La Exégesis polémica, doctrinal y espiritual de San Atanasio

Bertand de Margerie S.J.

Atanasio de Alejandría (295? -373) es célebre, sobre todo, como heroico defensor y apóstol de la divinidad de Jesús, Hijo de Dios, definido en Nicea en 325, durante el primer concilio ecuménico, como “sustancial” (homousios) a su Padre. Pero Atanasio es menos conocido como exegeta. Sus comentadores, sin embargo, han subrayado contestes su excepcional conocimiento de las Escrituras divinas, como lo testimonian la mayor parte de sus obras, desde el comienzo hasta el fin de su larga carrera de escritor episcopal.

En el curso de los años recientes, esta exégesis no pasó desapercibida a numerosos especialistas1. En este estudio, que no pretende ser sino una introducción, no nos limitaremos a considerar la exégesis de Atanasio en el triple contexto del arrianismo, del judaísmo y del monaquismo, que parecen ser los tres “lugares” en cuyo contexto  el doctor alejandrino elaboró y puso en obra sus principios exegéticos2. Veremos así, que esta exégesis atanasiana se presenta como inseparablemente doctrinal y ascético mística. Las polémicas anti-arrianas invitaron a Atanasio a considerar el sentido literal del Nuevo Testamento, mientras que la polémica antijudaica lo alentaba a escrutar el sentido espiritual del Antiguo Testamento; y  su exégesis monástica se situaba en la confluencia de sus preocupaciones doctrínales y ascéticas. Prolongaremos la presentación de este último aspecto de su exégesis por medio de un apéndice consagrado a la formación bíblica de los monjes del desierto, formación que manifiesta toda una comprensión del rol de la Escritura en la búsqueda  de la perfecta unión con Dios

A) Contra los Arrianos, Atanasio despliega una exégesis literal del Nuevo Testamento

Recordemos este hecho mayor: desde el comienzo hasta el fin de su carrera, Atanasio debió luchar contra la exégesis arriana. ¿Qué la caracterizaba?

A falta de un estudio amplio de conjunto sobre recordando, a la luz de los trabajos recientes3, sus trazos mayores.

Arrio (256? – 336), sacerdote de Alejandría, fue encargado por su obispo, después de su ordenación, nos dice Teodoreto4, “de explicar las Escrituras divinas”. Arrio interpretó las aserciones bíblicas que tocan a la unicidad de Dios, su eterna inmutabilidad, su indivisibilidad, y su incomprensibilidad como atributos reservados a la Mónada suprema, opuestas a las propiedades del Hijo. Quiso explicar las Escrituras, y especialmente el misterio de las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu fuera de la Tradición de la Iglesia, e incluso contra ella, para mostrar que el Hijo no podía ser el Dios verdadero. Según él, la exégesis católica introducía, en el Dios único, sosteniendo la consubstancialidad del Hijo, una división en partes, una composición, un cambio. Por el contrario, para tratar de demostrar que el Hijo ha sido creado por el Padre y le es inferior, la exégesis arriana empleaba tres grupos de versículos bíblicos.

Proverbios 8, 22: “Yahvé me dio el ser como primicias de sus caminos”, falsamente traducido como “El Señor me creó al comienzo de sus caminos5”; este versículo estaba orquestado por Hb 1,4 y 3,1.
A la luz de 1 Corintios 1, 24, los arrianos interpretaban Joel 2, 26 y el Salmo 103, 21, como significando que Cristo es una de las potencias creadas.
Finalmente, y sobre todo, veían en Jn 14, 28 (“El Padre es más grande que yo”) la prueba decisiva de la inferioridad del Hijo respecto de su Padre.

La exégesis arriana no distinguía las dos naturalezas de Cristo, atribuía directamente al Verbo como tal lo que es propio del hombre. Atanasio, por el contrario, lee las Escrituras a la luz de la doctrina de las dos condiciones o naturalezas, humana y divina, de Cristo salvador, tal como la recibe de las Escrituras mismas6 (cf- Flp 2, 6-8) a través de la Iglesia y la Tradición de los Padres.

En relación íntima con su convicción profunda a este respecto, Atanasio enuncia, además, un principio general o marca distintiva de la Sagrada Escritura (skopos kai charaktèr tès hagias graphès) de acuerdo a lo que hemos dicho a menudo: es su doble declaración concerniente al Salvador, saber que es Dios desde siempre e Hijo, en tanto que Logos y Resplandor y Sabiduría del Padre, y que Él es también aquel que más tarde tomó carne, por causa nuestra, en la Virgen y Madre de Dios, María y que se hizo hombre, cf. Jn 5, 39: “Escruten la Escritura, porque ella da testimonio de mí7”.
¿Cómo comprender el sentido de esta regla atanasiana sobre el fin y el carácter de las Escrituras?

Atanasio depende, aquí, de Orígenes8, no sin modificarlo. Para Atanasio, el fin o skopos de la Escritura sagrada no supone, como en Orígenes, la comunicación de una suma de misterios ocultos de los destinos humanos”, sino que se remite a la comunicación de una única verdad, la del misterio del Único engendrado que Orígenes había, por su parte, mencionado en primer lugar. Esta reducción del sentido y del contenido de la Escritura al misterio de Cristo marca la diferencia fundamental entre Atanasio y Orígenes. La Escritura no es ya, para Atanasio, la letra que vela toda verdad y toda sabiduría pensables en principio; ella trae el mensaje de una verdad propia9.

Al decir que “el fin  - skopos – y la marca distintiva de la Escritura sagrada consisten en la doble enseñanza sobre el salvador, a saber, que es Dios desde siempre e Hijo y que más tarde, por causa nuestra, tomó carne en María y se hizo hombre”, Atanasio no hace sólo alusión a la distinción de las dos condiciones, estados naturales de Cristo, sino, además a los tiempos en la existencia del Logos10.

Su principio no significa tanto que un pasaje particular de la Escritura deba ser interpretado a la luz del conjunto de la Biblia, sino indica, más bien el contenido último de la Escritura, leída en totalidad a la luz del Nuevo Testamento. Bien entendido, el principio atanasiano no hace sino enunciar un dato permanente de la fe cristiana, al punto que se puede decir que Vaticano II la retomó en sustancia y canonizó diciendo: “La economía del Antiguo Testamento, tenía por razón de ser principal, preparar la llegada de Cristo Salvador…, de anunciar proféticamente este acontecimiento y  de significarlo, por diversas figuras… Los libros del Antiguo Testamento, alcanzan y muestran su completa significación en el Nuevo Testamento11”.

Para Atanasio, como para Juan y  Pablo, este contenido crístico no es proyectado desde el exterior y como importado en la Escritura. Por el contrario, el “doble mensaje” constituye para él el anuncio interno y central de la Biblia. En otros términos, la Escritura como un todo no tendría sentido alguno fuera de la comunicación de este mensaje clave. Bajo esta relación, es cierto, como dice Pollard12, que las diferentes partes de la Escritura tienen que ser interpretadas a la luz de un principio base que apunte a su contenido global, este principio exige interpretar la Escritura por ella misma.
¿De qué manera Atanasio vino a ver en el doble modo de existencia del Hijo el anuncio central de la Escritura y a designar, en consecuencia, este anuncio central de la Escritura como la norma de interpretación de la Escritura entera? Hay que decir que, sin duda, hay alguna relación entre este doble modo y el anuncio, por el Nuevo Testamento, del cumplimiento en sí mismo del Antiguo y de sus promesas. Sería por esta razón que el obispo de Alejandría, en el mismo pasaje del IIIer discurso contra los arrianos dice también: “Aquel que estudia la Escritura sagrada comprenderá, pues, los textos a partir del Antiguo Testamento; a partir de los Evangelios que contempla al Señor hecho hombre13.” La formulación, sin embargo, es un poco oscura.

Citemos algunos ejemplos que muestran cómo Atanasio aplica su principio.

Cuando explica, en su cuarta carta a Serapión, el sentido de Mt 12, 31, relativo al pecado irremisible contra el Espíritu distinto del pecado remisible contra el Hijo del Hombre, Atanasio escribe: “El pecado que puede obtener remisión, ha sido puesto por Jesús, en relación con el Hijo del hombre, para marcar su ser corporal; pero la blasfemia irremisible, mostró que alcanzaba al Espíritu, con el fin de que nombrando al Espíritu, por oposición a su ser corporal, indicaba su propia divinidad14”.

