DOM Columba Marmion

Traducido del francés por José Gálvez Krüger  para Aci Prensa

Lo que realza infinitamente este amor es la libertad soberana con la cual Cristo Jesús se ofrece: Oblatus est quia ipse volui. Esos dos términos nos dicen cuánto espontáneamente Jesús aceptó su pasión. ¿No había dicho un día, hablando del buen pastor que da la vida por sus ovejas: “Mi Padre me ama porque doy mi vida, para retormarla el día de mi resurrección.

Nadie me la arrebata, sino que yo la doy por mí mismo; tengo el poder de darla, y el poder de retomarla”?

Y vean cómo sus palabras se realizaron. En el momento de su arresto, pregunta a los que quieren poner la mano sobre él: ¿A quién buscan? – “Jesús de Nazareth” – “Soy yo”. Y estas los tira por tierra Si le pedía a su Padre, “el Padre enviaría legiones de ángeles para liberarlo”. Todos los días, me sentaba en medio de ustedes, enseñando en el templo, y no me prendiste”. Hubiese podido hacer que ocurriese lo mismo hoy, pero no quiere, porque “es su hora”. Véanlo delante de Pilato; reconoce que “el poder que tiene el gobernador romano de condenarlo a muerte no viene sino de su Padre”: “Non haberes potestatem adversum me ullam, nisi tibi datum esset desuper.  Si hubiese querido se hubiera liberado de sus manos, pero como es la volunta de su Padre, se abandona a un juez inicuo: Tradebat judicanti se injuste.

Esta libertad con la que Jesús da su vida es total. Y esa es una ade las más admirable sperfecciones de su sacrificio, uno de los aspectos que tocan más profundamente nuestro corazón humano. “Dios amó al mundo al punto que le entregó su Hijo único”. Cristo amó a tal punto a sus hermanos que se entregó espontáneamente él mismo para salvarlos.

Todo es perfecto en el sacrificio de Jesús: el amor que lo inspira, y la libertad con que la cumple. Perfecto es también el don ofrecido: Cristo se ofrece a sí mismo: Semetipsum Tradidit.

Cristo se ofrece completamente; su alma y su cuerpo están quebrados, triturados por los dolores; no existe ninguno que Jesús no haya conocido. Si leen atentamente el Evangelio, verán que los sufrimientos de Jesús fueron dispuestos de tal manera que todos los miembros de su cuerpo sagrado fuesen alcanzados, que todas las fibras de su corazón fuesen desgaradas por la ingratitud de la turba, el abandono de los suyos, los dolores de su madre, que su santa alma debió sufrir todos los agravios y todas las humillaciones con que un hombre puede ser abatido. Realizó a la letra la profecía de Isaías: “Muchos quedaron estupefactos viéndolo, tanto estaba desfigurado… no hay forma ni belleza para atraer nuestra miradas… se nos mostró como un leproso enteramente irreconocible”.

Les hablaba  esta tarde de la agonía en el jardín de los Olivos. Cristo que no exagera nada, descubre a sus apóstoles que “su alma inocente está oprimida entonces por una tristeza tan punzante y tan amarga que es capaz de hacerle morir”: Tristis est anima mea usque ad mortem.¡Qué abismo! Un Dios, El Poder y la Beatitud infinitas, “se encuentra abatido por la tristeza, el miedo y los infortunios “: Coepit pavere, et taedere et maestus esse! El Verbo encarnado conocía todos los sufrimientos que caerían sobre él durante las largas horas de su pasión; esta visión sublevaba en su naturaleza toda la repulsión que una simple criatura habría experimentado; en la divinidad a la que estaba unido, su alma veía claramente todos los pecados de los hombres, todos los ultrajes hechos a la santidad y al amor infinito de Dios.

Había tomado sobre él todas esas iniquidades, e hizo como si se revistiese de ellas; sentía pesar sobre él toda la cólera de la justicia divina: Ego sum vermis, et non homo: oprobrium hominun, et abjectio plebis. Preveía que para muchso hombres su sangre sería inútilmente derramada, y esta visión llevaba al extremo la amargura de su santa alma. Pero, lo hemos visto, Cristo aceptó todo. Se levanta ahora, sale del jardín y avanza sobre sus enemigos.

