, desde dentro de los corazones, a traducirse en las correspondientes formas de solidaridad social y política, incluso institucionalizadas. Será, pues muy amplia en la historia, la irradiación del 'mandamiento nuevo' de Jesús.

9. En este momento nos vemos obligados sobre todo a manifestar que en los fragmentos importantes del 'sermón de la montaña" se repite la contraposición: 'Habéis oído que se dijo. Pero yo os digo'; y esto no para 'abrogar' la Ley divina de a antigua alianza, sino para indicar su 'perfecto cumplimiento', según el sentido entendido por Dios-Legislador, que Jesús ilumina con luz nueva y explica con todo su valor generador de nueva vida y creador de nueva historia: y lo hace atribuyéndose una autoridad que es la misma del Dios-Legislador. Podemos decir que en esa expresión suya repetida seis veces: Yo os digo, resuena el eco de es utodefinición de Dios que Jesús también se ha atribuido: 'Yo soy' (Cfr. Jn 8. 58)

10. Finalmente hay que recordar la respuesta que dio Jesús a los fariseos que reprobaban a sus discípulos el que arrancasen las espigas de los campos llenos de grano para comérselas en día de sábado, violando así la Ley mosaica. Primero Jesús les cita el ejemplo de David y de sus compañeros, que no dudaron en comer los 'panes de la proposición' para quitarse el hambre, y el de los sacerdotes que el día de sábado no observan la ley del descanso aso porque desempeñan las funciones en el templo. Después concluye con dos afirmaciones perentorias, inauditas para los fariseos: 'Pues yo os digo, que lo que hay aquí es más grande que el templo...'; y 'El Hijo del Hombre es señor del sábado' (Mt 12, 6, 8; cfr. Mc 2, 27-28). Son declaraciones que revelan con toda claridad la conciencia que Jesús tenía de su autoridad divina. El que se definiera 'como superior al templo' era una alusión bastante clara a su trascendencia divina. Y proclamarse 'señor del sábado, o sea, de una Ley dada por Dios mismo a Israel, era la proclamación abierta de la propia autoridad como cabeza del reino mesiánico y promulgador de la nueva Ley. No se trataba, pues, de simples derogaciones de la Ley mosaica, admitidas también por los rabinos en casos muy restringidos, sino de una reintegración, de un complemento y de una renovación que Jesús enuncia como inacabables: 'El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán' (Mt 24, 35). Lo que viene de Dios es eterno, como eterno es Dios.

Necesidad de creer en la divinidad del Hijo (21.X.87)

1. Los hechos que hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y prueban la conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios, los atributos divinos, el poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar los pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son aspectos de la única verdad que El afirma con fuerza, la de ser verdadero Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos, al conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: 'Yo y el Padre somos una misma cosa' (Jn 10). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es propio de Dios, Jesús, habla de Sí mismo como del 'Hijo del hombre', tanto por la unidad personal del hombre y de Dios en El, como por seguir la pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos de la mano, a las alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo del hombre no duda en pedir: 'Creed en Dios, creed en mí' (Jn 14, 1).

El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente las respuestas que da Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide que crean en El, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre. 'Creed en Dios, creed también en mí' (Jn 14, 1).

2. Estas palabras hay que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la última Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (Cfr. Jn 14, 2-3). Y cuando Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo reino, Jesús responde que El es el camino, la verdad y la vida (Cfr. Jn 14, 6). Cuando Felipe le pide que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo absolutamente unívoco: 'El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo nos las hablo de mí mismo; el Padre que mora en mí hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en mi; a lo menos, creedlo por las obras' (Jn 14, 9-11).

La inteligencia humana no puede rechazar esta declaración de Jesús, sino es partiendo ya a priori de un prejuicio antidivino. A los que admiten al Padre, y más aún, lo buscan a piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo y des dice: ¡Mirad, el Padre está en mí!

3. En todo caso, para ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apea a sus obras a todo lo que ha llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en El. Jesús lo dice no sólo en el círculo de los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo y la mayoría no creía en Jesús, 'aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos' (Jn 12, 37). En un determinado momento 'Jesús, clamando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado' (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir que Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a sus seguidores. Y les explica: 'Las cosas que yo hablo, las hablo según el Padre me ha dicho' (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.

Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en una 'consecuencia lógica' para los que honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.

4. A este respecto, es significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde la infancia por un 'espíritu mudo' que se desenfrenaba en él de modo impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: 'Si algo puedes, ayúdanos por compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al que cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi incredulidad' (Mc 9, 22-23). Y Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo que le han dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a El para pedirle ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.

5. Pero allí donde los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una resistencia derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder divino. Es significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que Jesús se encontraba porque había vuelto después del comienzo de su ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo se admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además 'se escandalizaban de El', o sea, hablaban de El y lo trataban con desconfianza y hostilidad, como persona no grata. Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no pudo hacer allí ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. El se admiraba de su incredulidad' (Mc 6, 4-6). Los milagros son 'signos' del poder divino de Jesús. Cuando hay obstinada cerrazón al reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser. Por lo demás, también El responde a los discípulos, que después de la curación del epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al demonio. El respondió: 'Por vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os sería imposible' (Mt 17, 19-20). Es un lenguaje figurado e hiperbólico, con el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de la fe.

6. Es lo mismo que Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de nacimiento, cuando lo encuentra y le pregunta: '¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante él' (Jn 9, 35-38). Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los humildes que buscan a Dios (Cfr. Dt 29, 3; Is 6, 9 ss.; Jer 5, 21; Ez 12, 2): él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque reconoce al 'Hijo del hombre', a diferencia de los autosuficientes que confían únicamente en sus propias luces y rechazan la luz que viene de lo alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera (Cfr. Jn 9, 39-41).

7. La decisiva importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre Jesús y Marta ante el sepulcro de Lázaro: 'Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella (Marta): Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo' (Jn 11, 23)27). Y Jesús resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a los muertos porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!

8. La enseñanza de Jesús sobre la fe como condición de su acción salvífica se resume y consolida en el coloquio nocturno con Nicodemo, 'un jefe de los judíos' bien dispuesto hacia El y a reconocerlo como 'maestro de parte de Dios' (Jn 3, 2). Jesús mantiene con él un largo discurso sobre la 'vida nueva' y, en definitiva, sobre la nueva economía de la salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre que ha de ser levantado 'para que todo el que crea en él tenga la vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna' (Jn 3, 15)16). Por lo tanto, la fe en Cristo es condición constitutiva de la salvación, de la vida eterna. Es la fe en el Hijo unigénito (consubstancial al Padre) en quien se manifiesta el amor del Padre. En efecto, 'Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él' (Jn 3, 17). En realidad, el juicio es inmanente a la elección que se hace, a la adhesión o al rechazo de la fe en Cristo: 'El que cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios' (Jn 3, 18).

Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascual el punto central de la fe que salva: 'Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en él tenga vida eterna' (Jn 3, 14-15). Podemos decir también que éste es el 'punto crítico' de la fe en Cristo. La cruz ha sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa 'elevación' había que quedar conmovidos, como en parte sucedió. Pero el hecho de que El 'resucitó al tercer día' les permitió salir victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado, prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: '¡Señor mío y Dios mío!' (Jn 20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (Cfr. Mt 16, 16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es 'Señor y Dios'.

9. Inmediatamente después de haber hecho esta profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la bienaventuranza de aquellos 'que sin ver creyeron' (Jn 20, 29). Juan ofrece una primera conclusión de su Evangelio: 'Muchas otras señales hizo Jesús en su presencia de los discípulos, que no está escrita en este libro para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre' (Jn 20, 30)31 ).

Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, se alcance la salvación. La salvación )y por lo tanto la vida eterna) está ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la 'lógica' y la 'economía' de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde el prólogo de su Evangelio: 'A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder de venir a ser hijos de Dios: 'A aquellos que creen en su nombre' (Jn 1, 12).