Mientras que, comentando Jn 10, 30 (“el Padre y yo somos uno”), Atanasio no subraya sino la condición divina de Cristo; la armonía y la unidad del Padre y del Hijo en el pensamiento y el querer, la enseñanza y la actividad pueden ser comprendidos, solamente, como la manifestación exterior de su íntima unidad de esencia15.

Además, otro ejemplo; la exégesis de Mc 13, 22; “En cuanto a la fecha sobre ese día, o a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre”. Según los arrianos, Jesús confesaba su ignorancia del día y la hora (¡interpretación a menudo retomada hoy en día!16); pues proclamaba no tener la plenitud de la divinidad.

Atanasio les responde: “¡Que locura! Acusan de ignorancia de un día al Verbo omnisciente, creador del cielo y de la tierra, el Hijo que conoce al Padre” (Cf Mt. 11, 27); ahora bien, el contexto de las palabras de Jesús muestra que aquel que conoce los antecedentes del día conoce ciertamente el día17. El Hijo no ignora como Hijo, sino como Hijo del Hombre, según la carne18.

Se ve: Atanasio lee cada pasaje de la Escritura a la luz de los otros, sin aislarlo, y bajo la iluminación de su principio fundamental sobre el fin de las Escrituras: manifestar la divinidad y la humanidad del Salvador

En su célebre carta a Marcelino sobre la lectura de los Salmos, Atanasio completa este principio, o más bien lo despliega señalando su consecuencia: “Toda Escritura divina es maestra de virtud y de fe verdadera”19.

En efecto, el Verbo se convirtió en hombre para deificarnos20 por medio de las prácticas de las virtudes que reconstruyen en nuestra alma las imágenes de la única imagen. Cristo nos dio el incomparable ejemplo de estas virtudes, relatadas en las Escrituras. La finalidad ascética de las Escrituras, puede, pues, ser considerada como siendo en el conjunto de la teología atanasiana, una consecuencia lógica de su contenido cristocéntrico.

El comentario atanasiano de MC 13, 22 constituye una puesta en valor de esta finalidad ascética y salvífica de las Escrituras. La razón de la respuesta de Jesús (“el Hijo no conoce ni el día ni la hora”) es que conviene a los hombres ignorar el día final para no ser negligentes, tal como nos conviene ignorar el día de nuestra muerte: el Verbo ha ocultado a cada uno el fin de todas las cosas y su propio fin, porque el fin de todas las cosas es mutuamente inmanente y el Verbo conoce realmente el comienzo y el fin de cada uno como un todo21.

No se puede dejar de ser sensible a la profundidad humana y existencial, raramente igualada, de semejante exégesis, cuyas intuiciones anticipan y superan anticipadamente, algunos de los mejores comentarios de nuestro tiempo22

Se destacará especialmente la agudeza con la cual Atanasio se preocupa de comprender y de hacer comprender las intenciones subyacentes en los dichos de Cristo y de sus apóstoles, es decir, lo que llamamos hoy día el “sentido literal”. Veremos ahora como su exégesis tipológica prolonga esta exégesis literal.

B) Contra el judaísmo, Atanasio brinda una exégesis tipológica del Antiguo Testamento

Aquí, nuevamente, el obispo de Alejandría se inspira en los mismos principios fundamentales que conciernen al fin y al carácter de las Escritura. Es especialmente en las Cartas festales, cuando se trata de manifestar lo que distingue y especifica la Pascua cristina con respecto a la Pascua judía, que Atanasio ofrece consideraciones tipológicas. Citaremos dos cartas festales, la carta VI, de 334, y la carta XIV, en 342.

En las cartas festales, Atanasio se preocupa, a menudo, de poner en guardia a sus fieles contra una celebración de la Pascua en compañía de herejes, cismáticos y sobre todo judíos. La tentación no era ilusoria. El obispo debía volver, a menudo, a reafirmar que las figuras cumplieron su rol, alcanzaron su término, el verdadero Cordero, inmolado una vez por todos. Atanasio subraya que “no era la muerte de Isaac la que iba a liberar al mundo, sino la de nuestro Salvador” Jesús, y sólo ella23.

Citando Jn. 8, 56 y Hb 11, 17 (dos textos relativos a Isaac y a Jesús), Atanasio recuerda que es por la espera y la visión de Cristo, no por observancias legales, que Abrahán conoció la exultación de la fiesta. Luego Atanasio agrega: “Cuando Abrahán ofreció a su hijo (Isaac), adoraba al Hijo de Dios; cuando fue impedido de inmolarlo, era a Cristo a quien veía en esta oveja ofrecida, por sustitución, en inmolación a Dios”.

¿Cuál es el sentido de esta adoración al Hijo de Dios? ¿Es al Verbo, se pregunta Dom Gribomont, que se ofreció a Isaac? Responde: “A juzgar por los paralelos (Melitón, Clemente y numerosos Padres), la distinción entre la ofrenda no sangrienta de Isaac y la inmolación del animal debe sugerir, de manera más o menos clara, la distinción en Jesús de la divinidad inmortal y de la carne crucificada24”. Respuesta que parece enteramente exacta y que reúne, bajo un ángulo distinto, el principio fundamental de Atanasio, evocado líneas arriba: “La marca distintiva y el fin de la Escritura Sagrada, es la doble declaración concerniente al Salvador: Dios desde siempre, toma carne en María y se hace hombre.” Es notable que Atanasio, a diferencia de tantos otros intérpretes de Gn 22, 2-18, ve en Isaac no sólo el tipo de Cristo Cordero sacrificado, sino también el del Hijo de Dios. ¿No  es su método exegético el que incita a esta conclusión?

Retomemos, después de esta aclaración, su Carta festal VI. Las líneas que siguen se oponen explícitamente  a una teología judía, la de los Targum, según la cual Isaac, por su ofrenda espontánea, habría merecido la redención:

Abrahán fue muy tentado, sin embargo, quien fue sacrificado no fue Isaac, sino el que fue anunciado en Isaías 53.
Abrahán fue prohibido de poner la mano sobre el niño, por miedo a que los judíos, tomando como pretexto la inmolación de Isaac no desviaran las profecías mesiánicas, en particular las del Salmo 39, 7 (tú no querías sacrificio ni oblación, tú me preparaste un cuerpo…”) sustrayendo su aplicación a nuestro Salvador. De hecho, en lo que concierne al Hijo de Abrahán, el sacrificio no resultaba de una ofrenda de Isaac, sino de Abrahán, tentado aquí; no es la muerte de Isaac la que liberó al mundo, sino solamente la muerte de nuestro Salvador.

El conjunto de esta respuesta25 no carece ni de profundidad ni de grandeza: para Atanasio, Abrahán ofrece, en lugar de Isaac, el Cordero futuro al Verbo eterno. Todavía no estamos aquí en la visión agustiniana, incluso paulina según la cual el sacrificio de Abrahán y el de Isaac estaban integrados en el eterno plan divino, en el seno del único y total sacrificio de Cristo y de su Iglesia… En el marco de tal visión global, el cristiano no podría negar la integración del sacrificio de Isaac corredentor en lo íntimo del sacrificio del único Redentor, Jesús de Nazaret. ¡El clima polémico de la época no permitía todavía semejante síntesis! ¿Por otro lado, no sería perfectamente compatible con todos los principios atanasianos? En todo caso, la respuesta de Atanasio subraya, en el contexto del Salmo 39, 7, el carácter espontáneo del sacrificio de Jesús, representado típicamente por Isaac. Por grande que sea la insistencia de Atanasio sobre la divinidad del Salvador, por poco teológica que sea su consideración del alma humana de Cristo26, la consideración del sacrificio de la Cruz, lo lleva a subrayar la ofrenda humana de Jesús, en fidelidad a la segunda parte de su principio fundamental: “La marca distintiva de la Escritura sagrada y su fin consisten en la enseñanza sobre el salvador, Dios e Hijo hecho hombre”.

Ya en Pablo (cf Rm 5 a propósito de los Adanes), la exégesis tipológica se presenta como una antítesis, que exalta la superioridad del anticipo, Cristo, sobre el tipo veterotestamentario27. Es también el fin que persigue Atanasio manifestando la trascendencia de Jesús, el nuevo Isaac, el verdadero Cordero de Dios, con respecto a Isaac como al carnero que lo reemplaza.

