Artículo III. El Espíritu, la Iglesia y la vida Eterna

Más o menos en la época en que fue elaborado el Credo de la Iglesia romana, Atenágoras expresaba en un texto célebre su ardiente deseo trinitario: “Estamos aquí abajo guiados por el solo deseo de conocer al solo Dios verdadero y a su Verbo, de saber cuál es la unidad del Hijo con su Padre, la comunidad del Padre con el Hijo, lo que es el Espíritu, cuál es la unión y la distinción entre Espíritu, el Hijo y el Padre” (Apología § 12).

El autor no se limitaba a confesar los tres, respondía ya de manera inicial a su propia pregunta: “El Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo por la unidad y el poder del Espíritu” (§ 10).

El Espíritu, habiendo sido confesado en y por la Iglesia el Padre y el Hijo, quiso, además, a través de ella, manifestarse, como el vínculo de su unidad.

Empresa que se extendió sobre muchos siglos, a partir de su brillante comienzo con Atenágoras. Porque hacía falta que fuese precedida por la manifestación a la Iglesia de la divinidad del Espíritu Santo. Manifestación inseparable de aquella de la actividad del espíritu del Padre y del Hijo en la Iglesia misma, en la remisión bautismal de los pecados, que orienta hacia la resurrección de la carne y hacia la vida eterna.

Examinaremos, aquí, las opiniones de Cirilo de Jerusalén sobre los nexos entre el Espíritu y la Iglesia; Basilio y Crisóstomo lo completarán en el mundo griego; en los Latinos, Hilario ya nos había dejado entrever por qué es al Espíritu que la Iglesia atribuye, de una manera particular, nuestra orientación hacia la vida eterna mientras que Agustín y Rufino nos harán sondear, respectivamente, al Espíritu como profundidad de Dios, de un lado, y profundidad de la escritura, por el otro.

Sección primera. Cirilo de Jerusalén: aquello que el Espíritu único e indivisible no es y lo que opera en la Iglesia

El orgullo humano parece inclinar a ciertos bautizados (influenciados por el demonio) a identificarse con el Espíritu Santo: Simon, Manes, Montano, según Cirilo (cat. XVI, 6-9).

Cirilo subraya la oposición entre sus acciones respectivas: “el inmundo demonio, cuando va al alma de un hombre, se lanza sobre la oveja como un lobo bebedor de sangre […]. La inteligencia se cola de tinieblas; injustos esta agresión y este rapto de un extraño; el demonio hace violencia, en efecto, sobre un cuerpo que no es suyo. Arroja por tierra a aquel que se mantenía de pie, porque es la casa de aquel que cayó del cielo; hace desviar la lengua, tuerce los labios, el hombre está en la negrura, el ojo abierto no ve nada y el desventurado hombre, frente a la muerte, se estremece de miedo. Los demonios son verdaderamente enemigos de los hombres”.

Se ve: es a partir de los relatos evangélicos de posesión que Cirilo considera los peligros que amenazan la condición humana, sea en su aspecto intelectual y espiritual, sea corporalmente: Tinieblas, negrura, miedo”.

Sobre este fondo tan sombrío, Cirilo describe la luminosa acción del Espíritu: Viene a salvar, curar, enseñar, aconsejar, fortificar, esclarecer la inteligencia, primero de aquel que lo recibe, luego, mediante él, de los otros también.

“Aquel que ha sido honrado por la visita del Espíritu Santo al alma iluminada, ve de una manera sobrehumana lo que no sabía. Su cuerpo está sobre la tierra, su alma ve, sin embargo los cielos como en un espejo… Esa nada que es el hombre, ve el comienzo y el fin del mundo y el medio de los tiempos, conoce las cosas que no estudió: en efecto, disfruta de la presencia del verdadero introductor a la luz” (cat. XVI, 19).

En armonía con los evangelios (ver MC 3, 22-30), Cirilo nos presenta al Espíritu bueno y santo en el contexto de su oposición al espíritu impuro y malo. El Espíritu divino domina el tiempo y el espacio y vuelve al cristiano partícipe de esta dominación. Al hombre, “violentado por causa de Cristo” el Espíritu Santo dice “por lo bajo… poca cosa es lo que acontece, grandes serán las recompensas, vas a sufrir poco tiempo, pero estarás eternamente en compañía de los Ángeles” (cat. XVI, 20).

Cirilo une claramente el tercer artículo con la presentación de los últimos tiempos y de la vida eterna. Volveremos a encontrar este aspecto, un poco más abajo, en Hilario de Poitiers, que lo ha recibido de los Padres griegos. Todo ocurre como si, en la explicación del Credo, el Padre fuese visto al origen de los tiempos, al Hijo mediador al medio y al Espíritu consumador al fin. Toda la duración de la historia universal, de su comienzo a su extremidad última, es esperada y como abrasada por los tres que son uno. (Esta  distinción no es la de Joaquín de Fiore).

Pero el Espíritu no es solamente uno – de una perfecta unidad – con el Padre y el Hijo; es, también uno en sí mismo, único, indivisible aún cuan divide sus dones: “Nosotros no enseñamos de él sino una fe inquebrantable. Porque el Espíritu es un solo y mismo ser, el que repartía los carismas a cada uno de manera especial según su voluntad (1 Co 12, 11). En cuanto a Él, es indivisible. El Paráclito no es otra persona al costado del Espíritu santo, sino es un solo y mismo ser bajo denominaciones diferentes: viviente y subsistente, hablando y actuando. Él también es el Santificador de todas las criaturas racionales que está sometidas a Dios por Cristo: ángeles y hombres.”

Cirilo, profesando la unidad del Espíritu Santo al interior de la diversidad de sus nombres, reacciona – como lo había hecho el Símbolo romano – contra las tendencias gnósticas (ya denunciadas por Ireneo: AH I, 1, 2 y 5) de acuerdo a las cuales el Paráclito era distinto del Espíritu Santo. Tal sería la opinión de los valentinianos.

Lo que permite comprender  –digámoslo al pasar-   que en muchas recensiones orientales del Credo (DS 41 y 51) el Espíritu Santo sea presentado como único, a semejanza del Padre y del Hijo. Manera de reaccionar contra el símbolo politeísta propagado por los gnósticos, que exaltaba una multiplicidad de eones en el seno de una pléroma de la divinidad.
Cirilo insiste, además, sobre la unidad del Espíritu en un contexto bíblico: “el plan salvador del que somos objeto forma un todo estrechamente concertado y que viene del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo… El Espíritu Santo no es otro en la Ley y los Profetas, otro en los Evangelios y los Apóstoles, sino es único y mismo Espíritu santo, aquel que dijo las divinas Escrituras en el Antiguo y el Nuevo Testamento” (cat. XVII, 5).

No se puede no ver aquí una reacción contra las tendencias de Marción: Cirilo subraya la unidad de las Escrituras, la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, porque uno y otro son obra del único e indivisible Espíritu que los inspira a la vez (como lo afirma DS 46). Cirilo sostiene, de esta manera, que el espíritu habló por los profetas de la antigua y de la nueva Alianza, habla con el Padre creador y el Hijo salvador. Sondea las profundidades de Dios Padre (1 Co 2, 10) y del Hijo y, hablándonos por las Escrituras, es al mismo tiempo su profundidad.

Es interesante observar que Cirilo de Jerusalén no menciona explícitamente – a diferencia de Atanasio de Alejandría, de Basilio, de los dos Gregorios y de Crisóstomo – la teología arriana y semi-arriana del Espíritu. Para ella, el Espíritu es una criatura del Hijo, él mismo creado por el Padre. Cirilo parece conocer la tendencia teológica (en los “Tropicos” refutados por Atanasio de Alejandría en la misma época) que quería reducir al Espíritu santo a la condición de ángel: “vean, dice, las incontables miríadas de ángeles… de todos esos espíritus, el Santificador es el Paráclito. Todos los ejércitos reunidos de los ángeles no sostienen la comparación con el Espíritu Santo… Los ángeles son enviados para un ministerio, Él escruta las profundidades de Dios” (cat. XVI, 23).

Para Cirilo, el Espíritu es llamado santo en tanto que santifica los ángeles y los hombres dispuestos a cooperar con él. Parece interesarse más en la acción del Espíritu en la Iglesia que en su relación con el Padre y el Hijo.

Sección segunda: Basilio de Cesarea: el Espíritu perfecciona y unifica

En su tratado sobre el Espíritu Santo, Basilio, que no ignora que los efectos exteriores de los tres resultan de su actividad común, atribuye a cada uno una acción correspondiente a su situación intratrinitaria: “El Señor ordena, la Palabra crea, el Soplo afirma. Pero afirmar, qué es sino perfeccionar en santidad [volver firme], inmutable y solidamente fijado en el bien… No hay santidad sin el Espíritu”.

