Un domingo de verano

Mientras esperaba la siguiente serie, Joaquín se detuvo un momento a pensar en la última ola que había corrido. No había estado nada mal. Había hecho algunas buenas maniobras, todas con bastante fluidez y velocidad. Velocidad. Sí, ésa era una de las cosas más importantes, pensó, percibiendo la agitación que producía la adrenalina al recorrer su cuerpo. Recordó cómo desde lejos había visto venir la ola, empezando luego su rápido avance hacia ella en medio del grupo de personas que como él también esperaban la ola perfecta. Sintió de nuevo el esfuerzo de los últimos segundos, cuando remaba con fuerza entre otras dos personas hasta darse cuenta de que no necesitaba hacerlo más y que su tabla empezaba a deslizarse como con vida propia. Se había parado de un salto, mientras le hacía saber a los demás que la ola era suya y descendía por la pared para luego quebrar y volver a subir. Joaquín sacudió con fuerza la cabeza recordando cómo le había salpicado el agua sobre los ojos al romper la cresta de la ola. Percibió la sensación de ir avanzando veloz, de concentrarse solamente en ese momento, en el que sólo existían él y la ola, y todo lo demás servía sólo de mudo marco a la escena. Correr olas lo hacía por un momento olvidarse de todo y por unos instantes nada quedaba en su mente más que correr... correr... primero esta maniobra, luego esa otra y otra más y seguir así hasta la orilla. Nada de preocupaciones. Sólo él consigo mismo.

Con la mirada perdida en el horizonte, empezó a darse cuenta de que ya estaba cansado. Había llegado temprano, cuando una ligera niebla cubría la bahía y no había nadie más en el mar. Poco a poco otras personas se habían ido sumando durante el transcurso de la mañana. A muchos de ellos los conocía de años y los saludaba con un ligero movimiento de cabeza. Formaban todos un nutrido grupo, sentados tranquilamente sobre sus tablas hawaianas, separados los unos de los otros por pocos metros de mar y brisa marina. Mientras esperaban la serie de olas, el tiempo parecía detenerse, formando un espacio aislado del mundo donde sólo encontraban lugar el mar y los propios pensamientos que vagaban por sus mentes. Nada de lo que sucedía en la playa turbaba la tranquilidad de la espera.

Unos minutos más tarde cogió su última ola. Faltando unos cuantos metros para llegar a la orilla, Joaquín decidió tirarse al mar y terminó de recorrer nadando el último trecho que lo separaba de la arena, arrastrando su tabla tras de sí. Dándose una última sumergida, empezó a tantear el suelo, hasta por fin tocar fondo. Se alzó, cogió su tabla e, impulsado por una pequeña ola, dio un último y definitivo brinco hacia la playa, alejándose de la reventazón dando pequeños saltos. Era casi mediodía y el sol calentaba reciamente la playa y el malecón. Dejando su tabla a un lado y temblando un poco por el frío —«siempre que sale el sol el agua está más fría», pensaba—, Joaquín decidió sentarse un momento y calentarse en la arena tostada por la espléndida estación veraniega.

