Los católicos y las imágenes

Desde la antigüedad, el hombre siempre ha usado pintura, figuras, dibujos y esculturas, entre otros, para darse a entender o explicar algo. Estos medios sirven para ayudar a visualizar lo invisible; para explicar lo que no se puede explicar con palabras. Cuando el hombre cayó por el pecado y perdió la intimidad con Dios, comenzó a confundir a Dios con otras cosas y a darles culto como si fueran dioses. Este culto se representaba frecuentemente con esculturas o imágenes idolátricas. La prohibición del Decálogo contra las imágenes se explica por la función de tales representaciones.

Sin embargo, aún cuando muchas personas piensan que el primer mandamiento prohibe respeto a las imágenes esto no es necesariamente así. El culto cristiano a lo que representan las imágenes no es contrario al primer mandamiento porque el honor que se rinde a una imagen pertenece a quien en ella es representado. Es decir, al que se venera no a la imagen sino a lo que ésta representa.

En ese sentido, Santo Tomás de Aquino en su monumental Summa Theologiae señala que "el culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado. Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que es imagen".
Incluso ya en el Antiguo Testamento, Dios ordenó o permitió la institución de imágenes que conducirían simbólicamente a la salvación por el Verbo encarnado, y como ejemplo de ellos tenemos la serpiente de bronce o el arca de la alianza y los querubines.

Ahora bien, las primeras comunidades cristianas representaron a Jesús con imágenes del Buen Pastor; más adelante aparecerán las del Cordero Pascual y otros iconos representando la vida de Cristo. Las imágenes han sido siempre un medio para dar a conocer y transmitir la fe en Cristo y la veneración y amor a la Santísima Virgen y a los santos. Prueba de ellos, son las catacumbas -la mayoría ubicadas en Roma- donde aún se conservan imágenes hechas por los primeros cristianos, como las catacumbas de Santa Priscila, pintadas en la primera mitad del siglo III.

Sin embargo, con la encarnación de Jesucristo se inauguró una nueva economía de las imágenes. Cristo tomó y rescató las enseñanzas del Antiguo Testamento y le dio una interpretación más perfecta en su propia persona. Antes de Cristo nadie podía ver el rostro de Dios; en Cristo Dios se hizo visible. Antes de Jesús las imágenes con frecuencia representaban a ídolos, se usaban para la idolatría. Ahora, el verdadero Dios quiso tomar imagen humana ya que Él es la imagen visible del Padre.

María y los santos

La Iglesia Católica venera a los santos pero no los adora. Adorar algo o alguien fuera de Dios es idolatría. Hay que saber distinguir entre adorar y venerar. San Pablo enseña la necesidad de recordar con especial estima a nuestros precursores en la fe. Ellos no han desaparecido en la nada sino que nuestra fe nos da la certeza del cielo donde los que murieron en la fe están ya victoriosos en Cristo.

La Iglesia respeta las imágenes de igual forma que se respeta y venera la fotografía de un ser querido. Todos sabemos que no es lo mismo contemplar la fotografía que contemplar la misma persona de carne y hueso. No está, pues, la tradición Católica contra la Biblia. La Iglesia es fiel a la auténtica interpretación cristiana desde sus orígenes.

La Iglesia procuró siempre con interés especial que los objetos sagrados sirvieran al esplendor del culto con dignidad y belleza, aceptando la variedad de materia, forma y ornato que el progreso de la técnica ha introducido a lo largo de los siglos. Más aún: la Iglesia se ha considerado siempre como árbitro de las mismas, escogiendo entre las obras artísticas las que mejor respondieran a la fe, a la piedad y a las normas religiosas tradicionales, y que así resultaran mejor adaptadas al uso sagrado.