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En el camino
Es aún de noche. Una noche clara, diáfana, cuya luminosidad se pierde en su inmensidad. Una noche iluminada por las innumerables estrellas y por la luna que refleja al sol, que ya viene anunciando su llegada. Así empezaba nuestra caminata, con los primeros rayos del sol que se abrían paso a través de las montañas, y cortaban con su aún tenue calor el frío intenso que durante la noche se había apoderado de todo lo que hay sobre esta tierra. Todavía soñoliento y un tanto entumecido, sentí un profundo sentimiento de gratitud al ver la noche huyendo ante el avance de la luz matinal. Poco a poco el fértil campo por el que avanzábamos se iba desperezando bajo los haces del sol que hacían brotar los colores y las siluetas de la ladera y del pastizal, del rebaño y del pueblo, del sembrío y del caudaloso río que corría un poco más lejos en las profundidades del cañón y cortaba la roca como lo ha hecho desde hace siglos y siglos. Mientras avanzaba por el sendero que hería el costado de la montaña, recordé una vez más esa pregunta que tantas veces mordía mi curiosidad. ¿Cómo sería estar en medio del mar, sin ver nada más que agua a mi alrededor? Escrutar el horizonte y ver por doquier sólo la inmensurable vastedad del océano. ¡Tal vez ahora me lo imagino mejor! Pero son las montañas las que hoy me rodean, y por donde mire me tropiezo con la interminable cadena de cumbres que invaden el imponente cielo de esta tierra lejana y olvidada. Me detengo un momento a admirar el azul infinito del cielo que empieza a aclarar. Una vez más me pregunto: ¿Qué hago en este lugar perdido del mundo, a miles de metros sobre el nivel del mar y a decenas de kilómetros de cualquier lugar importante? Atrás ha quedado ya el pueblo, con sus casitas de barro y sus frágiles techos de calamina. Más atrás, aunque a no mucha distancia, ha quedado la profundidad del cañón. Una mano golpea suavemente mi hombro. «Vamos, sigamos, que aún falta mucho». Entonces, como despertando de mi ensimismamiento, recomienzo mi caminar, sin dejar de asombrarme por la majestuosa inmensidad de lo que me rodea. Me encuentro en un pueblo perdido en este cañón que corta el valle del Colca. Han pasado cinco días desde que llegamos con la idea de ayudar y enseñar. Los niños nos miran curiosos, y se van corriendo apenas les devolvemos la mirada. Lentamente, sin embargo, midiendo sus pasos, los más audaces se han ido acercando. Los mayores procuran agradecer nuestra presencia lanzándonos miradas que transforman sus rostros usualmente taciturnos en silentes expresiones de simpatía y cercanía. Otros, desde una soledad arraigada en la costumbre, aún nos miran con desconfianza. ¡Qué ardua es la vida en estas latitudes! Todos muestran las cicatrices de una existencia dura, cuyo desafío diario está en vencer y sobrellevar las dificultades de la geografía y la vida con recursos pobres y arcaicos. No me asombro. Ya he visto esas cicatrices antes. De donde vengo, sin lo arisco del territorio, la vida es igualmente dura. Me sonrío ante la idea de que hay quienes pierden de vista las constantes esenciales, y se quedan fascinados por los modos, por lo accidental. El ser humano es fundamentalmente el mismo en la costa, en la selva y en el ande, aquí y allá, en todos los tiempos. La caminata continúa. El sol seco y aplastante de las serranías ya reemplazó al frío intenso de la madrugada. Avanzamos por un sendero tortuoso y nos dirigimos, según tengo entendido, a un lugar en el que vienen trabajando hace algunos meses. Se encuentra arriba, en la ladera, como a dos horas a pie. Pero ya vamos caminando una hora y media, y no hemos recorrido ni la mitad del camino. Mis pulmones se esfuerzan constantemente por aprovechar al máximo el aire enrarecido. Un joven del pueblo ha venido con nosotros, se ha convertido en nuestro guía y nos acompaña. Nos señala el camino, parece que no se