Es además esta exégesis tipológica por antítesis la que brilla en las Cartas festales XIV y XLIV.

En la primera, fechada en 342, Atanasio vio en la llamada de Cristo: “Quien tenga sed, que venga a mí y que beba” (Jn 7, 37), palabras anunciadas de hecho y culminadas al final de los siglos, la ley mosaica concerniente a la manducación del cordero pascual (cf. Ex 12, 2-3): “El profeta Moisés dijo: “El señor les constituirá un profeta entre sus hermanos, escúchenlo en todo lo que les mande (Dt 18,15); en otro tiempo, observa Atanasio, el profeta y los legisladores leían las Escrituras cuidándose de aplicárselas a sí mismos, pero preocupándose , más bien, de referir a otros lo que leían… El Señor, sin embargo, no los las relacionaba con nadie, pero aplicaba sí mismo lo que Él decía: “Si alguien tiene sed, que venga a mi”; no a otro, sino a mí: “que beba de mí, no de otros”: ¡sobreentendido: no de Moisés! Porque la fuente de la Vida asumió nuestra sed para invitarnos a la fiesta que es Él mismo: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y que beba”. Y si pasado el Mar Rojo, el calor nos oprime, y si se
 encuentra alguna agua amarga, es entonces que el Señor se nos aparece dándonos la suavidad de su fuente vivificante, diciéndonos: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y que beba28”

La carta festal XLIV precisa el pensamiento: pasa de la consideración de Aquel del que hay que beber (no Moisés sino Jesús) a aquel que es necesario beber: el Espíritu. Este es el hermoso texto29 de Atanasio:

Cuando los servidores de los pontífices y los escribas escucharon a Jesús diciendo: “Aquel que tenga sed que venga a mí y que beba”, reconocieron que no era un hombre igual a ellos mismos, sino, más bien aquel que brindaría el
 agua a los santos, y que había anunciado el profeta Isaías (cf 12,3)30. Es, ciertamente, como si el esplendor de la luz y la palabra de Dios, como si el río venido de la fuente, irrigara el paraíso (cf. Gn 2, 10) en ese tiempo; de ahora en adelante, a cada uno para que beba. Para aquel que cree en mí, como dice la Escritura, brotarán de mi seno aguas vivas”. Esto, concluye Atanasio, no puede ser dicho de un hombre sino del Dios vivo, que concede verdaderamente la vida, que da el Espíritu Santo.

A los ojos de Atanasio, los hombres ordinarios31 no pueden dar el Espíritu Santo, Cristo, al prometerlo, manifiesta que es el Dios Salvador.

Siempre en la búsqueda del sentido espiritual del texto joánico, Atanasio tuvo un éxito notable en separar el sentido literal de su alcance: un exegeta moderno lo hace mucho mejor cuando observa: ¿”En esta autorrevelación mesiánica brilla la soberana pretensión de Jesús, a saber, de ser, no sólo el nuevo Moisés mesiánico, no sólo el instrumento de Dios en la realización de la salvación escatológica – como el Mesías de la esperanza judaica – sino, aún más, lo que el judaísmo reservaba exclusivamente a Dios: ser como nuevo Templo la fuente misma del agua escatológica capaz de saciar plenamente la sed mesiánica de todos los que crean en Él, ser la fuente del don revelador del Espíritu32”?

Observemos. Además, que una exégesis semejante, a la vez literal y espiritual, del evangelio joánico nos muestra al obispo de Alejandría en perfecta continuidad con lo Jesús y su discípulo bien amado tenían en la mira, en su manera de comprender y expresar, en el seno de una polémica con el judaísmo fariseo, la relación entre el Nuevo Moisés y la Antigua Alianza. No hay ninguna heterogeneidad entre la exégesis atanasiana y el texto que comenta, ¡incluso en lo que concierne al estilo polémico!

Ahora veremos cómo esta exégesis doctrinal, a la vez anti-judaica y anti-arriana, prepara la última forma de la exégesis atanasiana que nos queda por estudiar: la exégesis monástica.

Atanasio desarrolla, simultáneamente, una exégesis espiritual y monástica contra los arrianos y contra el judaísmo

Dos escritos de Atanasio manifiestan de manera sorprendente esta exégesis monástica: la vida de Antonio el Grande y la Carta a Marcelino sobre el Salterio.

Es conocido que la vida de Antonio (VA), escrita por Atanasio hacia 357, poco después de la muerte de su héroe, es, siguiendo todos los cánones atenienses del panegírico y en obediencia  a la técnica de los retóricos, una “regla monástica bajo la forma de un relato” (Gregorio de Nazianzo33), un manifiesto a favor de una cultura, no profana, sino bíblico eclesial34.

Antes de mostrarlo más en detalle es preciso subrayar que semejante propósito, en Atanasio, se insertaba perfectamente en su constante lucha anti-arriana y antijudaica, a favor de una exégesis que manifestara el doble aspecto, divino y humano, del  Salvador prometido y concedido. La exégesis monástica no cesa de ser dogmática y tipológica. Como prueba, la gran apología de Antonio frente a los dos filósofos griegos:

¿Por qué, acordándose de la cruz, guardan silencio respecto de… los signos y prodigios que muestran que Cristo no es solamente hombre, sino Dios? Me parece que se engañan a sí mismos y que no tienen un comercio sincero con nuestras Escrituras: frecuéntenlas y constaten que las obras de Cristo dan testimonio de que es Dios venido para la salvación de los hombres35.

Al escribir la vida de Antonio, Atanasio tenía por finalidad atraer y convertir a los lectores paganos convenciéndolos de que Cristo es el Hijo de Dios (VA, § 93); lo que nos alienta a recordar las exhortaciones de Antonio moribundo: “No tengan tratos con los arrianos, cuya impiedad es evidente a todos…Su aparición cesará, es mortal y durará poco… Conserven la tradición de sus padres y sobre todo la fe piadosa en Nuestro Señor Jesucristo, que han aprendido de las Escrituras” (VA, § 89).

Se ve con claridad la virtud que San Atanasio quiere inculcar a través de una cultura bíblica, la virtud cuyo cuidado, es a sus ojos, la razón de ser de la Biblia, como lo hemos indicado arriba36 , no sólo un moralismo chato, sino una actitud ética fundada sobre la fe, virtud teologal, y sobre la fe en la divinidad de Cristo. Es una fe “piadosa”, llena de piedad, de eusebeia37, que las Escrituras inculcan primero y ante todo, especialmente, el cuidado de la soledad y la contemplación, pero no sin impulsarlas. El comercio sincero con las Escrituras – esta insistencia, colocada sobre los labios de Antonio, ¿no es, ante todo, una confidencia autobiográfica de Atanasio? – ayuda a constatar el testimonio que Cristo, a través de sus obras, rinde a su propia divinidad.

Es, solamente, sobre ese panorama de una fe bíblica en la divinidad de Cristo que se puede comprender la existencia bíblica que Atanasio describe en Antonio para proponerla como modelo a los monjes y que seducirá al joven Agustín de Tagaste en su estadía milanesa al punto de contribuir de manera decisiva a su conversión al cristianismo y a la divinidad38 de Jesús. ¿Cómo, de qué otra manera, Antonio habría dejado todo para seguir a Jesús pobre, reconocido la voz de Cristo a través de la del sacerdote del pueblo, repercutiendo el llamado de Cristo palestino al joven rico y a Antonio mismo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y entrégalo a los pobres y sígueme, tendrás un tesoro en el cielo” (Mt 19, 21)? “Antonio, nos dice Atanasio, habiendo recibido de Dios el recuerdo de los santos39, como si la lectura hubiese sido hecha por él, salido inmediatamente de la iglesia… hizo obsequio de los bienes que tenía de sus padres, vendió todos sus muebles y distribuyó entre los pobres todo el dinero que recibió, salvo una pequeña reserva para su hermana” (VA, § 2).

Subrayemos el doble interés del texto atanasiano que acabamos de citar: manifiesta no sólo la inmediatez40 del llamado divino pero además una mediación eclesial de este llamado, mediación que, lejos de suprimir la inmediatez, la condiciona de alguna manera. ¿Cómo?