Por todas partes grupos de personas de todas las edades aprovechaban el día para descansar y olvidar las presiones de la semana, conversando animadamente. A lo largo de la playa, con sandalias, pantalón remangado y coloridos gorros, los heladeros anunciaban a voz en cuello helados Glacial y D’Onofrio. Otros, con similar indumentaria, ofrecían barquillos, sandwiches y gaseosas, y alguno que otro aventurado se animaba a vender adornos hechos con conchas de mar. «¡Pedro!», gritó Joaquín, dirigiéndose a un heladero en el momento preciso en que éste se levantaba luego de hacer una venta a una joven pareja con sus tres hijos, cada uno de los cuales devoraba ensimismado su helado de agua. Pedro se volteó y vio a Joaquín que le hacía una señal con la mano. Se excusó con una joven que lo llamaba y se dirigió hacia él. «Joven Joaquín, hace tiempo que no lo veía... ¿Dónde se había metido usted?», saludó Pedro efusivamente, poniéndose en cuclillas mientras abría la caja de teknopor y se escapaba el humo blanco del hielo seco con el que mantenía fríos los helados. «He estado estudiando para la universidad, ¡por fin ingresé!», respondió Joaquín, al tiempo que se pasaba la mano por la cabeza rapada, rozando los primeros brotes de pelo que formaban una delgada capa sobre la piel. Sin quererlo, le vinieron a la mente las angustias del estudio, el fracaso del primer examen y el sentimiento de que se le escapaban la vida y el mundo de las manos. Todo avanzaba a un ritmo vertiginoso y esperar otros seis meses para postular le parecieron en ese entonces una eternidad insoportable. Felizmente en la segunda oportunidad había dado un buen examen e ingresado con un buen puesto a la Facultad de Letras. Aún no sabía bien qué estudiar, pero tendría tiempo para pensarlo con calma durante los dos años de estudios generales. «¿Tienes de limón?», preguntó, buscando por un momento olvidar su futuro. «Sí, claro, sí hay, un momentito», respondió apuradamente Pedro, empezando a remover con la mano varios paquetes de helados, hasta llegar a uno de cubierta amarilla. Lo sacó y se lo tendió. «Gracias, Pedro, anótalo en la cuenta...». Pedro sacó una vieja libretita del bolsillo, buscando el nombre de Joaquín entre los cientos de nombres, tachas y garabatos que se habían acumulado ahí a lo largo de los últimos veranos. Había aprendido a escribir vendiendo helados, y en la arrugada libreta aparecían transcritas las más originales deformaciones de los nombres de sus jóvenes clientes, sobre todo de aquellos cuya ascendencia sajona o de otra procedencia les había otorgado una fonética difícil de pronunciar en las sílabas castellanas. A veces, encogiéndose de hombros, Pedro entregaba por unos momentos la preciada libreta y lapicero para que el nuevo cliente escribiera correctamente el nombre, que el viejo heladero más tarde pronunciaría también de maneras igualmente originales. No importaba. En el verano vendía bien y se había acostumbrado a ir a esa playa, y los veraneantes se habían acostumbrado a él. Les fiaba todos los helados que querían y se había hecho conocido entre los grupos de chicas y chicos que todos los veranos venían a la playa. En invierno, vendía helados en la ciudad, pero el trabajo no era tan productivo y entonces trabajaba también de pintor de casas con un cuñado suyo. «Ya nos vemos, joven, hasta más tarde». «Chau, Pedro», respondió Joaquín, mientras daba un nuevo mordisco y chupaba el hielo del helado.

* * *

Media hora más tarde, mientras se dirigía a su casa para almorzar, Joaquín se encontró con algunos amigos y amigas en la heladería. Era el lugar usual para encontrarse con la gente durante el día y a la vez centro de reunión antes de las fiestas o cualquier otra salida. Quedaba delante del malecón y desde allí se divisaba claramente toda la bahía. Aprovechó para sentarse un rato a la sombra. Le ardían la cabeza, desacostumbrada a recibir directamente los rayos del sol, y la cara y los brazos.

«Demasiado tiempo en Lima estudiando casi sin salir», pensó, respirando sin embargo aliviado porque por fin había entrado a la universidad. Se acordó, sin embargo, de sus amigos que todavía no habían ingresado. «Pobrecitos... pero así es la vida. Como están las cosas hoy en día, no hay tiempo para detenerse, hay que seguir avanzando como sea», reflexionó, sintiéndose triste y hasta decepcionado de sí mismo porque notaba que, en el fondo, quizás no le interesaba mucho lo que le sucediera a los demás.

«Todo el mundo siente pena pero nadie hace nada», pensó. Sólo importaba que pudiera seguir avanzando en su carrera, que la terminara bien y que luego consiguiera un buen trabajo y entonces ya. Hacer un poco de plata —aunque sabía que nunca le faltaría—, casarse, tener uno o dos hijos... y entonces asegurar su futuro y su vejez...

- ¡Hola Joaquín, a los años!

Aunque la voz le resultó familiar, Joaquín se sobresaltó un poco al ver la cabeza también rapada de Chacho Pérez. Chacho era un año menor que él y en la playa habían sido vecinos por mucho tiempo. De baja estatura y voz siempre jovial, era el alma de las fiestas y reuniones, a las cuales nunca dejaba de asistir derrochando por doquier su alegre entusiasmo por la diversión. Quería estudiar administración y la semana anterior había ingresado en el primer intento a la universidad. El mismo día del examen, sin siquiera enterarse de su resultado, se había mudado a la playa para aprovechar los días de verano que le quedaban antes de empezar nuevamente a estudiar. Joaquín lo saludó, felicitándolo por su ingreso. Se conocían de años, aunque sólo se veían los meses del verano. En invierno, cada uno solía salir con los amigos del colegio hasta que, con los primeros calores de la estación y una vez acabado el colegio, olvidaban la ciudad para irse a la playa. A veces se encontraban durante el invierno, en alguna fiesta o reunión. Se saludaban y conversaban un rato, preguntándose mutuamente por los amigos y amigas de la playa, sobre los cuales Chacho siempre estaba bien enterado. Joaquín recién había llegado ese día al balneario y Chacho lo puso inmediatamente al día. Jorge ya había llegado también, pero no Alfredo, que estaba de viaje en el norte con Manuel y recién llegarían dentro de diez días.