Exigencias del seguimiento de Cristo (28.X.87)

1. En nuestra búsqueda de los signos evangélicos que revelen la conciencia que tenía Cristo de su Divinidad, hemos subrayado en la catequesis anterior la interpelación que hace a sus discípulos de que tengan fe en El: 'Creed en Dios, creed también en mí' (Jn 14, 1): una interpelación que sólo puede hacer Dios. Jesús exige esta fe cuando manifiesta un poder divino que supera todas las fuerzas de la naturaleza, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro (Cfr. Jn 11, 38-44); la exige también en el momento de la prueba, como fe en el poder salvífico de su cruz, tal como afirma en el coloquio con Nicodemo (Cfr. Jn 3,14-15); y es fe en su Divinidad: 'El que me ha visto a mi ha visto al Padre' (Jn 14, 9).

La fe se refiere a una realidad invisible, que está por encima de los sentidos y de la experiencia, y supera los límites del mismo intelecto humano (argumentum non apparentium: 'prueba de las cosas que no se ven': cfr. Heb 11, 1); se refiere, como dice San Pablo, a 'esas cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre', pero que Dios ha preparado para los que lo aman (Cfr. 1 Cor 2, 9). Jesús exige una fe así cuando el día antes de morir en la cruz, humanamente ignominiosa, dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (Cfr. Jn 14, 2).

2. Estas cosas misteriosas, esta realidad invisible, se identifica con el Bien infinito de Dios, Amor eterno, sumamente digno de ser amado sobre todas las cosas. Por eso, junto a la interpelación de fe, Jesús coloca el mandamiento del amor a Dios 'sobre todas las cosas', que ya estaba en el Antiguo Testamento, pero que Jesús repite y corrobora en una nueva clave. Es verdad que cuando responde a la pregunta: '¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?' Jesús cita las palabras de la ley mosaica: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente' (Mt 22, 37; cfr. Dt 6, 5). Pero el pleno sentido que toma el mandamiento en la boca de Jesús emerge de la referencia a otros elementos del contexto en el que se mueve y enseña. No hay duda que El quiere inculcar que sólo Dios puede y debe ser amado sobre todo lo creado; y sólo de cara a Dios puede haber dentro del hombre la exigencia de un amor sobre todas las cosas. Sólo Dios, en virtud de esta exigencia de amor radical y total, puede llamar al hombre para que 'lo siga' sin reservas, sin limitaciones, de forma indivisible, tal como leemos ya en el Antiguo Testamento: 'Habéis de ir tras de Yahvéh, vuestro Dios.... habéis de guardar sus mandamientos..., servirle y allegaros a El' (Dt 13, 4). En efecto, sólo Dios 'es bueno' en el sentido absoluto (Cfr. Mc 10, 18; también Mt 19,17). Sólo El 'es amor' (1 Jn 4,16) por esencia y por definición. Pero aquí hay un elemento nuevo y sorprendente en la vida y en la enseñanza de Cristo.

3. Jesús llama a seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro mismo del Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos hablar a los Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de ellos que lo dejan todo para seguirlo.

Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los Evangelistas: 'Un discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y deja a los muertos sepultar a sus muertos' (Mt 8, 21-22), forma drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de Mateo Lucas añade la connotación apostólica de esta vocación: 'Tú vete y anuncia el reino de Dios' (Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo, quien nos atestigua el hecho: 'Sígueme. Y él, levantándose lo siguió' (Mt 9, 9; Cfr. Mc 2, 13-14).

Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero 'al oír esto (es decir, la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes' (Mt 19, 22; Mc 10, 22). Sin embargo, otros no sólo aceptan el 'Sígueme', sino que, como Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al Mesías (Cfr. Jn 1, 43 ss.). Al mismo Simón es capaz de decirle desde el primer encuentro: 'Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)' (Jn 1, 42). El Evangelista Juan hace notar que Jesús 'fijó la vista en él': en esa mirada intensa estaba el 'Sígueme' más fuerte y cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar esa invitación. En efecto, el 'Sígueme' literal llegará para Pedro después del lavatorio de los pies, durante la última Cena (Cfr. Jn 13, 36), y luego, de modo definitivo, después de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (Cfr. Jn 21, 19).

4. No cabe duda que Pedro y los Apóstoles )excepto Judas) comprenden y aceptan la llamada a seguir a Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro: 'Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido' (Mt 19, 27). Lucas añade: 'todo lo que teníamos' (Lc 18, 28). Y el mismo Jesús parece que quiere precisar de 'qué' se trata al l responder a Pedro. 'En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en el venidero' (Lc 18, 29-30).