En Palestina, durante su vida terrestre, como en Egipto, en el seno de su Iglesia, es siempre Cristo quien llama a su discípulo a la pobreza perfecta; pero, en el segundo caso, quiere condicionar su llamado no sólo por la mediación de un lenguaje humano, Escritura, liturgia) no desaparecerán sino al interior de la inmediata visión del cielo. La Escritura, cristalizando la mediación del lenguaje humano y múltiple empleado por el Verbo único, es a su turno mediatizado por la liturgia de la Iglesia, y es así que llega a la persona del bautizado, educado en la fe, llamado inmediato del Redentor. Antonio no reconoció el llamado bíblico-litúrgico de Cristo (“si quieres ser perfecto) sino porque “educado cristianamente por padres cristianos…atento a las lecturas, conservaba interiormente el fruto” (VA, § 1) al punto que “yendo a la Iglesia según su costumbre, pensaba en sí mismo, meditaba, mientras caminaba, cómo los apóstoles, dejaron todo para seguir a Cristo, cómo, a partir de los Hechos de los Apóstoles, los fieles vendían sus bienes, aportaban el precio, lo ponían a los pies de los apóstoles, haciendo abandono de él para la utilidad de los necesitados” (VA § 2).

Se ve con claridad: la cultura bíblica que Atanasio preconiza en la vida de Antonio no es independiente de la Iglesia, es ante todo una lectura eclesial y litúrgica. Es con la Iglesia que invita a los solitarios a leer la Biblia. Sin la Iglesia, el acontecimiento por excelencia de la intensidad de su existencia, a saber, la celebración de la Eucaristía, la Escritura, de hecho, no habría alcanzado41 a Antonio, ni habría llegado a él llamado del Redentor. Nada sorprendente, si se recuerda que el Nuevo Testamento mismo es posterior a la Iglesia.

Si la Escritura eclesial está en el origen del llamado a la vida monástica, no sería sorprendente que su lectura balizara sin cesar el itinerario del monje en ruta hacia el Reino.

La Escritura purifica al monje: aquel que, como dijo en otro tiempo su Señor en el desierto, lucha contra las tentaciones del demonio a golpe de citas escriturarias y ve así a Satanás caer del cielo como un rayo (cf Lc 10, 18), es decir cesar las tentaciones (VA, § 40). El auto-exorcismo por el cual el asceta rechaza bíblicamente las tentaciones demoníacas es, a los ojos de Atanasio, más importante aún que el exorcismo terapéutico42.

Después de Elías y Pablo, antes de Agustín y Mónica43, Antonio y Atanasio, en su tensión constante hacia el Reino no recuerdan el tiempo pasado, sino que día a día se esfuerzan cada vez más en el progreso, repitiendo constantemente la palabra de San Pablo: “Olvidando lo que está detrás de mí, y lanzándome hacia delante, corro derecho a la meta” (Flp 3, 14; VA, § 7). De esta manera la escritura hace progresar al monje, especialmente ayudándolo a convencerse de la necesidad de enseñorearse sobre su carne (cf 1 Co 9, 27; 2 Co 12, 10, ambos citados: VA, § 7). La apropiación de las virtudes supone, a título de gesto esencial, el uso verbal de las Escrituras44.

Finalmente, en la cuarta fase45 de su vida de Antonio, Atanasio nos presenta con una coloración bíblica la perfección a la que llega su héroe: es como los profetas del Antiguo Testamento; como Juan Bautista, Moisés y como Jesús mismo que Antonio vive solo en el desierto, pero solo con Dios. Reproduce en su vida las gracias características de Adán inocente, de los patriarcas y de los profetas tal como los apóstoles y mártires del Nuevo Testamento. Más sabio y más poderoso que los grandes hombres del siglo, gana su veneración, jugando, así, el rol de los profetas que vivían a menudo, en los desiertos, pero Dios revestía oportunamente de sabiduría y de fuerza para regir las potencias de este mundo (VA, § 50-52, 66-75, 81-85).

Atanasio muestra, pues, en su vida de Antonio, cómo la  escritura purifica y fortifica al monje hasta que haya alcanzado la perfección: aunque ya no le sea necesario, ella continúa describiendo y haciendo comprender el estado en el que se encuentra. Atanasio, ciertamente, no habría contradicho lo que su discípulo Agustín debía escribir46 y lo que el mismo había podio observar en sus amigos los monjes del desierto:

El hombre que se apoya en la fe, la esperanza y la caridad y las conserva inquebrantablemente, no tiene necesidad de la Escritura más que para instruir a los otros. Por ese motivo, gracias a esas  tres virtudes, viven sin libros sagrados, incluso en la soledad. Poseyendo un bien perfecto, no buscan un bien parcial; perfecto, bien entendido, en tanto que pueda serlo en esta vida, porque comparado con la vida futura, la vida de ningún hombre justo y santo es perfecta.

En suma, ocurre como si la Escritura nutriese la fe de los solitarios conduciéndolos hacia una perfecta caridad hacia Dios y hacia los hombres. Convertida en inútil en el ejercicio de una caridad hacia Dios y hacia los hombres, jamás es inútil en el ejercicio de la caridad hacia los hombres. ¿No será esto lo que Atanasio quiere simbolizar, mostrándonos dos veces a su héroe que deja el desierto para regresar a Alejandría, primero para buscar (pero en vano), luego para refutar a los arrianos, otra manera de continuar la lucha contra los demonios, sus amos47? Doble límite de la vida solitaria que nos recuerda hasta qué punto, para Atanasio, el ejercicio de las virtudes morales, el ejercicio de las virtudes morales y de la ascesis está subordinada al ejercicio de las virtudes teologales y, por consecuencia, la función moralizante de las Escrituras totalmente polarizadas por la conformidad con Cristo Dios y hombre que tienen por fin (skopos) revelar. Es en Él, por Él, para Él que la Escritura está presente en la memoria de los ascetas, que se puede decir: se ha vuelto su memoria48

En suma, Atanasio parece49 hacer suyas las palabras que coloca sobre los labios de Antonio, las palabras que éste pronuncia ante la multitud reunida para saludarlo, al salir de una soledad de veinte años: “Las Escrituras bastan para nuestra instrucción “(VA, § 16).

En su carta a Marcelino50, el obispo de Alejandría parece reducir más “lo que basta a nuestra instrucción” a la lectura del Salterio.

Atanasio resume para los ascetas y para las vírgenes, incluso para todos los cristianos, los principios que deberían guiarlos en su estudio de la Escritura. Para Atanasio, el Salterio presenta una síntesis soñada, a la vez objetiva y subjetiva, de la oración y de la vida espiritual y cristiana.

Atanasio comienza por describir su “conversación sobre los Salmos con un anciano estudioso”. A ese anciano, que no menciona nominalmente, atribuye lo esencial de la enseñanza comunicada a Marcelino.

Por una parte, los Salmos recuerdan y recapitulan las enseñanzas contenidas en el Pentateuco sobre el origen del mundo, la salida de Egipto, el don de la ley, en los libros históricos sobre los Reyes, la liberación de la cautividad y el regreso del pueblo, lal reconstrucción del templo y de la ciudad, lo mismo que de los dos profetas sobre la venida del Salvador, de quien describieron la Pasión, la resurrección y la ascensión51.

Por otra parte, los Salmos, “el libro de los Salmos, debido a no sé que gracia propia exige una atención particular: además de lo que tiene en común con los otros, tiene ese mérito propio que encierra todos los movimientos del alma”. Atanasio precisa así la función terapéutica de los Salmos52

En los otros libros, se habla solamente sobre prescripciones sobre lo que es preciso hacer o no hacer; o de las profecías sobre la venida del Salvador, o de relatos que permiten conocer la vida de los reyes y santos. El libro de los Salmos, además de sus enseñanzas, hace conocer al lector los movimientos de su propia alma y se los enseña según la prueba que recibe y lo que lo obstaculiza; a partir de este libro puede formarse una idea de lo que debe decir. De esta manera, no se contenta sólo con haber escuchado; sabe, además, cómo debe hablar y actuar para curar su mal… cómo apartarse de él.