En el texto griego de su tratado, Basilio multiplica en ese parágrafo (16, 38) las referencias a la actividad consumadora y perfeccionadora del Espíritu (seis usos del término teleioun o de palabras derivadas).

Si duda Basilio quería dar la contra a la tendencia arriana. Para ella, el Espíritu – lo hemos dicho –  es inferior al Hijo, y éste inferior al Padre. Basilio, como los padres en general, cree en la rigurosa igualdad de los tres y en su única y común actividad santificadora; sin negar esos dos puntos, puede manifestar su oposición al arrianismo, afirmando que el Padre causa principal y el hijo causa demiúrgico no pueden hacer nada sin la causa “perfeccionante” que es el Espíritu.

Abramos aquí un breve paréntesis. Algunos años antes, Basilio, Hilario de Poitiers – tal vez bajo la influencia de su estadía en Oriente, durante la cual compuso su obra sobre la Trinidad – había presentado, por la mismas razones anti-arrianas, un punto de vista análogo: comentando el orden bautismal del Resucitado (Mt 28, 19-20), Hilario hablaba de un “solo Espíritu, Don esparcido en todo”, “Don único, fuente de la esperanza perfecta”;  ahora bien, este “Don único es ofrecido en plenitud a todos. Todo entero a nuestra disposición, es dado en la medida en que cada uno quiera acogerlo, permanece en nosotros [en la medida en que] cada uno quiera merecerlo. Permaneciendo con nosotros hasta la consumación de los tiempos, es la consolación de nuestra espera. Por la acción de sus dones, él es la prenda de nuestra esperanza” (II, 1 y 34; RJ 858).

Para Hilario, en suma, el Espíritu Santo es el Don único del Padre y del Hijo, el Don que mediante sus dones nos conduce a la visión final del Padre y del Hijo.

El punto de vista de Basilio converge con el de Hilario en esta segunda mitad del IV siglo, dominada en Oriente y Occidente por la reflexión del Espíritu.

Ya que para Basilio, los efectos exteriores del actuar divino resultan de la  actividad común de los tres, se podría decir, también, que el Padre es causa perfeccionante y el Espíritu causa principial; esto correspondería a la realidad; pero no se observaría entonces la doctrina que sería descubierta en la Edad Media y que Basilio aplicaba ya, a saber: la apropiación permite poner de relieve la propiedad de la persona divina considerada; adaptando al Espíritu la actividad que perfecciona a un ser creado, Basilio ( y su sucesor latino Agustín) nos ayuda a comprender que la denominación de Espíritu Santo no remite a la propiedad que, al interior de la Trinidad, distingue la tercera persona de las dos primeras.

En otros términos, ya que el Espíritu “encierra” y termina el misterio de la Trinidad, constituye una relación eterna entre el Padre y el Hijo, es –dirá por la misma época Epifanio de Salamina, preparando el terreno a la profundización fulgurante de Agustín de Hipona – el medio y el vínculo entre el Padre y el Hijo.

Ya que le Espíritu consuma el misterio trinitario, se comprende que Basilio le atribuye, además, (siguiendo a Pablo en primera epístola a los Corintios) de una manera especial la unidad al interior de la Iglesia, a través de la distribución de carismas complementarios, es decir de los dones diversos que reúnen a los fieles en la unidad de la Iglesia: “El Espíritu se concibe como un todo en sus partes, cuando se trata de la distribución de los dones de gracia, de los carismas. Porque somos miembros los unos de los otros pero provistos de dones diferentes… Los miembros unidos concurren al Cuerpo de Cristo en la Unidad del Espíritu (cf. Ep 4, 1-7 y especialmente 4,4) y se prestan mutuamente los servicios a partir de los carismas recibidos. Los miembros tienen un cuidado idéntico los unos de los otros, según la simpatía mutua nacida de su comunicación espiritual… Y, como parte de un todo, cada uno de nosotros están en el Espíritu porque, todos nosotros, que no formamos sino un cuerpo, hemos sido bautizados en un solo Espíritu”.

Queda claro que el tratado de San Basilio, unificando la presentación intratrinitaria o “teológica” y la visión “económica” o “eclesial” de la persona y de la misión del Espíritu, preparó el complemento aportado por el primer concilio de Constantinopla al Credo de Nicea, pocos años después de la muerte de Basilio. “Creo en el Espíritu Santo, que es Señor y vivificador. Procede del Padre; con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración y la misma gloria; habló por los Profetas.”

Basilio, en su comentario “carismático” que manifestaba la unidad del Espíritu a través de la multiplicidad de carismas concedidos a los miembros del Cuerpo único, a los “profetas”, no piensa sólo en los anunciadores del Cristo futuro que se expresaron en el antiguo Testamento, sino también – ver sobre todo – a los profetas que en el seno de la Iglesia, en la nueva Alianza, proclaman la divinidad increada del Espíritu (1 Co 14, 2).

Poco después de Basilio y Constantinopla I, san Juan Crisóstomo, hacia 392, retomando el mismo texto paulino sobre los miembros múltiples del Cuerpo y el único Espíritu (1Co 12, 12-27) subraya especialmente el sentido eucarístico del decir de Pablo “hemos sido colmados de un solo Espíritu” (1 Co 12, 13): para el doctor de Antioquía,  todos bebemos el Espíritu en la comunión de la preciosa Sangre Eucarística. Lo que, por otro lado, expresa la perfecta concordancia entre Pablo (1 Co 11: bebemos en la eucaristía la Sangre de Cristo) y Juan (recibimos conjuntamente el Espíritu enviado por el Hijo y al Hijo enviado por el Padre: 13, 20).

Crisóstomo, manifestaba así el nexo entre la eucaristía y el Espíritu en perfecta armonía con el artículo tercero del Símbolo en añadido constantinopolitano: el Espíritu (co-adorado y co-glorificado con el Hijo por la Iglesia una, santa y católica) se entrega mediante Cristo en la eucaristía. La teología posterior, especialmente en santo Tomás de Aquino, profundizará aún más estas opiniones, afirmando que las eucaristía es el sacramento del fervor de la caridad dada por el Espíritu (ver Rm 5,5) y de de la unidad de la Iglesia , cuya alma unificadora es la Iglesia.

Sección tercera. Agustín contempla la unidad del Espíritu en la unidad de la Iglesia

Casi por la misma época, mientras que Crisóstomo contemplaba a la Iglesia bebiendo a Cristo y su Espíritu en la eucaristía, Agustín se interrogaba extensamente, en el curso de un discurso sinodal en Hipona, en 393, delante de numerosos obispos, sobre la propiedad que distingue al Espíritu Santo del Padre y del Hijo.

Rechazando – siguiendo a los Padres griegos – la teoría según la cual el Espíritu sería también Hijo del Padre, porque la escritura afirma que el Hijo es único, rechazando también la idea de un Espíritu hijo del Hijo (nada en la escritura nos muestra en el Hijo un padre del Espíritu), Agustín, bajo la influencia de los círculos cristianos de Milán piensa que el Espíritu Santo es la caridad que Padre he Hijo se tienen mutuamente. Agustín cita y analiza en este sentido las afirmaciones joánicas: Dios es Espíritu, Dios es Amor (Jn 4,24; 1 Jn 4, 8.16).

Posteriormente, hacia 410, Rufino traducía el comentario de Orígenes sobre el Cantar de los Cantares del griego al latín; Agustín habría podido leer: “Ya que el Hijo es amor, nadie lo conoce sino el Padre”, y a partir de 398, en una apología de Pánfilo sobre Orígenes, también traducida por Rufino, éste cita un pasaje de Orígenes que pudo haber tenido una influencia decisiva sobre los exegetas milaneses y sobre Agustín y en su interpretación pneumatológica de 1 Jn 4 7-8: “Se pregunta, tal vez, si el Hijo es Amor porque Juan relaciona esta expresión con Dios Padre diciendo: Dios es Amor; pero él mismo enseña que el Amor es de Dios; este amor, creo que no es otro que su Hijo único, Dios de Dios, Amor nacido del Amor”.

Orígenes operaba una cristologización muy legítima del pensamiento joánico, pasando del Padre-Amor al Hijo-Amor; Agustín prolongó esta transposición viendo en el Espíritu al Amor mismo ligando al Padre-Amor y al Hijo-Amor. La hizo inspirándose en las opiniones de los exegetas cristianos de Milán, ellos mismos influenciados por Orígenes y Dídimo.