- Quien sí está... -empezó a decir Chacho, sonriéndose- es María Pía... Hoy día la vi en la playa...

Aunque quiso, Joaquín no pudo evitar hacer una mueca de interés. María Pía había sido su enamorada hasta hace unos meses. Todavía le gustaba, pero había decidido romper con ella en noviembre cuando comenzó a sentir la presión de los estudios, de la universidad, de la vida que empezaba a abrírsele a un ritmo vertiginoso, y sentía cómo los años del colegio ya habían comenzado a formar parte de una lejana y vaga memoria. ¿Qué estudiar? ¿Qué carrera? ¿Dónde? ¿Qué quiero?... ¿Por qué?... Eran preguntas que no lo habían dejado tranquilo desde hacía mucho tiempo, incluso antes de terminar el colegio. Cualquier elección señalaba un rumbo y un destino, formas de vida diferentes, ventajas y dificultades distintas. Pero sea lo que eligiese, era lo mismo lo que estaba en juego: su propia vida. Quizás fue la aguda conciencia de lo que ello significaba la razón por la que le había sido tan difícil escoger una carrera. Joaquín se sonrió para sí mismo. Recordó que todavía no había escogido una carrera. Había ganado un poco de tiempo con la esperanza de poder ver con mayor claridad qué era lo que le gustaba y qué quería. La incertidumbre y la necesidad de evitar cualquier compromiso hasta no sentirse seguro de sí mismo lo habían llevado a ausentarse de la vida social, de las amistades, hasta de su enamorada. Se había encerrado en su casa dos meses previos al examen. Seguía los estudios en una academia pre-universitaria, a la que iba de lunes a sábado, y el resto del tiempo se había dedicado a estudiar. Se había consentido muy pocas salidas en aquel tiempo.

- ...y además me estuvo preguntando por ti -continuó Chacho.

Joaquín intentó responder con alguna frase que lo hiciera parecer desinteresado. En realidad María Pía le atraía muchísimo, pero se sentía mal por haberla dejado, y el recuerdo de su incierto futuro y de una realidad aún desconocida lo había sumido en cierto desasosiego interior. ¿Qué hacer para olvidar esta realidad? ¿Qué hacer para olvidarse de sí mismo y de su futuro y concentrarse sólo en lo que le gustaba y quería? ¿Cómo hacer desaparecer, sin que dejase rastro, el anhelo de querer hacer algo más con su vida? Ansiaba llegar al momento en que pudiese dejar de hacerse tantas preguntas, en que sencillamente pudiese avanzar por la vida, seguir sus ritmos y costumbres, dejarse llevar, como una buena ola que no terminase nunca, por el suave fluir de su festiva monotonía.

- ¿Qué te pasa, hermano, te sientes mal? Me has puesto una cara como para deprimir a un muerto. No es para tanto. Es verdad que hace tiempo que no se ven y que te portaste un poco mal con ella, pero todo va salir bien. Ella seguramente te quiere.

Joaquín escuchó las palabras como si estuviese a años de distancia, como si por un momento estuviera en otro lugar y pudiese ser testigo de la escena, que avanzaba lentamente, cuadro por cuadro. Pudo observar su rostro ensombrecido bajo la intensa luz del sol que lo abrasaba todo. Vio sus ojos, perdidos en algún punto fijo del suelo, y su mirada tan honda como vacía. Su mano se alzaba, lentamente, hasta posarse sobre su cabeza y avanzar como si quisiera coger los diminutos mechones de pelo que empezaban a brotar. Observó por un momento asustado cómo contemplaba su propio deseo, cómo empezaba a surgir desde lo profundo el amargo fruto del vacío que intentaba llenar el infinito y que empezaba a transformarse en lágrimas que en cualquier momento bañarían su alma para esconder el espacio que la lluvia cubre entre el cielo y la tierra. El cielo y la tierra. El cielo infinito. La tierra limitada. Luego se controló y volvió en sí. Lo último que vio fue cómo parpadeaba rápidamente, mientras respondía con una débil sonrisa en los labios:

- No te preocupes, estoy bien. Creo que he estudiado demasiado en estos últimos días. Pero olvídate. Ya pasó todo. ¡Ya ingresamos!

