Cuarto ensayo: Muerte y morir - Dolor y sufrimiento

Dra. Elena Lugo


La dignidad en el morir y el significado de la muerte desde la óptica de una ética personalista

Introducción

Tanto la muerte como el morir, y la experiencia del dolor, a menudo presente en el moribundo, no cuentan con una explicación plenamente satisfactoria para la persona si no es a la luz de una cosmovisión unitaria de su ser en comunidad interpersonal y de carácter transcendental. Seguidamente explicaremos el aporte de una cosmovisión ubicada en el contexto de una antropología personalista atenta a la dimensión individual y comunitaria de la persona (en la segunda parte de esta ponencia expondremos la cuestión de la trascendencia y su dimensión espiritual). Proponemos una antropología según el método orgánico. Este método, sin ser exclusivamente confesional, sí apunta a la trascendencia religiosa en cuanto exigencia inherente al ser persona.

A. La antropología filosófica no puede resolver definitivamente el problema del significado de la muerte, más bien intenta impedir la huida del hombre ante el interrogante que se le impone como desafío a su dignidad. En primera instancia nos ubicaremos en la tradición filosófica que insiste en que la vida no se entiende sin plantearse el tema de la muerte. Explicaremos que la estructura misma del hombre, su dinamismo, su sentido de planificación o proyecto vital, son razones suficientes para esperar en otra vida la plenitud y el cumplimiento de sus más profundos anhelos, por lo cual la muerte no se le aparece como el límite a sus aspiraciones. Es decir, la esperanza se revela como rasgo de la trascendencia en el ser mismo de la persona. Pero antes de exponer una antropología personalista, resulta instructivo revisar de nuevo la postura existencial - agnóstica en torno del tema de la muerte y del morir, ya que la misma, como nosotros, centra su atención en la vivencia del morir y busca en la experiencia existencial claves para exponer el tema a nivel de interpretación reflexiva e invitar al compromiso personal. En los tramos siguientes mantenemos la reciprocidad (si bien los hemos distinguido conceptualmente) entre los conceptos “muerte” y “morir”.

A.1.  Según explica Gordillo - Álvarez[1], M. Heidegger insiste en que el enfrentarse a la propia muerte de forma realista da muestra de la autenticidad de la vida, ya que este encuentro con la muerte propia lo puede realizar tan sólo la persona, el ser consciente y responsable de su existir, en el seno de su individualidad intransferible. La muerte como dimensión constante en el curso de la vida contribuye a que cada uno reconozca su individualidad o su ser único. Según Heidegger, hay una forma de ir libremente a la muerte y esta consiste en anticipar la muerte en cada experiencia vital, con lo cual se aceptan mejor las desilusiones, todo se evalúa en su temporalidad reconociéndose su finitud. Nos advierte la autora citada que no hemos de confundir la expectativa de la muerte con la esperanza en la continuidad de la vida, ya que para Heidegger la muerte es ausencia de toda posibilidad o el final de los proyectos que configuran la existencia. Gordillo - Álvarez compara a Heidegger con J. P. Sartre. Señala que para Sartre la muerte no puede ser asumida ni menos aún integrada a la experiencia humana de la existencia. Según Sartre, la muerte viene radicalmente desde fuera del ser e interrumpe la existencia caracterizada por una constante liberación de toda forma estática o determinada de ser. Inspirado en la perspectiva de Sartre, A. Camus deriva la siguiente implicación: la muerte es la pérdida de toda esperanza; el hombre trata de evitarla refugiándose en el anonimato de la vida moderna que entretiene y distrae con sus novedades y comodidades. Pero se impone la consciencia de estar sometido al tiempo y su inexorable conducción hacia el deterioro, lo cual suscita un sentimiento de lo absurdo de aspirar a lo eterno siendo temporal, a lo infinito siendo finito. En resumen, la muerte para Heidegger contribuye a la autenticidad porque nos individualiza, mientras que para Sartre y Camus la muerte revela lo absurdo de la existencia humana porque rompe todo proyecto, toda libertad personal, y así resta significado a la existencia.

A.2. La corriente agnóstica de la filosofía existencial, brevemente señalada, nos desafía a vivir sin esperanza pero sin caer en la desesperación radical ni inferir de lo absurdo una propuesta al suicidio. Se estima que ambas, la desesperación y el suicidio, son huidas y excusas para no comprometerse tal como la corriente existencialista exige del ser humano.