El Obispo de Hipona no sólo contempló la unidad del Espíritu entre el Padre y el Hijo, como ya lo había hecho, lo hemos dicho, Epifanio de Salamina; pero él también contempló esta unidad a partir de la unidad de la Iglesia, operada por este mismo Espíritu en los sacramentos de la remisión de los pecados (bautismo y penitencia): “la sociedad de la unidad de la Iglesia de Dios, fuera de la cual no hay remisión de los pecados, es como la obra del Espíritu Santo”.

El pensamiento es claro: para Agustín, si Cristo hizo mención del Espíritu santo confiriendo a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, es porque la reconciliación de los bautizados pecadores entre ellos con Dios y con la Iglesia es como la obra propia del Espíritu Santo confiada a los apóstoles; se puede decir otro tanto de la reconciliación de los pecadores aun no bautizados con Cristo por medio del bautismo dado por los Doce y sus sucesores.

En este punto, Agustín reúne (conscientemente o no) los puntos de vista y los razonamientos de Orígenes y de Basilio. Porque es a partir de la fórmula bautismal de Mt 28, 19-20 que Basilio considera la relación intratrinitaria entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Es, pues, a partir de la unidad de la Iglesia que se elevó hacía la contemplación de la unidad trinitaria de Dios. Agustín, del que no se discute, en lo absoluto, que fue influenciado por Basilio, procede de la misma manera a partir de Jn 20, 21-22.

Vemos, pues, que los Padres más célebres de Oriente y Occidente, convergen en su manera de abordar la teología a partir de la economía, la unidad de Dios a partir de la unidad de la Iglesia. Descubren al único Espíritu en la única Iglesia, con ella, por ella. Se podría, igualmente, decir a la inversa: esos Padres ven a la única Iglesia a partir del único Espíritu-. En la línea de la Epístola a los Efesios (4, 3-6).

En sus sermones sobre “la tradición del Símbolo”, Agustín, joven sacerdote, aborda los temas – ligados al Espíritu de Iglesia y de la remisión de los pecados.

Hablando del misterio de la Iglesia, objeto de nuestra fe, Agustín exclama: “Huyan tanto como puedan, engañadores diversos y variados, cuyo número de nombres y sectas sería largo enumerar… No encomiendo sino una sola cosa a sus oraciones: alejen sus oídos de aquel que no es católico, con el fin de que puedan acceder a la remisión de los pecados y a la resurrección de la carne y a la vida eterna por la única verdadera y santa Iglesia católica [per unam veram et sanctam Ecclesiam catholicam].”

Se ve aquí que, para Agustín, comentar el Símbolo era también anunciar que sólo la Iglesia católica conducía a la salvación eterna inseparable de la remisión de los pecados concedida por ella, y de la resurrección en el día postrero. En otro sermón análogo Agustín precisa magníficamente: “La Iglesia recibió las llaves del Reino de los cielos, para que en ella se realice la remisión de los pecados por la sangre de Cristo, por la gracia del cual somos salvados”.

La Iglesia es presentada, pues, por el obispo de Hipona como el sacramento de salvación eterna: en ella, gracias al sacrificio de Cristo y al poder del Espíritu, se puede encontrar la resurrección espiritual y, al final de la historia, la salvación corporal.

En estos sermones del joven Agustín, no se encuentra todavía una mención explícita del “sacramento” de penitencia (al que se referirá más tarde el Obispo de Hipona), pero el predicador desarrolla en bellísimas imágenes el tema de la remisión de los pecados en la Iglesia: “si no hubiese en la Iglesia remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza de vida futura y de liberación eterna. Damos gracias a Dios que dio a su Iglesia este don… Sus pecados son semejantes a los Egipcios que seguían y perseguían a los Israelitas hasta el mar Rojo. ¿Qué quiere decir hasta el mar Rojo? Hasta la fuente consagrada por la Sangre y la Cruz de Cristo… El costado de Cristo fue traspasado por la lanza y brotó nuestro precio…

“Sus pecados son sus enemigos. Los siguen, pero sólo hasta el mar. Cuando entren, los evadirán, serán destruidos. Un poco como el agua qué cubría a los Egipcios mientras que los Israelitas se evadían a través del desierto. ¿Y qué dice la Escritura? Ninguno de ellos sobrevivió (Salmo 105, 11).

“Hayas pecado mucho, hayas pecado poco, sean grandes tus pecados, o pequeños, el menor entre ellos sobrevivió. Pero como tenemos que vivir en el siglo presente, en donde no se vive sin el pecado, la remisión de los pecados no se haya sólo en el lavado del Bautismo, que deben recibir dentro de ocho días, sino también en la oración dominical y cotidiana. En ella encontrarán su bautismo casi cotidiano, con el fin de que den gracias a Dios que dio a la Iglesia este don que confesamos en el Símbolo; cuando hayamos dichos “[creemos] en la santa Iglesia”, agregamos, “en la remisión de los pecados”.

¿A cuál recitación de la oración dominical hacía alusión Agustín en estos textos? A una recitación privada o pública? Sin excluir una recitación privada, todo indica que, en los sermones de Agustín, se trataba de la recitación pública, por el sacerdote, en el curso de la celebración eucarística cuotidiana. La asamblea cristiana rezaba la oración del Señor antes de participar en la eucaristía de cada día. Pacto entre Dios y cada uno de los bautizados, la oración del Señor es semejante a un bautismo cotidiano que purifica el alma cristiana de los pecados cotidianos, con la condición que ella misma perdone lúcidamente a sus hermanos los yerros con los que cree haber sido ofendida.

Ahora bien, esta purificación cotidiana, mediante la oración dominical  emana del poder de las llaves dado a la Iglesia, como lo deja entender claramente el sermón 149, 6. Para Agustín, el Señor dio a la Iglesia el poder de atar y desatar y desatar y globalmente respecto de todas las formas de penitencia. Constatémoslo: en sus sermones sobre el artículo del Símbolo relativo a la remisión de los pecados, Agustín  le da su lugar a la enseñanza sobre la penitencia cuotidiana con el mismo peso que a la que trata de la penitencia anterior al bautismo o de la penitencia mayor, referida a pecados más graves.

Para Agustín, los pecados son remitidos en la Iglesia, en la cual solo el Espíritu Santo opera su obra de santificación. Todos aquellos  que pertenecen a la unidad de la Iglesia, están cubiertos por el poder misericordioso de las llaves. Los pecados de pensamiento, los pecados graves puramente interiores, son remitidos a los pecadores arrepentidos por el rito de la oración dominical, oración pública de la Iglesia, en la medida en la que otorguen su perdón fraternal a quienes los ofendieron. Sin embargo, si la remisión de los pecados cotidianos esta ligado a la oración litúrgica de la Iglesia exclamando “Padre Nuestro… perdona nuestras ofensas  tal como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”, esta oración es la de toda la Iglesia y no sólo del presidente de la asamblea eucarística (Sermo Guelf. 16, 2);  rezando por los pecadores, la asamblea cristiana está asociada a los obispos en el acto de reconciliar a los penitentes. Pedro, que recibe el poder de atar y desatar, es la figura de toda la Iglesia. Juega el rol de la Iglesia (Sermón 295,2). Pecador corregido, convertido, confirmado, Pedro es el garante sobre la tierra de la disciplina y de la misericordia de toda la Iglesia (De agone christiano 30, 32).

Dicho de otra manera, Agustín inculca a los fieles a propósito y en el contexto del tercer artículo del Símbolo, una convicción fundamental: ahí donde está el Espíritu Santo, ahí está la unidad, ahí está la remisión de los pecados. El único pecado irremisible sería el rechazo hasta el final de la vida de abrirse al don de la remisión de los pecados; en otras palabras, al rechazo obstinado de aceptar el perdón divino, el pecado contra la Bondad divina, contra el Espíritu Santo (ver Mc 3, 29; Mt 12, 32). El rechazo obstinado de pedir perdón y de perdonar.

Por el contrario, la oración dominical, durante la celebración eucarística, presenta esta doble orientación. E fundamento de su eficacia para obtener la remisión de los pecados está precisada por Agustín en su manual: “a aquellos que ya han sido regenerados por tal Padre mediante el Agua y el Espíritu, acaban de decir: Padre Nuestro que estás en los cielos… Esta oración destruye enteramente los pecados pequeños cotidianos [delet omnio]” (Enchiridion 71). La oración de los hijos adoptivos, de los bautizados, participa en la eficacia de la oración del Hijo único, presente sobre el altar. Diríamos hoy día: la gracia sacramental del bautismo, estimulada por el Espíritu en la oración, obtienen esta remisión.