En Mateo se especifica también el dejar hermanas, madre, campos 'por amor de mi nombre'; a quien lo haya hecho Jesús le promete que 'recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna' (Mt 19, 29).

En Marcos hay una especificación posterior sobre el abandonar todas las cosas 'por mí y por el Evangelio', y sobre la recompensa: 'El céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero' (Mc 10, 29-30).

Dejando a un lado de momento el lenguaje figurado que usa Jesús, nos preguntamos: ¿Quién es ese que pide que lo sigan y que promete a quien lo haga darle muchos premios y hasta 'la vida eterna'? ¿Puede un simple Hijo del hombre, prometer tanto, y ser creído y seguido, y tener tanto atractivo no sólo para aquellos discípulos felices, sino para millares y millones de hombres en todos los siglos?

5. En realidad los discípulos recordaron bien a autoridad con que Jesús les había llamado a seguirlo sin dudar en pedirles una dedicación radical, expresada en términos que podían parecer paradójicos, como cuando decía que había venido a traer 'no la paz, sino la espada', es decir, a separar y dividir alas mismas familias para que lo siguieran, y luego afirmaba: 'El que ama a l padre o a la madre más que a mí, no es digno de mi; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí' (Mt 10, 37)38). Aún es más fuerte y casi dura la formulación de Lucas: 'Si alguno viene a mí y no aborrece a (expresión del hebreo para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer, sus hermanos, sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo' (Lc 14, 26).

Ante estas expresiones de Jesús no podemos dejar de reflexionar sobre lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No cabe duda que las formas concretas de seguir a Cristo están graduadas por El mismo según las condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y de los grupos. Las palabras de Jesús, como El dice, son 'espíritu y vida' (Cfr. Jn 6, 63), y no podemos pretender concretarlas de forma idéntica para todos. Pero según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias heroicas como las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia de sí por seguir a Jesús )y podemos decir igual de la oblación de sí mismo en el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo) compromete a todos 'secundum praeparationem animi' (Cfr. S.Th. II)II q. 184, a. 7, ad 1), o sea, según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no hay un verdadero espíritu evangélico.

6. Del mismo Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de una elección de Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que Marcos señala con bastante claridad cuando escribe: 'Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a El, y designó a doce para que lo acompañaran...' (Mc 3, 13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los Apóstoles en el discurso final: 'No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros...' (Jn 15, 1 6).

No se deduce que El condenara definitivamente al que no aceptó seguirlo por un camino de total dedicación a la causa del Evangelio (Cfr. El caso de joven rico: Mc 10, 17)27). Hay algo más que pone en juego la libre generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor cristiano es universal y obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a nosotros mismos, porque 'el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve' (1 Jn 4, 20).

7. Jesús, al establecer la exigencia de la respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a sus discípulos: 'El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...' (Mt 16,24-25).

Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien quiera seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida 'por mi y el Evangelio' (Mc 8 34-35). ¡Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (Cfr. Mc 8,31-32).

8. Pero, al mismo tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos 'por amor del Hijo del hombre' (Lc 6, 22): 'Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa' (Mt 5, 12).

Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (Cfr. Lc 6, 22), y promete 'recompensa en los cielos'? Sólo un Hijo del hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: 'Señor mío y Dios mío'.

Instauración del Reino de Dios por Jesucristo (4.XI.87)

1. Estamos recorriendo los temas de las catequesis sobre Jesús 'Hijo del hombre', que al mismo tiempo hace que lo conozcamos como verdadero 'Hijo de Dios': 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). Hemos visto que El refería a Sí mismo el nombre y los atributos divinos; hablaba de su divina pre-existencia)existencia en la unidad con el Padre (y con el Espíritu Santo, como explicaremos en un posterior ciclo de catequesis); se atribuía el poder sobre la ley que Israel había recibido de Dios por medio de Moisés en a antigua Alianza (especialmente en el sermón de la montaña: Mt 5); y junto a ese poder se atribuía también el de perdonar los pecados (Cfr. Mc 2, 1-12 y paral.; Lc 7, 48; Jn 8, 11 ) y de juzgar al final las conciencias y las obras de todos los hombres (Cfr. por ejemplo, Mt 25, 31-46; Jn 5, 27-29). Finalmente enseñaba como uno que tiene autoridad y pedía creer en su palabra, invitaba a seguirlo hasta la muerte y prometía como recompensa la 'vida eterna'. Al llegar a este punto, tenemos a nuestra disposición todos los elementos y todas las razones para afirmar que Jesucristo se ha revelado a Sí mismo como Aquel que instaura el reino de Dios en la historia de la humanidad.