* * *

Joaquín almorzó sin mucha hambre y luego se tiró un rato sobre su cama. Boca arriba, mirando el techo y con las manos cruzadas bajo la cabeza, intentó inútilmente quedarse dormido. Había acordado para ir al club en la tarde a jugar un partido de fulbito. Ahí se encontraría con los amigos de la playa de toda la vida. Por lo menos con varios de ellos. Sin darse cuenta llegó la hora. Cogió su bicicleta y se dirigió al club. Cuando llegó, ya habían empezado a jugar y se sumó al equipo que estaba perdiendo. Aunque a muchos hacía casi un año que no los veía, los saludó rápidamente. Bastaba un apretón de manos, un «hola, ¡a los años...!» y quizá alguna que otra palabra cordial, para retomar el compañerismo y la comunicación interrumpidos con el inicio de las clases del año anterior. El partido fue muy disputado y casi al final el equipo de Joaquín se impuso con un golazo de Chacho, quien aprovechando un momento de distracción del arquero había pegado un zurdazo magistral. El portero, reaccionando demasiado tarde, sólo había atinado a ver cómo la pelota se metía raspando uno de los palos a media altura.

Ya desde los primeros minutos, un grupo de gente se había animado a sentarse en las gradas a observar el partido. Joaquín no había advertido que poco antes de acabar habían llegado un grupo de chicas y, entre ellas, María Pía. Cuando cayó en la cuenta, aparentó por unos momentos no haberla visto, pero luego un impulso interior lo decidió finalmente a acercarse. Se sentía evidentemente en falta por haberla dejado meses antes, pero en ningún momento ninguno de los dos mencionó el tema. Conversaron tranquilamente, como si nada hubiese sucedido, del clima, del verano, de la universidad, de los demás. Joaquín se empezó a incomodar y, aprovechando que Chacho y compañía se iban a la playa, decidió también despedirse. Sin embargo, resolvió invitarla a salir. «Bueno —le respondió María Pía—. Voy a ir a Misa de siete con mis papás. Nos vemos ahí». Joaquín recordó la inveterada costumbre familiar de ir a Misa todos los domingos. Durante la época en que salían juntos, María Pía lo había invitado innumerables veces, pero Joaquín siempre se había “hecho el loco”. Solía llegar poco antes de que acabase la celebración y esperaba afuera. Un Dios tenía que haber, «o quizá algún tipo de fuerza o algo así», decía. Pero eso de ir a Misa, confesarse con un cura y todo lo demás que se manifestase en algo concreto no le gustaba en lo más mínimo. Así, incluso, pasaba ante sus amigos como un tipo “religioso”, pues Joaquín, cuando se lo preguntaban, sostenía que creía firmemente en Dios, e incluso se persignaba cuando entraba al mar, y eso le bastaba, pensaba él, para sentirse tranquilo con su conciencia y hasta sentirse “mejor” que aquellos a quienes el tema ni siquiera les interesaba. Aún así, la persistencia de María Pía en invitarlo a Misa le disgustaba profundamente y estaba seguro de que lo había hecho a propósito, sabiendo el efecto que le causaría. Habían discutido el tema más de una vez, y María Pía incluso le había propuesto conversar con un sacerdote amigo de su familia, pero él se había reído. Le contestó que de ninguna manera, que si quería resolver sus problemas, se iba a la playa y ahí se olvidaba de todo. «Igual que un avestruz», le había dicho María Pía en esa ocasión, con tanta firmeza que a Joaquín se le volvió a subir la sangre a la cabeza de sólo recordarlo. Ésa había sido una de las últimas veces que había salido con ella. Poco después pensó que sería mejor dedicarse sólo a estudiar y rompió con María Pía. Sin embargo, para darle la contra y hacer evidente que los temas Dios y religión ya estaban resueltos en su vida, decidió ir ese domingo a Misa.