Recapitulemos lo que enseñaba Agustín a los fieles de Hipona sobre el Espíritu Santo y la remisión de los pecados por la Iglesia: “creen en la remisión de los pecados, es decir: creen que, bautizados, intercediendo por los pecadores, participan en el perdón concedido por la Iglesia; que atan, alejando de la Eucaristía, a los que pecan gravemente, y los desatan intercediendo por ellos; creen que sus propios pecados leves, cotidianos, veniales, son perdonados cuando solicitan el perdón a la vez que perdonan las ofensas que recibieron”.

Ya en 393, en su sermón conciliar de Hipona sobre la fe y el Símbolo, es decir, comentando el Credo, san Agustín exclamaba: “creemos en la Santa Iglesia católica… Si los pecados del prójimo son, por ella, fácilmente perdonados, es porque ella solicita para sí misma el perdón de Aquél que nos reconcilió consigo mismo, destruyendo todas nuestras faltas pasadas y llamándonos a una vida nueva” (ver 2 Co 5, 18-19).

La Iglesia post-agustiniana, digámoslo al pasar, retuvo sus opiniones sobre la triple remisión de los pecados que concede: por el bautismo, por medio de la recitación de la oración dominical; en lo que Agustín llamaba “un bautismo cotidiano”, y finalmente por la absolución de los pecados mayores.

Pero una cuarta forma fue introducida: la remisión sacramental de los pecados veniales por medio de una absolución secreta, forma cuya presencia en la Iglesia de san Agustín fue objeto de discusión.

En cuanto al “bautismo cotidiano”, atado a la recitación litúrgica y sacerdotal del Pater, uno se puede preguntar si no corresponde, de hecho, a lo que el concilio de Trento llama una comunión espiritual, en un lenguaje por demás agustiniano. Al menos en parte, y no sin alguna diferencia.

En efecto, en el curso de la celebración eucarística en la Iglesia de Hipona, los fieles solicitaban la remisión de sus deudas espirituales, es decir, de sus pecados cotidianos, con miras a recibir los más dignamente posible el pan eucarístico que deseaban: diríamos hoy que esta petición y este deseo constituían una comunión espiritual seguida de la comunión sacramental; su deseo vivísimo del sacramento, en el contexto de una fe operante por caridad (Ga 5, 6), era una “comunión espiritual” y sentían el fruto y la utilidad de este deseo, de acuerdo a la expresión posterior del concilio tridentino (fruto y utilidad que consiste, precisamente, en la remisión de los pecados cotidianos); en otros términos, la recepción deseada de la eucaristía producía, como efecto anticipado, la remisión de esas faltas ligeras. Bajo la acción del Espíritu, las gracias sacramentales y actuales del bautismo y de la comunión inminente, fructificaban en un acto de caridad que culminaba en la remisión de las faltas veniales. He ahí, cómo podemos comprender, hoy día, el razonamiento de Agustín: describía una remisión sacramental de los pecados, operada no por el sacramento de la penitencia, sino por la eucaristía.

Parece que este punto no ha sido suficientemente analizado, en el seno de una visión de conjunto de la historia de la teología sacramental de la Iglesia. Incluso, se podría admitir que en el curso de la celebración de la Cena del Señor en la iglesia de Hipona, cada día, teniendo como trasfondo el bautismo de miembros de la asamblea, se realizaban, efectivamente, una remisión sacramental de los pecados veniales y el sacrificio eucarístico. En la hipótesis aquí presentada, una confesión colectiva y genérica habría  sido incluida en la petición de perdón dirigida al Padre en el nombre de su Hijo, durante el Padre Nuestro; su presentación suplicante por el sacerdote habría correspondido a lo que llamaríamos una absolución deprecativa y colectiva. En otros términos, la innovación real operada por los hieromonjes irlandeses alrededor del siglo  VII (confesión secreta, absolución individual, a menudo repetida de los pecados únicamente veniales), habría sido precedida por absoluciones cotidianas, colectivas y públicas (siguiendo confesiones genéricas) de los pecados veniales en las iglesias de África del Norte. Detrás de la diversidad de las modalidades, emergería la continuidad de la realidad. Y al mismo tiempo, se comprendería más fácilmente la admisión, tan rápida, del nuevo régimen sacramental de la penitencia en el conjunto de Europa.

Resulte lo que resultare de esta hipótesis, sometida al juicio de los lectores y de los colegas,  no se altera que los comentarios de Agustín sobre el tercer artículo del Credo presentan una originalidad profunda, no sólo, parece ser, frente a las otras Iglesias de occidente. Más que ningún otro, nos hace comprender que el Espíritu se entrega a la Iglesia, y por la Iglesia, en el bautismo y la remisión de los pecados, para conducir a una vida eterna comenzada aquí abajo.

Sección cuarta. Rufino ve al único Espíritu en la totalidad unificada de las Escrituras inspiradas

Hacia 404, Rufino de Aquilea, en su comentario sobre el Símbolo, subraya el alcance bíblico del tercer artículo; creemos en el Espíritu Santo inspirador de las Escrituras. El interlocutor de Jerónimo nos afirma que “el Espíritu Santo es quien inspiró la Ley y a los Profetas en el Antiguo Testamento; el Evangelio y a los Apóstoles en el Nuevo: por este motivo dice el Apóstol: “toda Escritura divinamente inspirada e sutil para enseñar y educar (2 Tm 3, 16) … Creemos inspirados por el Espíritu los volúmenes del Nuevo y del Antiguo Testamento, transmitidos a las Iglesias de Cristo” (Comentario del Símbolo 36).

Rufino continuaba dando la lista de los libros canónicos: “Los Padres quisieron que las aserciones de nuestra fe estuviesen constituidas a partir de ellos”. Es decir, los obispos, especialmente en los concilios, quisieron apoyarse sobre las Escrituras apostólicas para proclamar y transmitir nuestra fe.

En otros términos, el Espíritu habló primero por los apóstoles para transmitir al mundo la Buena Nueva; luego asistió a sus sucesores en la obra misma de esta transmisión. Creer en el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, nos inclina y lleva a crear en las Escrituras que él inspira y a las Iglesias que ellas reflejan.

Rufino (Comentario del Símbolo 39) pasa enseguida del único Espíritu a la única Iglesia: “Aquellos que aprendieron a creer en un solo Dios bajo el misterio de la Trinidad deben creer también que hay una sola Iglesia santa, en la que  se encuentran una sola fe y un solo bautismo, en la que se cre en un solo Dios Padre, un solo Señor Jesucristo su Hijo y un solo Espíritu Santo”.

La fe única la única Trinidad, una vez desarrollada en la Iglesia única, sin mancha ni arruga, se opone  - a los ojos de Rufino – a las manchas y arrugas de las múltiples Iglesias de la Increencia. Cada uno de los heresiarcas que enumera, quiso reunir un “concilio de vanidad” (Concilium vanitatis). A diferencia de las manchas y de las arrugas (Ep 5, 27) que son esos heresiarcas, la única Iglesia santa es inmaculada y bella. Ella sola “conserva intacta la fe en Cristo… Escucha lo que dice el Espíritu en el Cantar de los Cantares (6,9): “una sola es mi paloma”.

Para Rufino, pues, el único Espíritu habla de la única Iglesia por medio de las Escrituras. Habría podido agregar lo que, sin duda, pensaba: el Espíritu da, entre sus carismas concedidos con miras al bien común, es decir a la construcción de la Iglesia, el de poder distinguir la única y universal Esposa de Cristo de comunidades parciales e imperfectas.

Sección quinta. El Espíritu de la Iglesia según Kart Barth.

Saltando de nuevo por encima de los siglos, observamos, en el seno de las divisiones que entristecen al mundo cristiano, las convergencias que hoy unen a los bautizados en su  confesión común del artículo tercero.

Para los ortodoxos – citemos aquí a  Monseñor Kallistos Ware – “organismo eucarístico, la Iglesia es también un milagro perpetuo… No perdamos nunca de vista el milagro y el misterio dela Iglesia: el hecho de que a pesar de nuestras debilidades humanas, la Iglesia sigue siendo siempre Dios con nosotros, el icono de la Santa Trinidad” (Contacts 122).

El domingo que sigue a Pentecostés, está consagrado en la Iglesia ortodoxa a la memoria de todos los santos. La santidad proviene del descenso del Espíritu santo sobre la persona humana. En el santo, el milagro de Pentecostés se realiza de nuevo. Todos los santos no dejan de interceder para que sean dados al mundo y a nuestras almas el gran amor, según un texto litúrgico.