Pero la resistencia a las dos formas de huida constituye una decisión voluntariosa e irracional, y por eso carente de una integración a la totalidad del ser persona como agente intelectual, volitivo y afectivo encarnado. La muerte en el existencialismo agnóstico se ha de aceptar como una realidad trágica que compromete nuestra existencia y libertad para así vivir la condición humana con autenticidad. Debe resistirse a caer en la inautenticidad provocada por la ausencia de esperanza y a ser víctima de la angustia generada por la resistencia a enfocar la muerte como posibilidad constantemente presente. La inautenticidad puede conducir a llenar totalmente el tiempo y la mente con actividades, diversiones, idolatrar el cuerpo centrando la vida en mantenerlo en condiciones de salud y bienestar.

A.3. Una perspectiva antropológica centrada en el concepto persona como agente racional y responsable ante su bien en cuanto espíritu encarnado,  también reconoce que la muerte no es meramente la descomposición de un organismo vivo sino más bien la desintegración de una existencia humana y la correspondiente imposibilidad de expresar nuestra vida personal en el mundo. Se trata de un desarraigo del mundo en el que vivimos, de un separar de todo lo que tiene sentido para la realización de un proyecto vital. Se enfrenta el proceso del morir con una angustia que emana del fondo mismo del ser persona y que con frecuencia incluye la soledad absoluta. Pero a diferencia de la interpretación que de esta experiencia nos ofrece el existencialismo agnóstico, la antropología personalista reconoce una vía de trascendencia sin por ello ocultar la realidad inquietante de la muerte.

a) El personalismo nos exige interiorizar la muerte, hacerla aparecer ante la conciencia como algo que afecta la existencia humana. No le basta con verla como un suceso futuro que vendrá, sino que es algo presente ya en el modo de ser persona como entidad en parte histórica/temporalizada, lo cual ayuda a interpretar las cosas y eventos bajo el signo de la temporalidad sin perder de vista lo permanente. La muerte se convierte en algo vivido, en autoposesión definitiva de la existencia. Morir es el encuentro personal con mi vida, con quien soy y como soy, lo cual depende de una decisión personal. Ello supone y a la vez afirma la dignidad intrínseca de la persona en su ser. Es decir, superando el posmodernismo, la muerte no se debe trivializar ni ocultar, sino afrontar como algo misterioso y no trágico, y en lo cual se plantea el profundo significado de la existencia.

b) La antropología personalista admite que la muerte se impone como el final de la vida terrena, no sólo inexorable sino muchas veces inesperadamente, ya que puede producirse en cualquier momento de la existencia humana, bien sea por accidente, guerras o crimen. Podría coincidir con Callaham al señalar ciertas condiciones que pueden hacer el morir aceptable o esperado: cuando se ha concluido el proyecto vital; cuando se ha cumplido las obligaciones morales responsablemente adquiridas; cuando la muerte no resulta ofensiva ni desesperante para otros en la comunidad; cuando el proceso mismo del morir es pacífico y controlado[2].

No obstante la observación de Callaham, que la muerte sea aceptable con cierta resignación no revela su significado más profundo. Para revelarlo la antropología personalista debe ampliar su horizonte interpretativo. Aun si se puede señalar las circunstancias que la harían aceptable, la muerte hiere al ser persona en el núcleo de su existencia personal; su corporeidad directamente afectada repercute en todo su ser encarnado como medio esencial de su realización. 

c) Incluso el personalismo estrictamente  filosófico reconoce que el ser persona intuye razonablemente la realidad transcendental o un mas allá de la muerte como estado. Como diría Zubiri[3], el ser humano aspira a la felicidad plena y, por eso, a una felicidad eterna. Se sugiere la inmortalidad del hombre en cuanto unidad pneumopsicosomática. La muerte es entonces la desintegración de esa unidad por la corrupción del subsistema corporal psicosomático. Pero continúa existiendo en cuanto subsistema espiritual (latín: anima; griego: νους). Se trata de llegar a la maduración o plenitud de la existencia y no al mero término de la existencia, como lo pauta Heidegger en su antropología de la angustia ante la nada de la existencia.

Ahora bien, ¿de qué continuidad existencial nos habla Zubiri? Esta pregunta es equivalente a la pregunta central de la primera ponencia: ¿Qué ocurre cuando una persona muere?