Mientras que, prosigue Atanasio, los otros libros brindan los preceptos (hacer penitencia, soportar las tribulaciones, vivir bajo la acción de la gracia, aceptar las persecuciones por la piedad), los Salmos nos enseña cómo cumplir esos preceptos y “lo que hay que decir, el discurso que hay que dirigir a Dios, qué palabras le rinden un homenaje aceptable53. Dicho de otra, los Salmos nos enseñan simultáneamente a rezar para obtener la gracia de cumplir la ley divina y, así, a observarla54.

Atanasio insiste en este punto y muestra, extensamente, cómo los Salmos nos ayudan a apropiarnos, mediante la oración los valores inculcados en los libros históricos y proféticos55:

Al leer los otros libros, lo que dicen los santos, y el objeto de sus discursos, los lectores los relacionan con lo que es el tema del libro, los auditores se sienten ajenos al relato, de suerte que las acciones mencionadas excitan solamente la admiración o el deseo de la imitación… Quien toma en sus manos esos libros, ve claramente que esas palabras deben ser leídas no como personales sino como pertenecientes a los santos y a los objetos de los que hablan. Los Salmos ¡cosa extraña!, salvo en lo que concierne al Salvador y a las profecías sobre los gentiles, son para el lector como un discurso personal, cada cual los canta como escritos por sí mismo y no los toma o no los recorre como dichos por alguien distinto o escritos por otro… No experimenta temor delante de esas palabras, sino, más bien, considerándola como personales y escritas sobre él, toma valor para decirlas o cantarlas.

En suma, para Atanasio, todo ocurre como si Dios hubiese querido darnos el Salterio para que el hombre espiritual, discípulo de Cristo, pueda revivir, en el seno de la Nueva Alianza, a la luz del Cristo sufriente y resucitado, no sólo todas las situaciones típicamente humanas, sino además, apropiándoselo, el desarrollo de las respuestas de los santos de la Antigua Alianza a los ofrecimientos divinos. Como prueba, estos extractos56 de la carta de Marcelino:

Me parece que las [palabras de los salmos] son para el lector como un espejo para que se considere a sí mismo con los movimientos de su alma y los recite con esta impresión. Aun si el oyente recibe el canto como hecho para él, o convencido por su conciencia y confundido, se arrepentirá, o bien escuchando hablar de esperanza en Dios y del perdón concedido a aquellos que creen, se regocija de que esta gracia le haya sido concedida y comienza a agradecer a Dios… Ya sea que haya guardado o transgredido los mandamientos, los Salmos se aplican a los dos estados.

Se puede hablar, entonces, con Sieben57 de una “salmoterapia”, descrita por Atanasio; y diríamos de buena gana que esta “salmoterapia” es, simultáneamente, esencialmente espiritual o neumática, sicológica por accidente, e, indirectamente, incluso somática: en suma, la “salmoterapia” practicada por los monjes se revela como ¡”neumatopsicosomática”!

Hay más todavía. Para Atanasio, los Salmos son un don y gracia de Cristo, mediante los cuales quiso darnos, anticipadamente, una imagen de su vida y prepararnos para el encuentro con él58.

“Los legisladores griegos solo poseen gracia para legislar; el Señor, verdaderamente Señor del universo, preocupándose por su obra, no sólo legisla, sino, además, se da como modelo para que aquellos que lo desean sepan cómo actuar. Igualmente, incluso antes de su venida entre nosotros, la anunció en los Salmos y nos mostró en él al hombre terrestre y al hombre celeste, para que cada uno pudiese conocer, en los Salmos, los movimientos y las disposiciones del alma y encontrar cómo curarlos y rectificarlos”.

Queda claro que, para el obispo de Alejandría, la lectura de los Salmos hace al cristiano cristoconforme: la salmoterapia es cristocéntrica al punto de estar integrada en el designio salvífico de Cristo redentor. En el Antiguo Testamento, esta lectura sobrepasa la Ley a la vez que la recapitula, para tocar, alcanzar y obtener, en la oración, la gracia del Nuevo Testamento. En ella y por ella, Cristo, que es cantado y que canta en los Salmos, cura y salva.

“Psalmus, vox Christi”: Atanasio anticipa a Agustín. Es sorprendente59 constatar que si la carta a Marcelino ve en los vv. 16-19 del Salmo 21 las palabras de Cristo crucificado, sólo considera, sin embargo, los sufrimientos físicos de Cristo, acallando el grito de abandono inicial (“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”). Todo ocurre como si Atanasio, a pesar de su principio Psalmus vox Christi, no osara poner en la boca de Cristo las palabras sálmicas que expresan un sufrimiento interior, a pesar del ejemplo que le habían dado los autores del Nuevo Testamento (Cf. Sal 41 y Mc 14, 34; Sal 68 y Jn 15, 25)60. Ahí hay, sin duda, un resultado de la insuficiencia cristológica del gran obispo alejandrino, que no concedía sino una existencia física sin rol teológico al alma humana de Jesús61, un límite inconsciente a la plenitud de eusebeia y de piedad en la fe62 que deseaba y predicaba.

Conclusiones

Límites y mérito de la exégesis de Atanasio, inseparablemente doctrinal y piadosa, ascético-mística

Los límites que acabamos de mencionar no son los únicos. Incluso el aspecto simultáneamente ascético y terapéutico de la exegesis atanasiana, aspecto tan verdadero, tan bello y tan impresionante, no alcanza todavía, nos parece, la profundidad que manifestará más tarde Agustín cuando verá en el ejercicio de la doble caridad el fin63 o skopos de toda la Escritura (tal como Agustín no vincularía esta doble caridad  con las dos naturalezas del Salvador ni verá, en una referencia a los dos estados de Cristo, el fin de la Escritura).

Igualmente, Atanasio, no penetró tanto como Crisóstomo en el misterio de la Encarnación como misterio de condescendencia precisa (con precisión a la vez humana y divina, como lo veremos) aunque haya evocado magníficamente la condescendencia del Verbo a la vez en la creación y en su inhumanación64.

Además – y este límite no es de ninguna manera exclusivo del obispo de Alejandría, porque es común a los Padres, salvo, implícitamente al menos, a Agustín65- Atanasio practicó una tipología de contraste, que manifiesta, con toda fidelidad al Nuevo Testamento, la trascendencia de Cristo con relación a sus tipos vetero-testamentarios sin prolongarla en una tipología de integración, cómo el Sacrificio del Cristo total incluye, de alguna manera todos esos tipos en la antigua alianza. Hay que reconocer, sin embargo, con Sieben, los méritos de la tipología atanasiana: el autor de las Cartas festales, percibiendo en la tipología una relación entre un hecho del Nuevo Testamento y una institución del Antiguo, destaca claramente que Cristo es la causa del tipo del Antiguo Testamento y no inversamente y que una tipología así concebida funda la posibilidad de explicar el Antiguo Testamento a partir del Nuevo66.

Habiendo reconocido los límites de la exégesis de Atanasio, que son los de la de su tiempo, nos sentimos a nuestras anchas para exaltar el mérito y el valor permanente que reviste.

Atanasio reconoció que los autores de la Escritura, y sobre todo Dios a través de ellos, quisieron entregarnos una doctrina, resumida en el Mesías, Verbo Encarnado, y estimularnos, al mismo tiempo, en el ejercicio de las virtudes, que condiciona y expande la posesión de la verdad en la fe, constituyendo, al mismo tiempo, una imitación prolongadora de este mismo Verbo encarnado.

La concentración cristológica en la exégesis atanasiana, conduciendo sin cesar la atención sobre los dos estados y las dos naturalezas de Cristo como Salvador, lejos de relegar a un segundo plano el fin ético de las Escrituras, no hace sino hacerlo más comprensible. Como hombre, nuestro Salvador nos muestra, a través de las Escritura, las virtudes que conducen a la salvación: cómo Dios hecho hombre, opera en nosotros su difícil y fácil realización67. Debido a que las Escrituras tratan esencialmente de un Cristo que es divina y humanamente nuestro Salvador, ellas tienen por finalidad ayudarnos a salvarnos por la imitación de sus virtudes humanas y de sus divinas perfecciones, de las que son espejo, especialmente de su piedad (Cf. Is 11,2).