2. El terreno de la revelación del reino de Dios había sido preparado ya en el Antiguo Testamento, especialmente en la segunda fase de la historia de Israel, narrada en los textos de los Profetas y de los Salmos que siguen al exilio y las otras experiencias dolorosas del Pueblo elegido. Recordemos especialmente los Cantos de los salmistas a Dios que es Rey de toda la tierra, que 'reina sobre las gentes' (Sal 46/47, 8-9); y el reconocimiento exultante: 'Tu reino es reino de todos los siglos, y tu señorío de generación en generación' (Sal 144/145, 13). El Profeta Daniel, a su vez, habla del reino de Dios 'que no será destruido jamás..., destruirá y desmenuzará a todos esos reinos, más el permanecerá por siempre'. Este reino que se hará surgir del 'Dios de los cielos' (el reino de los cielos) quedará bajo el dominio del mismo Dios y 'no pasará a poder de otro pueblo' (Cfr. 2, 44).

3. Insertándose en esta tradición y compartiendo esta concepción de la Antigua Alianza, Jesús de Nazaret proclama desde el comienzo de su misión mesiánica precisamente este reino: 'Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano' (Mc 1, 15). De este modo, recoge uno de los motivos constantes de la espera de Israel, pero da una nueva dirección a la esperanza escatológica, que se había dibujado en la última fase del Antiguo Testamento, al proclamar que ésta tiene su cumplimiento inicial y aquí en la tierra, porque Dios es el Señor de la historia: ciertamente su reino se proyecta hacia un cumplimiento final más allá del tiempo, pero comienza a realizarse ya aquí en la tierra y se desarrolla en cierto sentido, 'dentro' de la historia. En esta perspectiva Jesús anuncia y revela que el tiempo de las antiguas promesas, esperas y esperanzas, 'se ha cumplido', y que el reino de Dios 'está cercano', más aún, está ya presente en su misma persona.

4. En efecto, Jesucristo no sólo adoctrina sobre el reino de Dios, haciendo de él la verdad central de su enseñanza, sino que instaura este reino en la historia de Israel y de toda la humanidad. Y en esto se revela su poder divino, su soberanía respecto a todo lo que en el tiempo y en el espacio lleva en sí los signos de la creación antigua y de la llamada a ser criaturas nuevas (Cfr. 2 Cor 5, 17, Gal 6, 15), en las que ha vencido, en Cristo y por medio de Cristo, todo lo caduco y lo efímero; y ha establecido para siempre el verdadero valor del hombre y de todo lo creado.

Es un poder único y eterno que Jesucristo (crucificado y resucitado) se atribuye al final de su misión terrena, cuando declara a los Apóstoles: 'Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra', y en virtud de este poder suyo les manda: 'Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo' (Mt 28, 18-20).

5. Antes de llegar a este acto definitivo de la proclamación y revelación de la soberanía divina del 'Hijo del hombre', Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha venido al mundo. Más aun, en el conflicto con los adversarios que no dudan en atribuir un poder demoniaco a las obras de Jesús, El los confunde con una argumentación que concluye afirmando lo siguiente: 'Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros' (Lc 11, 20). En El y por El, pues, el espacio espiritual del dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de Israel y de toda la humanidad, y El es capaz de revelarlo y de mostrar que tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo muestra liberando de los demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado para Dios.

6. También el mandato definitivo, que Cristo crucificado y resucitado da a los Apóstoles (Mt 28, 18-20), fue preparado por El bajo todos los aspectos. Momento clave de la preparación fue la vocación de los Apóstoles: 'Designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios' (Mc 3, 14-15). En medio de los Doce, Simón Pedro se convierte en destinatario de un poder especial en orden al reino: 'Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te dará las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra quedará desatado en los cielos' (Mt 16, 18-19). Quien habla de este modo está convencido de poseer el reino, de tener su soberanía total, y de poder confiar sus 'llaves' a un representante y vicario suyo, más aún de lo que haría un rey de la tierra con su lugarteniente o primer ministro.