B. El vocabulario de nuestro momento cultural nos ha acostumbrado a la ambivalencia ante la muerte al declarar que este evento es tanto un fin como una transición, tanto una experiencia aterradora como liberadora, tanto un evento violento de procedencia externa como una etapa natural expresiva de la naturaleza humana. Es decir, por un lado la muerte es un suceso que nos ocurre contrariando todo anhelo pero, por otro, puede ser una decisión voluntaria de aceptar algo inevitable de la condición humana. Resulta difícil seleccionar una sola expresión para responder al interrogante antropológico sobre qué ocurre al morir.

B.1.  No obstante contamos con una respuesta bien conocida en nuestro ambiente cultural: morir equivale a la separación de alma/espíritu y cuerpo/corporeidad. Aun cuando el concepto mismo de alma en cuanto entidad separada e independiente del cuerpo puede resultar ajeno al pensar contemporáneo, lo damos por supuesto para investigar algo más complejo: ¿En qué consiste la presunta separación y cuál es el sentido de la unidad previa al evento de la desintegración del espíritu encarnado? Es decir, para esclarecer el sentido de la muerte es preciso elucidar la unidad vital del ser persona en sí mismo.

a) La antropología personalista, aplicando su método orgánico, nos conduce a superar todo dualismo de corte platónico y cartesiano. Tanto para Platón como para Descartes, salvaguardando las diferencias contextuales de sus respectivos sistemas filosóficos, el ser humano era: homo est anima utens corpore: un espíritu en uso de un cuerpo. Se interpretaba la realidad humana como sustancialmente espíritu, de modo que al morir la separación de dicho espíritu del cuerpo no afectaba  la integridad personal ya que el cuerpo no era esencial y el espíritu sí lo era. Semejante “espiritualización” de la muerte, por la cual se reducía el impacto de esta última en la profundidad del ser persona, provocó una reacción realista y por lo tanto correctiva: el materialismo.

b) El materialismo niega la sustancialidad del alma, reduce al ser humano a sus funciones corpóreas, por lo cual propone a la muerte como simple retorno del cuerpo a la madre tierra. El ser humano se extingue al morir.

c) Pienso que ni el espiritualismo ni el materialismo (el primero señala que sólo muere el cuerpo, y el otro identifica al alma con el cuerpo, por lo cual muere el alma en el cuerpo) responden a la pregunta: ¿Qué ocurre cuando alguien muere o quién muere al morir ? Proponemos que quien muere es la totalidad de la persona como espíritu encarnado. Por supuesto esta propuesta amerita una depuración conceptual más allá de los aspectos puntuales que nos permite ahora una explicación personalista.

B.2 . La persona en su totalidad de espíritu y cuerpo, es decir, la persona en su integridad ontológica, experimenta el morir. De modo que el espíritu, aun cuando perdure en su ser por su naturaleza o modo de existencia sin sufrir desintegración, resulta  profundamente afectado por la experiencia existencial del morir en su conexión esencial con la corporeidad. Por consiguiente no es exacto decir que sólo el alma es inmortal y el cuerpo perece. La indestructibilidad e incorrupción del alma no es equivalente a la inmortalidad a la cual aspira la totalidad de la persona como espíritu encarnado, lo cual se alcanzaría con la Resurrección. Dejamos para la próxima parte de esta ponencia la exposición de esta solución.

Santo Tomás de Aquino, “Quaest. disp. de potencia Dei 5,10”: Anima corpori unita plus asimilatur Deo quam a corpore separata quia perfectius habet suam naturam”. El alma unida al cuerpo es más semejante a Dios que el alma separada del cuerpo, porque posee más perfectamente su naturaleza. Anima forma corporis: El cuerpo depende del alma para su integración y el alma depende del cuerpo para su desarrollo en la vida.

B.3. Las implicaciones en cuanto al sentido y dignidad de la muerte según la interpretación del morir como experiencia integral de la persona o espíritu encarnado, nos han conducido más allá del espiritualismo y del materialismo. La separación de alma y cuerpo es una experiencia radical y abarcadora de toda la persona. La muerte no es pues la sencilla separación de dos esferas accidentalmente asociadas, por la cual una continúa su existencia mientras la otra es abandona. La muerte por consiguiente no puede ser la simple liberación del alma en relación con el cuerpo, visto este como su prisión. La muerte es una separación violenta, desafortunada, destructiva de una unidad que debe ser y se reafirma en su integridad de espíritu encarnado.