Literal y espiritual, la exégesis de  Atanasio es la de un cristiano, de un obispo que no es solamente creyente sino piadoso. Para el obispo de Alejandría, el acto exegético es un acto de piedad (que sobrepasa largamente nuestra noción de una piedad anexa, por obligación, a las prácticas religiosas) que integra, siguiendo al Pablo anciano de las pastorales, el acento moral de la piedad romana en una síntesis donde el matiz soteriológico y escatológico domina68. Atanasio hace de la exégesis un acto de eusebeia, un medio de perseguir la adquisición de esta piedad cuyo ejercicio constituye el hermoso combate de la fe y permite apropiarse de la vida eterna (Cf. 1 Tm 6, 11-12; 2Pe 1, 6-7.

Destaquémoslo bien: no pretendemos, de ninguna manera, que Atanasio haya elaborado de manera reflexiva y completa las vistas que acabamos de exponer referidas al acto exegético vivido como un ejercicio de la eusebeia, de la piedad. Menos aún porque al parecer, Atanasio, no comentó nuca los textos de las epístolas pastorales sobre la piedad, la eusebeia.69

Todo esto es exacto y no impide, sin embargo la extrema importancia de esta eusebeia en el conjunto del pensamiento atanasiano, importancia tal que no ha podido afectar su acto exegético al punto de transfigurarlo.

Bastará para justificar el horizonte que acabamos de evocar, recordar70 el contenido de esta eusebeia que se encuentra tan a menudo en Atanasio.

La piedad, la eusebeia, significa, para Atanasio, una actitud de religiosidad llena de respeto, la fidelidad al depósito de la Revelación, la conciencia de una penetración progresiva del misterio revelado, la capacidad de dar nuevas explicaciones o formulaciones o, también, la capacidad de criticar las novedades que, surgidas a  lo largo de la historia, se presentan como profundizaciones del kerigma evangélico. Es propio de la eusebeia mostrar si hay o no una homogeneidad vital entre las nuevas interpretaciones de la fe y la herencia apostólica. La eusebeia, según Atanasio, opera tal discernimiento a partir de un sentido cristiano (phronèma); es don de Dios, gracia y carisma71.

Para Atanasio, la piedad, la eusebeia, integra y supera la fe72; es la Escritura la que constituye su principio73; la piedad es una participación en el sentido cristiano que existe de manera permanente en la Iglesia, bajo la acción del Espíritu.

En consecuencia, para Atanasio, la Escritura es un don del Espíritu a las comunidades cristianas y a sus miembros, ofrecida con miras al conocimiento y la imitación de Cristo Dios y hombre, para su salvación.

Apéndice

La formación y la existencia bíblicas de los monjes egipcios

Atanasio fue el “Apóstol más celoso y el más persuasivo” de la lectura sagrada de la Escritura en los círculos monásticos de Egipto74. ¿En qué sentido, de qué maneras, la existencia de los monjes en el desierto fue bíblica?
Se puede responder a esta cuestión de esta manera: sensible a los peligros que acompañan de hecho el uso de la Escrituras divinas, los monjes la convirtieron en un instrumento de lucha contra los demonios, de corrección y de conversación fraternas, de reflexión y oración.

Para los monjes, la Escritura constituye un medio, o un fin. Algunos antiguos decían: la posesión de un códice de la Biblia es perjudicial si constituye un obstáculo al desprendimiento evangélico; no que hay agotarse tanto en recopiarla cuanto en practicarla.

Los monjes denuncian la tendencia a gloriarse de conocer el significado de una palabra difícil. Un antiguo, Amón de Rhaitu, reconoce en Sisoes: “Cuando leo la sagrada Escritura, mi espíritu se apresura a buscar sobre qué interrogar”. De ahí, la reacción de Abba Pambo: “Si se le preguntaba una palabra de la Escritura, decía no saber; si se le insistía se quedaba callado”.

Destaquémoslo: estas precauciones no apuntan a la Escritura como tal, sino a los usos abusivos75 que terminarían por contradecir la Escritura. Por respeto y por fidelidad, se pidió a los monjes no profanar la palabra de Dios considerándola como un objeto de discusión o creyendo que un esfuerzo de reflexión intelectual basta para revelar su sentido profundo76.

Todo lo que acabamos de decir concierne a los monjes semi-anacoretas, cuyos 948 apotegmas no brindan ni 150 referencias escriturarias.

La situación no se precisa de la misma manera en las comunidades cenobíticas de san Pacomio, cuyas cartas no parecen ser sino resúmenes de la Escritura o de “cadenas” de textos sagrados.

Su regla prescribe el  estudio de la Escritura a todos los monjes, incluidos los iletrados. Todos deben aprender de memoria al menos el Nuevo Testamento y el Salterio; se deberá, cuando se requiera, recitar la Escritura, el único tema de conversación admitido por la Regla.

La Escritura es usada, incluso, como medio de corrección fraterna: a los monjes que ruegan que se les indiquen sus faltas, san Teodoro dice qué pasaje de la Escritura conviene a su estado particular.77

Para Evagrio Póntico (que vivió como monje en los desiertos de Egipto, entre 382 y 399), la Biblia se convierte, también, en un arma para luchar contra el demonio. Su originalidad es haber reunido “las palabras que desearíamos oponer a nuestros enemigos, los crueles demonios, pero que no encontramos sobre el campo en el momento del combate, dispersas como están en las Escrituras y difícilmente accesibles78”.

Estas palabras de Evagrio expresan bien el fin que perseguía en su Antiherético, cuyas ocho secciones, correspondientes a los ocho vicios capitales que se debe combatir, son también una urdimbre de citas escriturarias adaptadas a las mil formas bíblicas que pueden tomar las tentaciones. El conjunto constituye un ritual de exorcismos, un arsenal que cada cual podrá usar a su antojo79. Vemos aquí una obra evocada por Atanasio en su carta a Marcelino: “En las palabras de la Escritura se encuentra el Señor cuya presencia no pueden soportar los demonios80”. La Biblia es un sacramental.

Evagrio reconocía, sin embargo, los peligros de esta antirrhesis, o “contradicción al demonio”:”El maligno no se quedará corto… al trabar conversación con el enemigo, frustraremos nuestra conversación con Dios81”. Barsanufio (nacido en Egipto a fines del siglo V) agrega: “No hay otro medio de vencer a los demonios que invocar el nombre de Dios. Dios dijo “invócame el día de tu aflicción y yo te libraré”. La contradicción no es el acto de todos los hombres, sino de los fuertes según Dios, a los cuales obedecen los demonios82”.

En suma, bajo la influencia de Antonio, de Pacomio y de Atanasio, los monjes de los desiertos egipcios83 pusieron a punto los diversos elementos de un uso de la Biblia en la lucha contra los vicios, la adquisición de las virtudes, la unión con Cristo, Dios y Hombre, en la fe, la esperanza y la caridad. Los monjes egipcios legaron a todas las generaciones siguientes, a todas las escuelas de espiritualidad, a nosotros también, si lo queremos, el tesoro de un regreso bíblico al paraíso perdido. Bajo su influencia, al menos indirecta, los santos aprehenderán de memoria las Escrituras.


1 Especialmente a H.J. Sieben: Studien zur Psalterbenutzung des Athanasius von Alexandrien seiner Schriftauffassung und Schriftauslegung, tesis de doctorado, inédita, Institut catholique de Paris, 1968; Athanasius über den Psalter, Analyse seines Briefes an Marcellinus”, Theologie und Philosophie, 48 (1973), pp 157-173; “Herméneutique de l’exégèse dogmatique d’Athanase”, Politique et Theologie chez Athanase d’Alexandrie, ed. por Kannengiesser, París, 1974, pp. 195-214;estudio citado, en adelante: Herméneutique, seguido del nº de la página. Además de estos trabajos de H.J. Sieben, destacamos también: M.J. Rondeau, “L’Epître à Marcellinus sur les Psaumes”, Vigilae Christiane 22 (1968), pp. 176-197.

2 T.E. Pollard, “Exegesis of the Scripture and the Arian controversy”, The Bulletin of the John Rylands Library, 41 (1959), pp. 414-429.

3 La mejor presentación de la exégesis arriana es, tal vez, la de  E. Boularand, L’heresie d’Arius et la foi de Nicée, París, 1972. Primera parte, pp. 85-93. La hemos tomado como inspiración. Se encontrará indicaciones complementarias en Sieben, Herméneutique, p, 198, n. 10; y en A. Grillmeier, Christ in Christian Tradition, Oxford, 1975 2, pp 220 ss.