La palabra clave aquí es “interceder”, porque, es Él quien nos hace comprender que se trata de comunión. Sólo se puede interceder ante Aquél con quien se está en comunión, y por aquellos con los que se está en comunión. Ahora bien, los santos, testigos de Cristo resucitado y de la presencia del espíritu Santo en el mundo, están en comunión con Dios, con lo hombres y entre ellos. Esta santa comunión – a la imagen de aquella que existe entre las tres personas de la Santísima Trinidad y que refleja la santa Iglesia – es lo que llamamos la comunión de los santos… El descenso del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, es el nacimiento de la comunión de los santos.

La Iglesia y sus sacramentos nos preparan para una buena defensa delante del temible tribunal de Cristo. El destino humano esta orientado, de esta manera, en un movimiento dinámico y libre, hacia un fin: el de la perdona llamada a realizar su semejanza divina.

El cristianismo toma su fuente de la victoria de Cristo sobre la muerte, vencida, justamente la experimentó, en tanto que persona, en la humanidad que asumió. Sin duda, la muerte sigue siendo un fenómeno físico, no domina más al hombre en tanto que destino final (CO 67-68). Entre los protestantes, Barth es magníficamente sensible a la continuidad entre los últimos artículos del Credo: “El tercer artículo se corresponde magníficamente con el segundo. La Iglesia existe porque Jesucristo es nuestro Señor, sentado a la derecha de Dios; la remisión de los pecados existe porque Jesucristo fue crucificado y muerte; existe la resurrección de la carne porque Jesucristo resucitó de entre los muertos; la vida eterna, porque vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos” (XIII, 166)

Es una manera de decir que el misterio de Cristo, descrito en el artículo segundo, encuentra su finalidad en el misterio de la Iglesia a través de la cual el Espíritu se entrega al mundo. Dicho de otra manera, la estructura misma del Credo nos orienta hacia la aceptación de la famosa fórmula de Bossuet: la Iglesia es inseparablemente “Cristo extendido y comunicado”, de una parte, “la Iglesia de Cristo”, de otro. O si se prefiere, Cristo murió para entregarse, en y con su espíritu, al mundo

Pero Barth, con justa razón, es igualmente sensible a la relación inversa: “sólo se puede hablar de Cristo con verdad, si se habla también del Espíritu Santo y de su obra más allá del hombre y de la Iglesia, de la remisión de los pecados, de la resurrección de los muertos y de  y de la vida eterna” (XIII, 167). Para Barth, el Espíritu santo es  el espíritu del Verbo, el Espíritu de la Palabra de Dios: “El Espíritu nos basta, el que nos hace ver en las palabras y los actos, la cruz y la Resurrección de Jesús, una realidad divina que nos concierne, nos envuelve y nos colma de bienes. El Espíritu basta a la Iglesia porque ella encuentra en Él la única respuesta a todas sus preguntas” (XIII, 172-173).

En su comentario de 1936 sobre el Credo, Barth se opone al “protestantismo moderno”, porque habla del “Espíritu santo como de un poder espiritual histórico que tendría todos caracteres de la criatura”. A esta corriente se opondrá, en 1961, en Nueva Delhi, la gran mayoría del Consejo Mundial de las Iglesias, que querían dar una base trinitaria a la pertenencia al movimiento ecuménico. En todo caso Barth no se equivoca cuando recuerda que “el Símbolo de Nicea-Constantinopla llamó con razón al Espíritu Santo, Espíritu Soberano, Señor” (XIII, 174). Traducción que manifiesta muy bien la trascendencia de la tercera persona divina respecto de todas las personas angélicas y humanas y por tanto, respecto de la misma Iglesia.

¿Por qué? La Iglesia es la “Santa Iglesia católica, la Comunión de los Santos”. El adjetivo sanctus se emplea dos veces en este pasaje del Símbolo. Insiste en la santidad de esta comunión, y por ese lado la puesta aparte de los sancti que lo conforman. Es decir que frente a la Iglesia, a su santidad y la santidad de aquellos que le pertenecen, existen otras asambleas, lugares y comunidades de las que difiere. Existe también una communio del matrimonio, de la familia, del pueblo, del Estado; hay comunidades de raza y de clase; existen asociaciones y alianzas, unas naturales, otras contractuales… La Iglesia no discute su derecho, por el contrario. Se dijo, desde los orígenes, a los miembros de la Iglesia, que fuesen sumisos a las autoridades que tenían poder sobre ellos. Les deben obediencia (Rm 13, 1s). Dar al César lo que es del César (Mt 22,21).

“Pero, la Iglesia se distingue de todas las comunidades. Es Communio sanctorum. Su existencia nos está ligada a ninguna de las formas, ni a ninguno de los fines que se proponen… La Iglesia tiene su propio interés, siempre y por todas partes el mismo. Eso es lo que el adjetivo católica pone en evidencia. Ninguna vinculación a pueblo a pueblo, Estado o cultura. No puede ser sancta y ecclesia si quiere ser católica” (XIV, 177-178).

Asamblea santa que pone en mutua comunión, la única Iglesia universal, católica, se distingue de las familias, de las profesiones, de los Estados y naciones. Estas asociaciones, las vemos, y no podemos decir que creemos en ellas. La Iglesia, a la vez visible e invisible, evoca lo dicho en el artículo primero del Credo. Es objeto de nuestra fe en tanto que ella nos comunica las realidades de salvación, al Dios salvador que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En Confesar la fe común, los teólogos del Consejo ecuménico de las Iglesias quisieron, también, ayudar a éstas a reconsiderar el tercer artículo del Símbolo de Nicea. Retengamos algunos puntos más originales.

El señorío del Espíritu no está fundado sobre la fuerza bruta. Es liberadora frente a los espíritus malos que oprimen. El Espíritu es un poder que da la fuerza de resistir al mal y de vencerlo (204).

El Espíritu vivifica: todas las formas de la vida son dones de Dios (Ps 104, 29-30). Comprendidas, entre ellas, los animales. Compañeros de Dios, hombres y mujeres tienen el deber de salvaguardar la integridad de la creación, saqueada por la explotación de la naturaleza, con el fin de expandir el don divino de la vida, en la obediencia al Creador de todo lo es (205).

Destaquémoslo: este texto no niega el derecho del hombre de matar animales para nutrir su propia vida. Presupone, sin afirmarlo, el deber de evitar sufrimientos inútiles a los animales.

El Espíritu Santo habló a través de los profetas: los de Israel; Jesús, cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, él mismo profeta y sobre el cual el Espíritu descansa de manera definitiva, y continua hablando por medio de aquellos a quienes se ha concedido, hoy, los dones de profecía (por ejemplo en situaciones de opresión o con vistas al culto). El sufrimiento de los testigos proféticos siempre formará parte de la vida de la Iglesia y del servicio que da al mundo (213-215). La Iglesia misma recibió el don de profecía (214).

La Iglesia es la comunidad de aquellos que está en comunión con Cristo y, por medio de él, los unos con los otros; la comunidad de los que deciden perseverar, por el poder del Espíritu, en una vida nutrida por la Palabra de Dios y por la Eucaristía. Se entra en la fe a Cristo por el bautismo único administrado por el perdón de los pecados.

La comunidad de creyentes es contemplativa y activa, al servicio de Dios y de la humanidad, y lo será hasta el fin de los tiempos. Los cristianos, constantemente, tienen necesidad de arrepentimiento y perdón. El Espíritu sostiene y renueva la santa comunidad de Dios por medio de la palabra y del sacramento, y le da los medios de cumplir su servicio de alabanza y de acción de gracias.

En todas las épocas, la nuestra entre ellas, nuevos testigos, nuevos mártires, se han unido a la multitud de aquellos que, por sus sufrimientos, terminan “lo que falta a la pasión de Cristo en favor de su Iglesia” (Col 1, 24). Su sufrimiento con y por Jesucristo obliga a la Iglesia entera a asociarse a ellos en la intercesión” (CFC 224-232).