Presuponemos la integridad/unidad alma y cuerpo como un bien propio e intrínseco a la dignidad de la persona, y no como una desventura (según la visión platónica) de modo que la desintegración del espíritu encarnado es un malum: mal.

Inmediatamente surge una cuestión inquietante formulada y en gran medida contestada por J. Pieper[4]: Si la muerte en un mal para la persona, ¿se trata de un mal natural o se trata de un castigo?

a) Si el morir es un mal natural o inherente, y por tanto acorde a la existencia humana, y la muerte su culminación correspondiente, entonces, ¿cómo entender la resistencia tan universal a un mal que debería ser natural, cómo entender el temor tan radical a la muerte? La antropología personalista se inclina a pensar que el morir y la muerte no son un mal natural o compatible con el ser de persona.  Acepta la contradicción entre el morir como negación del ser en la persona y el anhelo de afirmar la dignidad inherente al ser persona en el momento de morir. J. Maritain dice: La muerte no es sencillamente atemorizante sino un insulto a la dignidad de la persona[5]. K. Rahner reconoce que la persona protesta contra su muerte si bien observa que todo organismo natural muere[6].

b)  De ser un mal natural, ¿supondría ello obedecer a la naturaleza y aceptar la muerte con indiferencia estoica? Como ya indicamos, la postura estoica no responde al interrogante enigmático y atemorizante del papel de la muerte en la vida humana. Interpretar la muerte como absurda al estilo de Sartre y Camus tampoco sirve para vincularla  a la naturaleza humana, pues ambos niegan la naturaleza como categoría. Según indicamos, para Sartre y Camus la muerte como un mal ha de ser resistido con voluntad irracional cuando no arrogante. Tampoco la liberación natural del alma en relación con el cuerpo, con el cual está unida sólo en apariencia, según la visión platónica, responde a la pregunta de cómo la muerte al ser un mal pueda ser natural. Pero, si no es natural en cuanto que no emana como condición necesaria de la existencia humana, ¿qué significado tendría? ¿será un castigo? ¿será que la muerte, si bien contraria a la inclinación natural, puede ser necesaria e indispensable según un marco conceptual que, abarcando la totalidad de la historia humana, le presta sentido? ¿será un castigo justo dentro de ese contexto que le da sentido, aun en contra de la naturaleza original del ser persona?

c) Considerar que la muerte es un mal a modo de castigo justo implica satisfacer al menos dos requisitos: 1. Que la muerte sea un suceso indeseable en sí y que ocurra desde el exterior en contraposición a la voluntad de la persona; 2. que guarde relación con una previa condición de culpa. De modo que un castigo es esencialmente una respuesta o efecto secundario y consecuencia de un acto o falta objetables. El castigo justo debe corresponder en calidad y cantidad (tipo e intensidad) a la naturaleza y magnitud de la falta. Es decir, un castigo injusto podría verse como una contradicción conceptual. El castigo puede ser por una parte un mal y por eso indeseable y, por otra, un bien dentro de un contexto amplio, el cual hemos todavía de determinar.

Ya de entrada reconocemos que la muerte del inocente y del noble se resiste a ser incorporada a este intento explicativo. Más aún, el hombre noble  se resiste a ver la muerte como un mero castigo>[7]. ¿Qué nos dirían sabios como Sócrates y Gandhi, quienes no se revelaron contra la muerte pero tampoco la aceptaron indiferentemente? ¿Puede algo bueno, justo y significativo surgir de la muerte aunque sea en sí misma un mal ajeno a la naturaleza humana y experimentado como un castigo? ¿Ofrece este contexto un significado a la muerte y alguna dignidad al morir? Se nos plantea en este horizonte la conocida doctrina cristiana del pecado. Antes de ofrecer la explicación teológica de la muerte como castigo del pecado, detengámonos en el nivel antropológico para auscultar el sentido personalista del pecado y del morir. Es decir, ¿cómo puede el pecado en sí y la conciencia de haber pecado conducirnos a un sentido positivo de la muerte y a la dignidad en el momento de morir?