cansa nunca, y en todo momento nos estudia con gran atención. Me tropiezo y me molesto conmigo mismo y me molesto con todo el mundo. «¡Por qué será que no allanan bien estos caminos...!». Pero qué estúpido soy... digo tonterías. Es que ya me cansé de caminar por este sendero difícil, que no sé cuándo va a acabar y en el que no puedo sino adivinar lo que hay más adelante. Y pienso: ¿Para qué he venido? ¿De qué sirve ayudar? ¿No es siempre todo igual? - Ahoritita llegamos... ¿Ve ese cerro, allí a la vueltecita? Allí está el lugar, a la vuelta nomás. - Ah, ya no falta mucho... Nuestro joven guía señala una curva. Una vuelta que no acababa, que al llegar dejaba ver otra curva, y luego otra, y no sé cuántas más. «No falta mucho», exclamo con falso entusiasmo, orgulloso de dar a mi joven ayudante una impresión de vigorosidad que no tenía. Él ha pasado toda su existencia entre estas montañas, y recorre el desigual terreno con impresionante agilidad y destreza, como si se tratara de una avenida amplia y despejada. Está vestido con un pantalón viejísimo y una raída chompa de colegio encima de otra chompa. Como todos por aquí, usa unas sandalias que parecen una prolongación del pie, indistinguibles uno del otro. Su nombre es Escolástico. «Curioso nombre», pensé la primera vez que lo conocí. Luego me explicó que era el sexto hermano de una familia numerosa, y que había nacido el día de Santa Escolástica, de ahí su nombre. Una sonrisa compasiva surca mi rostro, porque no puedo dejar de sorprenderme por ciertas costumbres arraigadas en una fe y una tradición que parece no tener lugar en el mundo moderno, lleno de todo tipo de inventos técnicos y otros adelantos. En estos días he visto varias de esas manifestaciones de fe. Parecerían rezagos de una cultura ancestral. Es verdad que asombra la imagen viva de la iglesia que se alza sobre el pueblo, cuyo espigado campanario marca las horas del día desde hace siglos. Hace unos días tuvieron una procesión, sacando en andas a no sé qué devoción ancestral. Me acerqué con curiosidad y antes de darme cuenta me encontré cargando el anda. No puedo evitar cogerme el hombro aún adolorido por el peso... como tampoco puedo evitar ese sentimiento extraño que me ha asaltado en innumerables ocasiones estos días. Tal vez me hace estremecer la devoción de esta gente, o quizá me sorprendo de ver alegría en medio del sufrimiento, pues no quiero admitir que en un gesto tan sencillo como cargar un anda y ofrecer el esfuerzo por una causa veo más valor que en años de existencia sin un sentido. ¡Bah! ¿Para qué me molesto pensando tonterías? Sigamos caminando, pues sólo se vive una vez... Ya van muchas veces que pregunto cuánto falta. Ya van muchas veces que he llenado mi cantimplora del agua del riachuelo que corre al lado del sendero y que la he vaciado en mi sedienta boca. Son todavía más las ocasiones que he pensado en sentarme, en ya no seguir caminando. Pero no gano nada. Creo incluso que si me siento no me volvería a levantar, y para olvidar todos estos asuntos, pregunto nuevamente cuánto falta... y la incertidumbre no hace sino alimentar mi angustia. Camino mecánicamente y no tengo nada más que hacer que pensar distraídamente. Pero no puedo sino pensar en la vida, y ver el mal en el mundo, la muerte, la violencia. Y ahí donde el mal no es aparente, donde sus heridas se ocultan bajo la falaz máscara de una frívola diversión, no puedo dejar de ver la tristeza y la soledad. De una u otra forma, me estrello siempre ante una cierta desesperanza en los rostros de los hombres. Ante ello, pienso: «La vida es como cargar un anda». Pesa. Duele. Uno ve el sufrimiento en el rostro de los que cargan. Un sufrimiento vano que está enmarcado en una tradición ancestral que parece vacía y sin sentido. Este país está lleno de esas tradiciones que sembraron los conquistadores y que han perdido mucho del contenido intenso que tuvieron, no dejando más que una huella