Destaquémoslo al pasar, las estas últimas palabras evocan el tema católico de la Iglesia co-redentora. Fue de esta manera que los  teólogos del Consejo ecuménico de las Iglesias entendieron del Consejo ecuménico  de las Iglesias entendieron a la Iglesia como comunión de los santos. Poco antes W Pannemberg había subrayado el doble sentido de la expresión: “la comunión con los santos mártires que, en el cielo, ya participan de la salvación divina y, mediante ella, contribuyen para garantizar a todos los cristianos esta participación de la salvación; la participación en los sacramentos que vinculan a los cristianos con la salvación: los sancta. Espontáneamente se piensa en la Eucaristía que, en la Iglesia antigua, constituía el centro de la vida cultual. Los dos sentidos (mártires, sacramentos) de esta mención de los santos deben ser considerados como igualmente originales”. Pannenberg puede concluir: “la adición de las palabras comunión de los santos”, designa, pues, a la iglesia en tanto que es la institución donde se participa de los misterios divinos que comunican la salvación, y donde se está en comunión con los mártires que ya han participado de esta salvación” (Fe de los apóstoles, 157).

Sección sexta. El espíritu de la Iglesia según el “Catecismo de la Iglesia católica”

El artículo segundo había celebrado el misterio pascual, la muerte y la Resurrección del Hijo único. El artículo tercero nos manifiesta el Pentecostés: “en ese día, la Pascua de Cristo se cumple en la efusión del Espíritu Santo, manifestada, dada, comunicada como persona divina: de su Plenitud, Cristo Señor derrama profusamente el Espíritu Santo… Por su venida, y no deja de hacerlo, el Espíritu conduce al mundo a los últimos tiempos, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero aún no consumado” (CIC 731-732).

“Dios es amor (1 Jn 4, 8.16) y el Amor es el primer Don, contiene todos los demás… Debido a que estamos muertos o heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. Es la comunión del Espíritu santo que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado” (CIC 733-734).

El Espíritu Santo “trabaja con el Padre y el Hijo desde el principio hasta la consumación del designios de nuestra salvación. Pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, que ha sido revelado y dado, reconocido y acogido como Persona. Entonces, el designio divino, consumado en Cristo, Primogénito y Cabeza de la nueva creación, podrá tomar cuerpo en la humanidad por Espíritu derramado: la Iglesia, la comunión de los santos, la remisión de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna” (CIC 686).

Espíritu Santo: tal es nombre propio de Aquél que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. El término “Espíritu” significa solo, aire, viento. Jesús utiliza la imagen sensible del viento para sugerir a Nicomedo la novedad trascendente de Aquél que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8). “Espíritu” y “Santo” son los atributos adivinos, comunes a las Tres personas divinas. Pero juntando los dos términos, Escritura, liturgia y  lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco posible con los otros usos del término “espíritu” y “santo” (CIC 691).

Cuando el Padre envía a su Verbo, envía siempre su Soplo; misión conjunta donde el Hijo y el Espíritu son distintos pero inseparables” (CIC 689).

Toda la economía divina (de la salvación) es la obra comuna de las tres divinas. La Trinidad no tiene sino una sola naturaleza, una única y misma operación. Sin embargo, cada persona divina opera la obra común según su propiedad personal. Así, la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento, “un Dios y Padre de quien proceden todas y por el que hemos sido creados; y un Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros por Él” (1 Co 8,6; concilio ecuménico de Constantinopla II, DS 421).

Obra a la vez común y personal, toda la economía divina hace conocer las propiedades de las personas divinas y su única naturaleza. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ninguna manera (CIC 258-259).

Cuando el Padre envía a su Verbo, envía siempre su soplo: misión conjunta donde el Hijo y el Espíritu son distintos pero inseparables. Es Cristo quien se muestra, Él, imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela (689).

Desde el comienzo hasta la plenitud de los tiempos (Ga 4, 4), la misión conjunta del Verbo y del Espíritu del Padre, permanece oculta pero sigue actuando. El Espíritu de Dios prepara el tiempo del Mesías. Uno y otro, sin ser completamente revelados, ya han sido prometidos con el fin de ser esperados y acogidos cuando se manifiesten. Cuando la Iglesia le el Antiguo Testamento , lee y escruta lo que ese Espíritu, que ha hablado por los Profetas, quiere decirnos de Cristo (CIC 702).

La misión de Cristo y del Espíritu santo se cumple en la Iglesia (pueblo de Dios), Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu santo. Esta misión conjunta asocia, en adelante, a los fieles de Cristo a su comunión con el Padre en el Espíritu Santo. El Espíritu: prepara a los hombres, los previene por su gracia para atraerlos hacia Cristo; les manifiesta al señor resucitado; les recuerda su Palabra y les abre el espíritu al entendimiento de su muerte y de su Resurrección; les convierte en presente el misterio de Cristo eminentemente en la eucaristía, con el fin de reconciliarlos y de ponerlos en comunión con Dios, para hacerlos dar frutos abundantes (Jn 15, 5.8.16).

De esta manera, la misión de la Iglesia no se agrega a la de Cristo y a la del Espíritu Santo, pero ella es el sacramento: por todo su ser y en todos sus miembros, es enviada para anunciar, actualizar y derramar el misterio de la comunión de la Santa Trinidad (CIC 737-738).

La palabra “Iglesia” significa “convocación”. Designa la asamblea de aquellos convocados por la palabra de Dios para formar el pueblo de Dios y que, nutridos del cuerpo de Cristo, se vuelven, ellos mismos, Cuerpos de Cristo (CIC 777).

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última.

  1. La Iglesia es una: tiene a un solo señor, confiesa una sola fe, nace de un sola bautismo, no sino un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu con miras a una única Esperanza al término de la cual serán superadas todas las divisiones;
  2. La iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo su Esposo se entregó con el fin de santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. Aunque compuesta de pecadores es la “sin pecado hecha de pecadores”. En los santos brilla su santidad; María es ya Todo-Santa;
  3. La Iglesia es católica: anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí misma y administra la plenitud de los medios de salvación; ella ha sido enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres, abraza todos los tiempos; es por su naturaleza misma, misionera;
  4. La Iglesia es apostólica: edificada sobre cimientos durables, los doce apóstoles del Cordero (Ap 21, 14), es indestructible, infaliblemente afirmada en la verdad; Cristo la gobierna a través de Pedro y los otros apóstoles, presentes en sus sucesores, presentes en sus sucesores, el papa y el colegio de los obispos.

Esta única Iglesia de Cristo, de la que profesamos en el Símbolo que es una, santa, católica y apostólica, existe únicamente en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos que están en comunión con él; aunque hay numerosos elementos de santificación que subsisten fuera de sus estructuras.

Es lo que en ella ya existe, será cumplido al final de los tiempos en el Reino de los cielos, el Reino de Dios realizado en la persona de Cristo, y engrandecido en el corazón de aquellos que le han sido incorporados, hasta su plena manifestación escatológica.

Entonces, todos los hombres rescatados por él, vueltos, en Él, santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor, serán reunidos como el único pueblo de Dios, la Esposa del Cordero, la Ciudad Santa que desciende del cielo, de Dios; y con ella la la gloria de Dios (Ep 1,4; Ap 21, 9-11; CIC 866-870 y 865).

De estas destacables presentaciones de las notas de la Iglesia y de su misión, retendremos, especialmente, dos puntos: la presentación de la infalibilidad de la Iglesia como una pasividad bajo la acción divina (“infaliblemente sostenida en la verdad”; se sobreentiende: por su maestro infalible, e Cristo que actúa por medio del Espíritu) y las múltiples alusiones a la misión conjunta del Hijo y del Espíritu; esta noción (tal vez nueva) significa que nunca ha sido enviado sin la compañía del Espíritu (hablamos de visiones invisibles) y que la misión de la Iglesia es el sacramento, es decir el signo visible que representa y contiene esta doble misión invisible, al punto de desplegarse en  las misiones de cada bautizado-confirmado; es en estas misiones donde se manifiesta la invisible misión conjunta del Hijo y del espíritu. Dicho de otra manera, cuando los bautizados confirmados son fieles a su envío; son de alguna manera el Hijo y el Espíritu que aparecen a los hombres.

En el Símbolo de los Apóstoles, pero no en el de Nicea, la Iglesia se definía todavía como “comunión de los santos”. Este término tiene dos significados (estrechamente ligados): comunión con las cosas santas, sancta, y comunión entre las personas santas, sancti.

Sancta sanctis! ¡Lo que es santo para aquellos que son santos! Proclama el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales luego de la elevación de los santos Dones antes del servicio de la comunión. Los fieles se nutren del cuerpo y de la sangre de Cristo con el fin de crecer en la comunión del Espíritu santo y de comunicarla al mundo. Los sacramentos son tanto los vínculos que unen a todos los fieles y los agregan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos. Cada uno de ellos nos une a Dios. Pero ese nombre (“comunión”) conviene mejor a la eucaristía, porque es ella, principalmente, la que consume esta comunión (CIC 948, 950). La expresión tiene, por otra parte, una base bíblica “en la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos de mostraban asiduos a la comunión fraterna, a la fracción del Pan y a las oraciones… Ponían todo en común… A cada uno la manifestación del espíritu es dada con miras al bien común” (Ac 2, 42; 4, 32; 1 Co 12, 7). La comunión de los santos desemboca en una comunión de carismas y bienes (CIC 949, 951, 952).