7. Esta convicción evidente de Jesús explica porqué El, durante su ministerio, habla de su obra presente y futura como de un nuevo reino introducido en la historia humana: no sólo como verdad anunciada, sino como realidad viva, que se desarrolla, crece y fermenta toda la masa humana, como leemos en la parábola de la levadura (Cfr. Mt 13, 33: Lc 13, 21). Esta y las demás parábolas del reino (Cfr. especialmente Mt 13), dan testimonio de que) ésta ha sido la idea central de Jesús pero también la sustancia de su obra mesiánica, que El quiere que se prolongue en la historia, incluso después de su vuelta al Padre, mediante una estructura visible cuya cabeza es Pedro (Cfr. Mt 16, 18-19).

8. La instauración de esa estructura del reino de Dios coincide con la transmisión que Cristo hace de la misma a los Apóstoles escogidos por El: 'Yo dispongo (latín: dispongo; algunos traducen: 'transmito') del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío' (Lc 22, 29). Y la transmisión del reino es al mismo tiempo una misión: 'Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo' (Jn 17, 18). Después de la resurrección, al aparecerse Jesús a los Apóstoles, les repetirá: 'Como me envió mi Padre, así os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuvierais le serán retenidos' (Jn 20, 21-23).

Prestemos atención: en el pensamiento de Jesús, en su obra mesiánica, en su mandato a los Apóstoles, la inauguración del reino en este mundo está estrechamente unida a su poder de vencer el pecado, de anular el poder de Satanás en el mundo y en cada hombre. Así, pues, está ligado al misterio pascual a la cruz y resurrección de Cristo. Agnus Dei qui tollit peccata mundi..., y como tal se estructura en la misión histórica de los Apóstoles y de sus sucesores. La instauración del reino de Dios tiene su fundamento en la reconciliación del hombre con Dios, llevada a cabo en Cristo y por Cristo en el misterio pascual (Cfr. 2 Cor 5, 19; Ef 13-18; Col 1, 15-2).

9. La instauración del reino de Dios en la historia de la humanidad es la finalidad de la vocación y de la misión de los Apóstoles (y por lo tanto de la Iglesia) en todo el mundo (Cfr. Mc 16, 15; Mt 28, 19)20). Jesús sabía que esta misión, a la vez que su misión mesiánica, habría encontrado y suscitado fuertes oposiciones. Desde los primeros días en que envió a los Apóstoles a las primeras experiencias de colaboración con El, les advertía: 'Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas' (Mt 10, 16).

En el texto de Mateo se condensa también lo que Jesús habría dicho a continuación respecto a la suerte de sus misioneros (Cfr. Mt 10,17-25); tema sobre el que vuelve en uno de últimos discursos polémicos con los 'escribas y fariseos', afirmando: 'Por esto os envío yo profetas, sabios y escribas, y a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad' (Mt 23, 34). Suerte que, por lo demás, ya les había tocado a los Profetas y a otros personajes de la antigua Alianza, a que se refiere el texto (Cfr. Mt 23, 35). Pero Jesús daba a sus seguidores la seguridad de la duración de su obra y de ellos mismos: et porta inferi non praevalebunt.

A pesar de las oposiciones y contradicciones que habría conocer en su devenir histórico, el reino de Dios, instaurado una vez para siempre en el mundo con el poder de Dios mismo mediante el Evangelio y el misterio pascual del Hijo, traería siempre no sólo los signos de su pasión y muerte, sino también el sello de su poder divino, que deslumbró en la resurrección. Lo demostraría la historia. Pero la certeza de los Apóstoles y de todos los creyentes está fundada en la revelación del poder divino de Cristo, histórico, escatológico y eterno, del que enseña el Concilio Vaticano II: 'Cristo, haciéndose obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (Cfr. Flp 2, 8)9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (Cfr. 1 Cor 15, 27-28)' (Lumen Gentium, 39).