4 Teodoreto, Hist. Eccl. I, 1; MG 82, 885 A; GCS, 19, 6.

5 En hebreo se lee solamente: “Yahvé me dió el ser como primicias de sus caminos”, lo que viene a presentarnos a Sabiduría “bajo la figura de un primogénito, producto más exquisito de la vida de Dios” (A. Robert, “Les attaches litteraires de Prov. 1-9”, RB, 1934, p. 193).

6 Leídas en totalidad en la Iglesia.

7 San Atanasio, IIIer discurso contra los arrianos § 29; MG 26, 385 A; cf. La segunda carta del santo a Serapión, § 8: MG 26, 620 C: este carácter de la fe cristiana viene de los apóstoles a través de los Padres; cf. M.B. Handspicker, “Athanasius on Tradition and Scripture”, Andover Newton Quarterly, 1962, pp. 13-29.

8 Orígenes. De Principiis, IV, 2, 5-6. Cf. Sieben, Herméneutique, p. 206 ss.

9 ID., ibid., p. 210.

10 ID., ibid., p. 202 ss.; p. 214; cf. San Atanasio, citado n. 7 (Discurso III sobre los arrianos).

11 Constitución Dei Verbum sobre la Revelación, § 14-15.

12 Cf. Sieben, Herméneutique, p. 211, n. 68.

13 San Atanasio, IVo discurso contra los arrianos, III, 30: MG 26, 388 A.

14 San Atanasio, IVa carta a Serapión, § 19; MG 26, 665; en los § 8 ss. de la misma carta, Atanasio había criticado extensamente la interpretación que Orígenes había dado del mismo texto que concierne al pecado contra el Espíritu Santo, para proponer la suya como la que descubrió su sentido más profundo, relativo justamente a la divinidad y a la naturaleza humana de Cristo. Es interesante observar que un exegeta moderno como Lagrange, reunió el punto de vista de Atanasio, sin citarlo: “Es excusable, hasta cierto punto, desconocer, la dignidad de Aquel que se oculta bajo las humildes apariencias de un hombre, sin reparar en las obras evidentemente salvadoras que revelan la acción del Espíritu Santo” (Evangile selon saint Marc Marcos, París, 19203, p. 69).

15 San Atanasio,; 10-16; MG 26, 437; 26, 341-357.Se notará la presuposición constante de Atanasio: el Yo del Jesucristo joánico es el de su Persona eterna de Verbo; no hay Yo distinto de la humanidad de Cristo como tal. Ver una buena presentación del conjunto de la argumentación atanasiana sobre Jn 10, 30 en un contexto patrístico global en T.E. Pollard, “The exegesis of John 10, 30 in the early trinitarian controversies”, New Testament Studies 3 (1957), pp. 334-349, especialmente sobre Atanasio, pp. 341 ss.: si la interpretación arriana de Jn 10, 30 era exacta, habría que decir, ¡también que los ángeles y las estrellas mismas son uno con el Padre, porque están en armonía con Dios! (MG 26, 341).

16 Así A. Vögtle escribe que “el Hijo ignora como Hijo”, ¡afirmación que Arrio habría firmado con el mayor gusto! Ver nuestro estudio sobre la ciencia humana pre-pascual de Jesús, Esprit et Vie, 30 de junio de 1977.

17 San Atanasio, IIIer discurso contra los arrianos § 42-50; MG 26, 411-429; ¡a muchos de los exegetas actuales, que escriben sobre Mc 13, 32 que ignoran el tratamiento patrístico de este asunto, les interesaría leer a Atanasio!

18 ID., ibid., § 43 MG 26, 414. Nos remitiremos aquí a los comentarios del Cardenal J. H. Newman, Select Treatises of St Athanasius, Library of the Fathers, Oxford, 1877, pp 461 y 464, especialmente las notas b y f. Observemos además que la doctrina posterior de la Iglesia sobre la triple ciencia humana (adquirida o experiencial, profético infusa y beatífica) de Cristo, es conciliable con lo que escribía Atanasio: no es en efecto la experiencia de los sentidos o el discurso de la razón que enseña a Cristo el día y la hora de juicio, a ese nivel no sabe nada, pero los conoce, incluso humanamente, como profeta y como vidente del Padre. Ver, además, sobre este asunto mi estudio citado n.16.

19 San Atanasio, Carta a Marcelino § 14: MG 27, 25; cf. Sieben, tesis, p. 340.

20 Cf. San Atanasio, passim, especialmente Sobre la Encarnación del Verbo, 9, 1.

21San Atanasio, IIIer discurso contra los arrianos § 49; MG 26, 428: B.

22 Se sabe que numerosos exegetas contemporáneos, a propósito del discurso escatológico de Jesús, del que Mc 13, 32 forma parte, dicen que Jesús hablaba a la vez de la ruina de Jerusalén y del fin del mundo, y de la primera como simbolizando la segunda. Atanasio, en el texto citado en la nota precedente, ¿no insinúa que el fin de cada uno está simbolizado, a su vez, por la ruina de Jerusalén?

23 Se supo que hubo, durante varios siglos, entre judíos y cristianos, una polémica, sobre el rol de Isaac en la economía de la salvación: cf. R.L. Wilken, “Melito and the sacrifice of Isaac”, Theological Studies 37 (1976), pp. 53-69; DSAM, artr. “Isaac (Patriarche)” citado con más precisión más adelante: I. Speyart, “The Iconography of sacrifice of Isaac”, Vig. Christ. 15 (1961), pp. 214-255; Le Déaut, La Nuit Pascale, An Biblica 22, Roma, 1963, pp.198-207; F.M. Braun, Jean le Théologien, Paris, 1966, t III, 1: Le Mystère de Jésus-Christ, pp. 157 ss…, especialmente p. 160 (jn 3, 16 quiso tener en cuenta la tradición rabínica ya existente sobre el sacrificio voluntario de Isaac) B. de Margerie, “Sens individuel et collectif des Chants du Serviteur”, Esprit et Vie, 86 (1976), pp. 107-109; L. Deiss, La Céne du Seigneur, Paris, 1975, pp. 64-66.
Se destacará, además sobre este asunto los trabajos de: H.J. Schoeps, “The sacrifice of Isaac in Paul’s Theology”, JBL 65 (1946), pp. 385-392; R.J. Daly, “Soteriological significance of the sacrifice of Isaac”, Cath Biblical Quarterly 39 (1977), pp. 45-75; P. R. Davies and B.D. Chilton, “The Akedah: a revised Tradition History”, Cath. Biblical Quarterly 40 (1978), pp. 514-546 (respuesta detallada al estudio precedente)

24 J. Gribomont, “Isaac le Patriarche”, DSAM VII.2 (1971), col. 1997.

25 ID., ibid; el texto original griego se ha perdido; se encuentra una traducción latina del texto de Atanasio en MG 26, 1387. El comentario personal al que hacemos seguir el extracto de Atanasio en el texto corriente desarrolla una opinión profundizada en nuestra obra: Le Christ pour le Monde, París, 1971, Ch XI: l’Eglise corredemptrice.

26 Cf. A. Grillmeier, Christ in Christian Tradition, Oxford, 19752, pp. 308-328.

27 Empleamos el modo anticipo en el sentido de 1 P 3, 21: el término significa aquí: realidad prefigurada por el tipo.

28 San Atanasio, Carta festal XIV, § 3-5, MG 26, 1420-1422: hemos modificado el orden de los pensamientos del santo. Sieben (tesis, p. 300) llama la atención sobre la importancia de este texto.

29 ID Carta festal XLIV, MG 26, 1441-1442. Se encontrará otros bellos textos de Atanasio que pueden servir de punto de apoyo a una renovación bíblico patrística del culto al Corazón de Jesús en la tesis de Sieben, pp. 321-322

30 La vinculación hecha aquí entre Is 12 y Jn 7, 37-39 es retomada por Pío XII, Haurietis Aquas (AAS 48, 1956, 309-310) en una encíclica cuyo mismo título hace alusión a Is 12, 3

31 Sólo, agregaría Santo Tomás de Aquino, a título de instrumentos de Cristo: Cf Suma Teológica, III. 8.1.1, B. de Margerie, Le Christ pour le Monde, París, 1971, pp. 390 ss., donde todo este problema es discutido en el contexto de algunas afirmaciones de teólogos contemporáneos.