Sección séptima. Resurrección y vida eterna según Kart Barth.

Para Barth, las últimas palabras del Credo significan que en medio de la historia y de la sociedad humana… hay una promesa y una esperanza fundadas sobre todo el poder de la verdad divina… que existe para el hombre, delante de la historia y de la sociedad, del tiempo y del mundo, una existencia por venir, del todo diferente y enteramente nueva (XVI, 204). “Con Dios, Padre, Hijo , nosotros mismos somos objeto de la fe”; “la fe en el Espíritu santo, en la Iglesia, en la remisión de los pecados, implica no sólo la fe en Dios, sino también en el hombre… no en el hombre que somos, sino en aquel que seremos según la promesa y la esperanza que nos son dadas” (XVI, 205, 207).

Es mérito de Barth haber subrayado de manera original el alcance antropológico del tercer artículo. Nos invita, de esta manera, a reconsiderar la diferencia entre las formulaciones del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea-Constantinopla, en lo que concierne a sus últimas palabras. El primero afirma: “creo en la resurrección de la carne, en la vida eterna”, es decir; mi inteligencia se adhiere a las verdades reveladas a todos los hombres y a cada de uno de ellos sobre la resurrección final de todos los cuerpos y el llamado de todos a la vida eterna; el segundo proclama: “espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo por venir”, en una espera que parece más personal e individual, y que parece decir: “espero mi resurrección personal y gloriosa en una vida que no tendrá fin. El Credo de Nicea Constantinopla hace culminar el acto de fe en un acto de esperanza. Nos ayuda. Nos ayuda a reflexionar –con Agustín de Hipona- sobre la inmensa diferencia entre la fe que cree con temor en lo que Cristo nos revela sobre el infierno y la esperanza que espera con confianza el cielo.

Para Barth, el artículo tercero del Credo significa que, “en el presente la unidad entre Cristo y los suyos es, en su forma, una unidad provisoria; subsistirá, tanto como dure nuestro tiempo; como consecuencia, deberá dar lugar a otra forma. Actualmente, la forma de esta unidad, Jesucristo, esta tan oculto en Dios como ella está oculta el mundo..

“…Es La desaparición de esta forma de unidad con Jesucristo que escucha la Escritura Santa cuando habla de la resurrección de la carne… es la nueva forma de unidad que reemplazara a la primera, que tiene lugar cuando se habla de la vida eterna. Nos dice que Pascua y los cuarenta días no fueron un milagro inseparable por azares de la historia humana, sino el signo de lo que será y de lo que es el fin y el sentido de toda la historia. Después de la abolición de todos los otros reinos, el Reino de Dios será el Reino único y eterno” (XVI, 21º).

La resurrección de la carne, de la que habla el Símbolo, es pues la supresión de este estado contradictorio de nuestra existencia compartida entre la gracia y la ausencia de la gracia. Equivaldría a la supresión de esta cuestión: “¿quién nos separará del amor de Dios? Significa que el hombre puede ser un hombre revestido de fuerza y de gloria, liberado, liberado de esta contradicción y de la separación del cuerpo y del alma que lo atestigua, resucitado de los muertos en la totalidad de su existencia humana… Nuestra existencia en tanto que existencia carnal, nuestro cielo y nuestra tierra dejarán de existir y se cambiarán por una existencia, en un cielo y una tierra de paz con Dios, sin conflicto” (XVI, 213-214).

Hay pues, a los ojos de Barth, dos formas de unión con Cristo: la forma terrestre, al seno de la Iglesia terrestre, con sus sacramentos, y sus Escrituras divinamente inspiradas; ya anunciadas desde las Escrituras divinamente inspiradas; luego, ya anunciadas en el seno de la primera, la forma celeste sin conflicto alguno y en la plenitud de la paz. El tercer artículo del Credo nos mueve a tomar la decisión de esperar en la fe, en el seno de una unión inicial con Cristo aquí abajo, la unión perfecta con él, unión espiritual y corporal, después de la muerte y a través de una muerte sometida a Cristo, como los insinuaba el segundo artículo, presentando a Cristo como Juez de vivos y muertos.

Sección octava. Resurrección y vida eterna según el “Catecismo de la Iglesia católica”.

La materia es introducida por un recuerdo sintético que concierne a la esencia misma del Credo cristiano: “profesión de fe en Dios Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en su acción creadora, salvadora y santificadora” (CIC 988). El cristiano es el que cree Dios es y actúa en todo el desarrollo de la historia. El Credo “culmina en la programación” de la cumbre de esta acción: “la resurrección de los muertos y la vida eterna” (ibid).

Sin embargo el catecismo en una formulación tan simple como sabiamente estudiada –   hace alusión al ínterin, a la vida eterna de los justos antes de su resurrección gloriosa, en estas palabras: “creemos firmemente y esperamos que, de la misma manera en que Cristo resucitó verdaderamente de los muertos y que vive por siempre, de la misma manera, después de sus muertes, los justos vivirán por siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará el último día” (CIC 989). Poco después (998) el CIC recuerda la resurrección de los pecadores (Jn 5, 29), para la condenación.

En otros términos, el CIC recuerda dos verdades: Cristo resucitará a todos los muertos, pero sólo los justos “vivirán por siempre con Él”, dicho de otra manera, digo los justos serán resucitados en y para una vida gloriosa como la suya.

“Creo en la resurrección de la carne: el término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y de moralidad (Gn6, 3; Ps 56,5; Is 40, 6).”

El CIC precisa el sentido del término “resurrección”: “en la muerte, separación del alma y del cuerpo, el cuerpo del hombre en la corrupción, mientras que el alma va a reencontrarse con Dios, mientras espera ser reunido a su cuerpo glorificado. Dios, en su Omnipotencia dará, definitivamente, la vida incorruptible a nuestros cuerpos, uniéndolas a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús” (CIC 990 y 997).

El CIC subraya el nexo del tercer artículo, que concierne a la resurrección de los muertos, con los dos primeros:

  1. por un lado, “la esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impone como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su alianza con Abrahán y su descendencia. En esta doble perspectiva comenzará a expresarse la fe en la resurrección”. He aquí el nexo con el artículo primero que habla sobre el Creador todopoderoso;
  2. por otro lado, Jesús vincula la fe de su resurrección a su propia persona: Jesús mismo resucitará a aquellos que hayan creído en Él y que hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 5, 24-25; 6, 40; 6, 54)”, dice el CIC (992-994). Este es nexo con el artículo segundo.
  3. El tercer artículo, sea en su texto romano, sea en su versión niceo-constantinopolitana, no evacua la muerte profesando la fe en la resurrección de la carne (mortal) y de los muertos.

El CIC deduce con toda propiedad que “el cristiano que une su muerte a la de Jesús ve la muerte como un viaje hacia el Él y una entrada en la vida eterna” (1020).

Considera, pues, la muerte no tanto en ella misma más que a la luz de la Resurrección de Cristo y de sus miembros: “la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto al acojo o al rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (2Tm 1, 9-10)… El Nuevo Testamento afirma, en varios lugares, la retribución inmediata después de la muerte de cada uno en función de sus obras y de su fe” (2 Co 5,8; Ph 1, 23; He 9, 27; 12, 23).

Detengámonos particularmente esta concepción de la vida terrestre como tiempo abierto a la vida eterna (CIC 1021) ¿Pero en que consiste?

“El cielo es vida perfecta con la Santa Trinidad, comunión de vida y de amor con Ella, con María, los Ángeles y todos los bienaventurados, fin último y realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado de bienestar supremo y definitivo… Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos aquellos que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación… A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal como es sino cuando Él mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del hombre y cuando le da la capacidad. Esta contemplación es llamada por la Iglesia la “visión beatífica”, es decir la visión del bienestar de Dios que hace bienaventurado al hombre” (CIC 1024-1028).

Aquí abajo, el conocimiento de Dios permanece inmediato –mediatizado por los conceptos. No tenemos una experiencia inmediata de Dios. La experiencia religiosa es indirecta y mediata. La fe no es la visión, sino el conducto.