* * *

Era un balneario próspero, o al menos lo había sido en años anteriores, y eso se notaba en la arquitectura de la iglesia que se alzaba en la plaza mayor. Un poco descuidada por el paso de los años, conservaba sin embargo pequeñas joyas donadas por miembros de la comunidad, como un precioso altar barroco y algunos hermosos vitrales que bañaban con luz multicolor la semi-penumbra que existía dentro. Joaquín cruzó lentamente el umbral, dobló a la derecha y se detuvo, apoyándose contra la pared e intentando aparecer indiferente. Descubrió a María Pía y su familia en las primeras bancas y miró nuevamente su reloj. Después de tantos años volvía a escuchar una Misa. Para él, una vez más empezaba aquella lejanísima voz del sacerdote y se sucedía aquella larga, casi interminable, lista de palabras, respuestas y demás frases incómodas. Se dejó distraer observando a la gente y arrepintiéndose de haber ido a ese lugar. Volvió a mirar su reloj y constató que sólo habían pasado cuatro minutos desde que había llegado. Resolvió entonces acabar con todo eso, salir y esperar afuera, pero un repentino silencio lo obligó a mantenerse donde estaba. Observó que se levantaba el sacerdote y se dirigía hacia un costado de la iglesia para leer el Evangelio. Casi podía escuchar la oración que pronunciaba para sí mientras avanzaba. Hacía mucho tiempo que no había percibido tanto silencio, y cayó en la cuenta de que había hecho todo lo posible por evitarlo. El silencio lo angustiaba, porque entonces lo asaltaban preguntas a las que no había podido responder nunca, preguntas sobre su vida, sobre su futuro, sobre el qué y el cómo. Dios, se dijo a sí mismo, no tenía nada que ver con esas preguntas, pero en el silencio de aquel lugar, no pudo evitar que la idea de pensar quién era Dios para él se le cruzase por la cabeza. «Lectura del Santo Evangelio según San Marcos», escuchó. «Gloria a Ti, Señor», fue la respuesta unánime de los presentes. Entonces el sacerdote empezó a leer con voz pausada y serena. «En aquel tiempo, Jesús se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?”».

Joaquín se estremeció. La pregunta le sonó demasiado familiar. Tan familiar que bajó la mirada avergonzado y la fijó en el suelo. Quiso irse, pero se sintió sin fuerzas para salir y como clavado a la pared que lo sostenía. Las palabras seguían resonando en el templo: «Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre”. Él, entonces, le dijo: “Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud”». Como si fuera el único en la iglesia, como si le estuvieran hablando directamente a él, Joaquín sintió que un intenso escalofrío le recorría todo el cuerpo. No podía evitar verse reflejado en el joven del Evangelio. ¿No se había hecho él mismo esa misma pregunta? ¿Y no pensaba también que había procurado seguir los mandamientos que conocía y ser una buena persona? Sí lo había hecho, pero aún así no había sido suficiente para encontrar la paz que tanto ansiaba.

Como le había sucedido tan sólo horas antes, contempló nuevamente su propio anhelo y cómo empezaba a surgir desde lo profundo el amargo fruto del vacío con el que había intentado llenar el infinito. ¿Entonces cuál era la respuesta? Y aunque ya la intuía, siguió escuchando con atención. «Jesús, fijando en él su mirada, lo amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme”».

Joaquín no quiso escuchar el final. Se marchó rápidamente mientras una lágrima traicionera le surcaba el rostro llegando hasta el labio con su amargo sabor. Cuántas otras respuestas habría querido escuchar. Cuántas otras, pensó, lo habrían dejado por fin tranquilo con su conciencia, calmando la infinita sed que tenía. No había necesitado escuchar el final. Porque él también, abatido por las palabras que había escuchado, se alejó entristecido, y contemplando la inabarcable infinidad del mar, rompió a llorar amargamente. Ni siquiera podía estar cerca de María Pía. De alguna manera sentía que ella lo llevaba a la religión. ¡Adiós María Pía! Desesperado, dejó que las lágrimas bañaran su alma para cubrir el espacio que la lluvia cubre entre el cielo y la tierra. El cielo y la tierra. El cielo infinito. La tierra limitada. Y comprendió que a pesar de las lágrimas que parecían llenar un vacío, estaba optando por la tierra y renunciando al cielo.

Kenneth Pierce Balbuena

Publicado en “El cuarto de los Regalos", Vida y Espiritualidad, 2001.