32 S. Sabugal, Christos, Herder, Barcelona, 1973, p, 290.

33 San Gregorio de Nazianzo, Orat. 21, 5; sobre la vida de Antonio, ver la nota siguiente.

34 Cf. Sieben, tesis, p. 45; Quasten, Initiation aux Pères de l’Eglise, Paris, 1962, t. III, pp. 71-79, presenta una buena introducción de conjunto a la Vida de Antonio (en adelante citada aquí con las siglas VA seguidas de la indicación del parágrafo). La citamos siguiendo la traducción de Lavaud.

35 San Atanasio, VA, § 75.

36 Cf. Nota 19; y el comentario dado en el texto corriente.

37 Cf. Javier Ibáñez, “Naturaleza de la Eusebeia en S. Atanasio”, Scripta Theologica, 3 (1971), pp. 31-73.§§

38 San Agustín, Confesiones, VIII.6.14; sobre la cristología de Agustín antes de su conversión, ver ibid VII. 19.25.

39 Se trata de los santos apóstoles y de los primeros cristianos en general, de acuerdo a la acepción neotestamentaria de esta palabra: santos.

40 Punto subrayado por Sieben.

41 Cf. dos textos de Vaticano II: Liturgia § 7: “Cristo habla mientras que se lee en la Iglesia la sagrada Escritura”, Ecumenismo, § 21: “Es en las Escrituras que (nuestros hermanos separados) buscan a Dios que les habla por Cristo”. El texto latino dice de manera más matizada: Deum quasi sibi loquentem in Christo”. Lo que viene a subrayar la mediación de la Iglesia fundada por Cristo en la escucha y la interpretación de la palabra de Dios, como lo muestra la continuación del texto.

42 Sieben, tesis, p, 57, n. 69. Sobre ese punto, ver más adelante, nn. 81, 82.

43 Cf, san Agustín, Confesiones, IX.10.23. No se excluye que la vida de san Antonio haya llamado la atención de Agustín sobre el valor espiritual de ese versículo paulino.

44 Sieben, tesis, p. 69.

45 VA, ch. 49-88; cf. DOM E. Bettencourt, “L’idéal religieux de saint Antoine et son actualité”, Studia Anselmiana, 38 (1956), p. 56, Siebebn tesis, pp. 62-63: Para Steidle, la imagen de Moisés, aunque no mencionado, subyace a la concepción atanasiana de la perfección monástica

46 San Agustín, De Doctrina Christiana, I.39.43: La Escritura es un bien parcial respecto del bien total de la caridad: cf. 1 Co 13, 2.9-12.

47 Cf. Bettencourt, op., cit (n. 45), P. 53. p. 53. Cf. VA, §

48 Cf. VA,§ 2; Sieben, tesis, p. 63.

49 Tal vez él quiere decir, solamente, que las Escrituras bastan para nuestra instrucción en la fe, sin negar la utilidad de una instrucción humana; Atanasio había recibido, todo parece indicarlo, una cultura griega esmerada. Mientras que nos presenta a Antonio como iletrado (VA, § 73), lo que quiere decir, al menos que no sabía griego (como escribe Bardy, Catholicisme, T. I, 1948, 665).

50 De esta carta no tenemos sino una traducción francesa incompleta: F. Cavallera, Saint Athanase, Textes et Etudes, Paris, 1908, pp 298-317. Lo utilizamos aquí y citamos la letra, con indicación del parágrafo.

51 San Atanasio, Carta a Marcelino, § 2, 7 y 8; MG 27, 11 y 15-18.

52 ID., ibid., § 10; MG 27, 20-22; cf Sieben, tesis, pp.82-86

53 ID. Ibid., §10; MG 27, 21; Cavallera, p. 306.

54 Lo que brilla especialmente en el Salmo 118; es el tema que San Agustín desarrollará tan magníficamente en De Spiritu et Littera.

55 San Atanasio, Carta a Marcelino, § 11; MG 27, 22.

56 Id., ibid., § 12; MG 27, 24.

57 Tesis, IIa parte, capítulos 6 y 7, pp. 78 ss.

58 San Atanasio, Carta a Marcelino, § 13; MG 27, 25.

59 M.J. Rondeau, artículo citado, n. 1, p. 186.

60 B.Fischer, “Psalmus vox Christi”, contribución a Politique et Théologie (citado n. 1), pp. 305 ss., especialmente 307.

61 Cf.n. 26.

62 Se puede preguntar, a la luz del misterio del alma humana de Jesús y de su importancia teológica en el misterio de la salvación si Atanasio tenía razón en pensar que no faltaba nada a la fe de Nicea (Tomo a los Antioquenos, 5; MG 26, 800 C); los concilios y profesiones de fe que siguieron parecen no haber retenido esta apreciación; la plenitud de piedad, sugerida como deseable por Atanasio (ibid.), les pareció exigir una profesión de fe explícita en esta alma de Jesús: así, por ejemplo, Constantinopla III, en 681 (DS 554).

63 San Agustín, De Doctrina Christiana, I. 35.39.

64 San Atanasio, Tratado contra los paganos, 47 (MG 25, 93 C); Sobre la Encarnación del Verbo, 15; MG 25, 121 C; cf. Duchatelez, “La condescendencia divina de la salvación”, Nouv. Rev. Théol. 95 (1973), pp. 600-601.

65 Cf. San Agustín, De Civitate Dei, libro X.

66 Sieben, tesis, pp. 294-298.

67 Difícil para la naturaleza a causa de los vicios y tentaciones; fácil por la ayuda de la gracia de Cristo.

68 Cf. C. Spicq, Les Epîtres pastorales, París, 19694, t. I Excursus IV, pp. 482-492: La “Piedad” en las epístolas pastorales; ver especialmente pp. 487-488, n. 3.

69 Cf. la ausencia casi compelta de citas bíblicas para la palabra eusebeia en el Lexicon Athanasium de G. Müller, s.j., Berlín, 1952. Sin embargo, hay que destacar que en su célebre carta festal 39 sobre las Escrituras, Atanasio escribe: “Sólo en los únicos libros canónicos (las  Escrituras) esta anunciada la enseñanza de la piedad” Este texto (MG 26, 1437 C) implica que todas las Escrituras presentan la doctrina piadosa y que lo hacen con exclusión de los apócrifos

70 Ibáñez, art. Citado, p. 53.

71 Id., ibid., p. 71.

72 Id., ibid., p. 47; cf, San Atanasio, De synodis 3, MG 26, 684 D.

73 Cf. La insistencia de Atanasio sobre la eusebeia es tanto más impresionante cuanto que el vocablo es ignorado por Justino y los Padres apostólicos (Spicq, op. Cit., 486).

74 P. Rech, La doctrine ascétique des premiers maîtres egyptiens du IV ème siècle, Paris, 1931, p. 164; hemos utilizado la presentación de conjunto, de este autor, del tema del estudio de la Escritura  (ibid., 157-167) para la composición de una parte de este apéndice.

75 Cf. 2Pe 3, 16: “Hay en nuestro hermano Pablo puntos oscuros cuyo sentido es cambiado por gente sin instrucción y sin firmeza- como en las otras escrituras – para su propia perdición.

76 Cf. J.-C. Guy, “Ecriture sainte et vie spirituelle”, DSAM IV. 1 (1960), col 162. Nos hemos inspirado aquí

77 Rech, op. Cit., pp 165-166, citando especialmente muchos pasajes de la regla de san Pacomio.

78 J. Kirchmeyer, “Ecriture sainte et vie spirituelle”, DSAM IV. 1 (1960), col 165-166, citando  Evagrio, Antihéretique, ed. Frankenberg, Berlin, 1912, pp. 472-473.

79 J. Kirchmeyer, op. Cit., col. 165.

80 San Atanasio, Carta a Marcelino, § 33; MG 27, 45 A.

81 Cf. J. Muydermans, A travers la tradition manuscrite d’Evagre le Pontique, Lovania

82 Barnasufio, citado por Kirchmeyer, DSAM IV. 1 (1960), col 166.

83 Se podrá consultar, además, sobre este asunto L. Leloir, “La Bible et les Pères du désert” en el volumen colectivo La Bible et les Pères, Paris, 1971, pp. 113-134.


Traducido del francés por José Gálvez Krüger
Revisión a cargo de Armando Nieto S.J.