Sin embargo, la visión de Dios es un acto, el acto supremo, en la persona humana, acto dado, infuso. No constituye el único acto del elegido sumergido definitivamente en Dios. El CIC agrega, entonces: “En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios respecto de los otros hombres y a la  creación entera. Reinan con Cristo… La multitud de las almas reunidas en torno de Cristo y de María en el Paraíso forma la Iglesia del cielo; están asociadas con los santos Ángeles en el gobierno divino ejercido por Cristo en gloria, intercediendo por nosotros ayudándonos en nuestra debilidad” (CIC 1029 y 1053).

Y ese reino de los hombres elegidos por Dios coincidirá con “la realización última de la unidad del género humano querida por Dios desde la creación, de la que la Iglesia era como el sacramento” (CIC 1045) El Reino de Dios y de Cristo se hizo también Reino de los hombres.

Sección novena. Creo. Es decir  “Amén” (CIC 1064).

El credo – el de Nicea, como el de Roma y como también el último libro de la Escritura (Ap 22,21) – se termina con el término hebreo Amén.

En hebreo, Amén se remite a la misma raíz que el verbo “creer”. Esta raíz expresa solidez, fiabilidad, fidelidad. El Amén puede ser dicho de la fidelidad de Dios hacia nosotros y de nuestra confianza en Él.

El Amén final del Credo retoma y confirma, pues sus dos primeras palabras: “creo”. Creer es decir Amén a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente en Aquél que es el Amén del infinito amor y de la perfecta fidelidad. Jesucristo mismo es el Amén (Ap 3, 14). Es el Amén definitivo del amor del Padre por nosotros; asume y culmina nuestro Amén al Padre. Todas las promesas de Dios tienen, en efecto, su sí en Él; por Él decimos nuestro Amén a la gloria de Dios: 2 Co 1, 20 (CEC 1062, 1064, 1065).

En otros términos, Cristo se presenta como un Mediador de los Amén recíprocos que atan a Dios y a los hombres; es decir que es el Amén, es decir su Alianza; de parte de Dios Padre, es la promesa sostenida; de nuestra parte nos hace merecedores de sostener nuestras promesas al Padre y garantiza y cauciona el cumplimiento. Creer, en el sentido que impone Pablo (Ga 5, 6: la fe operante por la caridad y por la esperanza) implica la adhesión de la inteligencia a las palabras del Revelador, la confianza voluntaria a las promesas del Prometedor, el amor obediente hacia Dios legislador que manda.


Ver L. W. Barnard, Athenagora, París, 1972, 109: en dos nºs  , 10 y12 de la Apología de Atenágoras,
se designa al Espíritu.

Cat. XVII, 3; ver XVI, 3: único es Dios Padre, jefe de la antigua y nueva ; único es el Salvador Jesucristo, profetizado en la antigua y la nueva; único también es el Espíritu santo, que, por los profetas, fue heraldo de Cristo, descendió después de la venida de Cristo y lo mostró”; ver también XI, 13.

Basilio TSE B; 7 : en su carta 189 (RJ 920). Destaquemos con C. Moreschini (SC 358, 40) que Basilio había trazado su doctrina de tres causas para combatir a los pneumatómacos, que calificaban al Padre como causa eficiente, concedían al Hijo solamente la función de causa material y al Espíritu la función de lugar o de tiempo (TSE 2, 4 a 3, 5)”.

Sobre la doctrina de la apropiación, ver B. de Margerie, La Trinité chrétienne dans l’histoire, París, 1975, 262 s.

Agustin, De civitate Dei 11 24; RJ 1750: proprie vocatur Spiritus Sanctus, tamquam sanctitas substantialis et consubstantialis amborum (sc. Patris et Filii); el sentido de este texto es aclarado por el siguiente: Sive sit (Sp. Sanctus) unitas amborum, sibe sanctitas, sive caritas… manifestem est quod non liquis duorum est quo uterque conjungitur… (De Trin. 6, 5, 7; RJ 1665).

Gregorio de Nazianzo (Disc théol. 25, 16; RJ 983) Apunta en la misma dirección: en un sentido, la santidad es la propiedad del Espíritu Santo, si ella es extendida como caridad substancial y del Padre y del Hijo.

Epifanio  de Salamina, Ancoratus 8; RJ 1082 y Adv. haereses. Panarium 62, 4; RJ 1099.

Basilio, TSE 26, 61; ver 1 Co 12, 12-27.

Ver Basilio, TSE 16, 37, citando 1 Co 14, 24-25.

San Juan Crisóstomo, In Epist. I ad Cor, hom. 30, 2, 14; MG 61, 251.

Ver santo Tomás, Summa de Teología III, 73, 3, 3, 80, 4; y Agustín, RJ 1824.

Ver Bertrand de Margerie,  Introduction à l’histoire de l’exégèse, t. III, S. Agustin, París, 1983, 156 s.

San Agustín, de FIDE et símbolo IX, 19; según Agustín, los sostenedores de esta concepción (sin duda Simpliciano) invocan sobre todo Jn 3, 1; 4, 24, 1 Jn 4, 16; 1 Co 3, 22-23; Rm 11, 36.

Orígenes, Comentario sobre el Cantar de los Cantares, Prólogo 2, 47 (Sc 375, 125): Como nadie no conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo quiera revelárselo (Mt 11, 27), así, nadie conoce la caridad sino el Hijo. Pero, igualmente, también el Hijo, porque Él también es Caridad, nadie lo conoce sino el Padre” No se excluye que reflexionando sobre el parágrafo siguiente (48), los exegetas milaneses y Agustín  después de ellos hayan tenido la idea de prolongar el razonamiento examinando, a su luz, no sólo la actividad del Espíritu en la Iglesia, sino también su origen en el Padre y el Hijo. Destaquemos tambiuén que en su comentario, Orígenes cita cuatro veces conjuntamente los dos versículos: 1 Jn 4, 8 (Dios es Amor) y Jn 4,7 (el Amor es Dios); ver Prólogo 2, 25.26.29.47; SC 375, 110 y 112. La identificación entre el Hijo y Amor está fundada sobre este nexo.

Orígenes, citado en MG 17, 579-580 por Pánfilo y en MG 39, 1798 por Dídimo el Ciego en su comentario de la primera carta de san Juan.

San Agustín, sermón 71.20.33; ML 38, 463-464.

“Tamquam propium opus”; agustín sabe bien que la Iglesia es la obra común de las tres personas divinas (ver De Trinitate I, 4, 7); pero la apropiación del origen de la Iglesia al espíritu Santo subraya la propiedad intratrinitaria del Espíritu, que fue uno de los primeros en descubrir: el Espíritu es comunión de amor entre Padre e Hijo.

Ver líneas arriba los textos citados, n. 2 y 1. El Padre B. Pruche estudió la influencia posible de Basilio sobre San Agustín en  lo que concierne a la procesión del Espíritu Santo (“La originalidad del tratado de S. Basilio sobre el Espíritu Santo”, RSPT, 1948, 207-221). Basilio subraya en el contexto del Samo 32 que el Espíritu Santo procede como soplo de la boca de Dios y no por vía de generación. Estamos aquí sobre el camino de una diferenciación entre las dos procesiones, con base bíblica. Entre Atanasio, Gregorio y Nacianceno y Juan Damasceno (para quien el modo de procesión del Espíritu Santo sigue siendo un misterio, que no podrá ser comprendido sino en el cielo: Fe ortodoxa I, 8), sólo Basilio se esforzó por dar cuenta de su en términos de razón teológica, piensa Pruche. Para verificar la exactitud de este decir, habría tenido que dedicarse a investigar el uso trinitario del Salmo 32, en los Padres anteriores.

Agustín, sermón 215, 9; ML 38, 1076.

Agustín, sermón 214, 11; ML 38, 1071.

Por ejemplo, en los sermones 351 y 352.  Sobre este asunto, ver E. Amann, art. “Pénitence”, Dictionnaire de théologie catholique XII, 1 (1933), 801-809.

Agustín, sermón 213, 8; ML 38, 1064-1065.

Ver A.M. La Bonnardière, “Pénitence et réconciliation des pénitents d’après Saint Augustin”, REA 13 (1967), 50; y A.-G. Martimort, L’Eglise en prières, T.II, L’Eucharistie (por R. Grabié), Tournai, 1983, 126-127: en Africa, sólo el sacerdote dice el Pater, mientras que en los  Orientales, toda la Iglesia participa. - En los parágrafos siguientes, nos inspiraremos, de cerca , de la continuación del estudio de A.M. La Bonnardière (REA [1968], 186-204).

Agustín, de Fide et símbolo X, 21.

Concilio de Trento, sesión XIII, art. 8; DS 1648 s.