que parece buscar hacerse presente. ¿Pero se trata sólo de un barniz que moldea a un pueblo? ¿Puedo acaso pensar así e ignorar que estas gentes por siglos han construido santuarios, clavado cruces en lo alto de los cerros, venerado santos y hecho “belenes”? ¿Puedo dejar de ver en esta pequeña aldea que visito la gran iglesia que se alza en medio de las casas, señalando el centro, la fuente, la raíz de toda la vida de sus pobladores?... ¿Pero quién me llama a complicarme con estos pensamientos? Es mejor olvidar todo esto... Ahora hace un poco de frío. Felizmente aquellas nubes han cubierto el sol y sopla una ligera brisa. Sin embargo, parece que el camino se ha hecho más difícil. Está menos marcado, hay más obstáculos y me sigo tropezando, incluso más que antes. ¿Adónde vamos?... no puedo recordarlo... ¡qué extraño! Veo a los demás como yo. ¿Han perdido también el rumbo? No interesa... ¡sólo importo yo! Qué curiosas preguntas me he hecho en esta caminata. Preguntas todavía sin respuesta, que no han hecho sino taladrar la dura roca con la que he cubierto mi existencia. Me he quedado indefenso, e indefenso he visto lo vacío de la vida. Sólo se vive una vez, pero parecería que nadie vive como si supiese por qué y para qué nació, para qué existe. Todos avanzan, pero ¿adónde van? ¿Acaso todos sufren y no pueden sino tragar el sufrimiento y convivir con las amarguras de esta existencia limitada...? Entonces caigo en la cuenta de que ya vamos llegando. Casi no lo puedo creer. Empiezo a distinguir las obras... una cosa diminuta en medio de esos gigantes. Descubro que no sé qué es. Pero mi compañero, conocedor de estas tierras, me explica con una alegría que le sale de dentro: «Es nuestro santuario. Un santuario para la Madre de Dios y nuestra». ¡Dios! ¡Dios! Dios nuevamente, presente por doquier en este lejano lugar. No sé por qué siento que brota de mi corazón una semilla que ha aguardado años en germinar y creo que hoy se aviva porque en ese santuario reconozco la vida profunda de un pueblo. De mi propio pueblo. De alguna manera misteriosa descubro aún más que antes que ésta es mi tierra. No es un asunto formal, sino vital, no por lo exterior, sino por la esencia que se halla dentro, en lo más profundo de esta gente. Es mi gente, en el ande o en la costa o en la selva. ¡Empiezo a entenderme mejor! ¡Voy descubriendo mis raíces! Y veo cómo ellas se extienden a través de los años, que recorren los siglos hasta... ...hasta que se unen y se entroncan en una misma fuente. En este sencillo santuario al final del camino veo la fe que nutre a mi pueblo. Quería escapar y resulta que me encuentro al caminar. Y entonces me reconozco a mí mismo como parte de este pueblo. Entonces andar sí tiene un sentido, porque sólo caminando uno avanza, y sólo avanzando uno empieza a descubrir a Aquel que lo ha creado todo. Porque en el camino uno lo ve reflejado en la creación, y se le puede percibir en la huella indeleble impresa en lo profundo del ser humano. «La vida es como cargar un anda», pienso. Duele, pesa. Uno sufre cuando carga. Pero tiene un sentido y oculta una alegría profunda, que termina por aflorar. Porque esos pesares son pasajeros como las nubes que ocultan el sol... ellos forjan el alma para el único encuentro que realmente vale. Es como cargar un anda. Porque refleja una tradición que en esencia es espejo de la cultura de esta tierra, mi tierra. Espejo de mi pueblo, de la multitud de personas venidas de muchos lugares cuyas raíces ya se hunden en estas tierras... espejo en el que se descubre la huella de Dios. Y ahora contemplo el santuario, y veo más allá. Un nuevo camino que continúa, que corta entre las montañas y se eleva, se eleva y se acerca cada vez más a Aquel que lo ve todo. Entonces escucho una voz que me dice: «Caminemos, que aún falta mucho y hay tanto por hacer»... Kenneth Pierce Balbuena Publicado en “El cuarto de los Regalos", Vida y Espiritualidad, 2001. |