Aquí comienza, para Nuestro señor, esta serie de sufrimientos, que a penas podemos tratar de describir.

Traicionado por el beso de uno de sus apóstoles, aporreado por la soldadesca como un malhechor es conducido a la casa del sumo sacerdote. Ahí “guarda silencio” en medio de falsas acusaciones proferidas contra Él: ílle autem tacebat.

No habla sino para proclamar que es el hijo de Dios: Tu dixisti, ego sum. Esta confesión es  la más solemne jamás hecha de la divinidad de Cristo: Jesús, rey de los mártires, muere por haber confesado su divinidad, y todos los mártires darán su vida por la misma causa.

Pedro, jefe de los apóstoles, había seguido de lejos a su divino Maestro; le había prometido no abandonarlo nunca. ¡Pobre Pedro! Sabemos cómo, tres veces, negó a Jesús. Esa fue, sin duda alguna, para nuestro divino Salvador, una de las penas más profundas de esa noche terrible.

Los soldados encierran a Jesús y lo colman de injurias y de malos tratos; como no podían soportar su mirada tan dulce, le vendan los ojos para burlarse de Él para darle insolentes cachetadas; osan macular vilmente con sus escupitajos impuros esa faz adorable que los ángeles no contemplan sino con arrobamiento,

El evangelio nos enseña a continuación cómo Jesús, desde la mañana, fue conducido delante del sumo sacerdote, tratado como loco por Herodes, Él, la Sabiduría eterna; flagelado por orden de Pilatos; los soldados golpean sin piedad a su inocente víctima, cuyo cuerpo se vuelve pronto una gran llaga. Y no obstante esta cruel flagelación no bastó a esos hombres que ya no son hombre; incrustan una corona de espinas sobre la cabeza de Jesús y lo agobian con burlas.

El cobarde gobernador romano se imagina que el odio de los judíos será satisfecho viendo a Cristo en tan lamentable estado; lo presenta a la turba: Ecce homo, ¡“He aquí el hombre! … Miremos en este momento a nuestro divino Maestro sumergido en este abismo de sufrimientos y de ignominias, y pensemos que el Padre, también nos los presenta ay dice: “He aquí mi hijo, el esplendor de mi gloria, - pero golpeado por causa de los crímenes de mi pueblo: Propter scellus populi mei percussi eum.

La sentencia de muerte está, pues, pronunciada, y Cristo tomando su pesada cruz sobre sus espaldas marchitas, se encamina hacia el Calvario. ¡Cuántos dolores le están todavía reservados! La vista de su madre que ama tan tiernamente y cuya aflicción conoce mejor que nadie; el despojo de sus vestiduras, la perforación de las manos y los pies; la sed abrasadora. Luego los sarcasmos odiosos de sus más mortales enemigos: “Tú que destruyes el templo de Dios, sálvate a ti mismo y creeremos en ti… salvó a otros, y no puede salvarse a sí mismo”. En fin, el abandono de su Padre, cuya santa voluntad hizo siempre: “Padre, ¿por qué me has abandonado?

Verdaderamente bebió el cáliz hasta las heces, realizó hasta la última iota, es decir hasta el mínimo detalle todo lo que estaba predicho sobre Él. Igualmente, cuando todo estuvo cumplido, cuando tocó el fondo de todos los dolores y de todas la humillaciones, pudo proferir su Consummatum est. Sí, “todo está consumado”; no queda sino entregar su alma a su Padre: Et inclinato capite, tradidit spiritum.

Adoremos a este crucificado que acaba de dar el último suspiro

Dedicado a Françoise Devaux Patel


Is LIII, 7.

Jn X, 17-18.

Ibid XVIII, 4-6.

Mt XXVI, 53.

Jn IXI, 11.

I Pe II, 23.

Jn III, 16.

Is LII

Mt XXVI, 38

Mc XIV, 33

Mt XXVI, 37

Sal XXI,7

Mc XIV,62

Mt XXVI, 64

Jn XIX, 5

Is LIII, 8

Mt. XXVII

Lc XXIII