f) Pero antes de interpretar la falta humana como pecado en su sentido teológico tradicional, preguntemos: esa falta merecedora de castigo ¿es semejante al estado de caída o de alma aprisionada por el cuerpo según la concepción platónica? No creemos que sea equivalente. Mientras que en Platón la existencia humana original deficiente queda transfigurada al destacarse la prioridad del alma en su contacto con las Formas Puras, para el pensamiento cristiano la existencia humana desde su origen es buena y se conserva así, ya que el pecado no destruye su naturaleza. El acto creativo de la Divinidad afirma y constituye la existencia humana, y esta no puede por su cuenta efectuar un cambio sustancial de sí ni destruirse en su ser.

g) Santo Tomás de Aquino responde al interrogante sobre la muerte como castigo y a la vez como algo que de algún modo peculiar es también natural.  Santo Tomás intenta derivar algún significado de la experiencia del morir no obstante su indeseabilidad. Nos dice este gran filósofo y teólogo, mors et est naturalis. et est poenalis[8]. Desde una perspectiva tanto filosófica como teológica, en cuanto castigo la muerte y el pecado son, en conjunto, eventos contra la naturaleza humana según fuera esta creada originalmente. Filosóficamente hablando, el “pecado” es, más que un acto desordenado, un contraponer la propia existencia a modo de desafío ante la fuente originaria de todo ser. La muerte como castigo reviste así una afinidad lógico - moral con la separación de la persona en sí de la fuente de su ser. La muerte como evento es opuesta a la naturaleza humana, dado el arraigo humano al propio ser, el cual se resiste a la  destrucción. Pero la muerte adquiere compatibilidad moral con la naturaleza humana una vez que surge en ella, por propia decisión, el pecado. De modo que pecado y muerte revisten un mismo rasgo fundamental: comprometen el ser humano en cuanto a su origen, es decir, al pecar el ser humano rechaza la raíz de su ser y al morir experimenta radicalmente el resultado directo de ese rechazo en su propia existencia. Es decir, al pecar se opone a la dependencia en relación con su origen trascendente y al morir se enfrenta inevitablemente a la plena realidad de esa dependencia ontológica.

La muerte es primordialmente expresión y modalidad en que el pecado se revela en su esencia en el plano de la unidad del espíritu encarnado. La muerte surge en el interior de la naturaleza del pecado en sí y en ese sentido guarda correspondencia natural o moral con el pecado. Pecado y muerte son modalidades de una separación de la persona en referencia a su causa primera en el orden del ser. La explicación tomista se presenta con lucidez intelectual y sin duda contribuye a esclarecer el sentido de la muerte. Pero, ¿resulta suficiente para fomentar la paz ante el morir o motivar un acto de libre aceptación? Pensamos que no.

B.4. El vincular la muerte a un castigo designado como justo resulta necesario pero todavía no suficiente para revelar el sentido personal de la muerte y la dignidad del morir. El sentido que buscamos revelar depende de la repuesta a la otra pregunta inicial de esta ponencia: ¿Cómo transformar la experiencia del morir en un acto de voluntad libre y afirmativo de la integridad espíritu/cuerpo que define la dignidad del ser persona?

a)  A modo de respuesta a este interrogante, J. Pieper[9] postula la capacidad humana para tomar una decisión personal respecto de la experiencia del morir y otorgarle un significado desde el interior de sí mismo. Esta propuesta nos conduce más allá de la definición objetiva de la muerte como separación de alma y cuerpo en cuanto evento que ocurre a la persona, y precisar mejor qué hace la persona desde su interior al morir. Pieper insiste en que la persona en cuanto un quien - sujeto, y no un qué - objeto de la naturaleza, puede asumir una postura existencial ante el evento. Ya examinamos muchas posturas ante el morir y desglosamos los niveles de temor que acompañan el morir a nivel psicológico - existencial. Pero Pieper identifica una raíz ontológica más profunda aún que las actitudes psicológicas descritas en la primera ponencia. Designa este nivel radical con el término status viatoris, con el cual interpreta antropológicamente el ser persona como un ser en proceso de configurar un proyecto vital que lo identifica en su originalidad y personalidad adquiridas. En ese proyecto vital la persona se reconoce a sí misma en su historicidad, en su constante devenir y en su “aún no ser” a modo de contexto vital para la esperanza como posibilidad ontológica. Sin duda la persona puede estancarse, desviarse o inclusive retroceder en el curso de su devenir, como igualmente progresar en una dirección auténtica hacia una plenitud del ser persona.

B. Pascal: “No somos, esperamos ser”. G. Marcel: “La esperanza es la materia de la cual están hechas nuestras almas”. J. P. Sartre: “La vida está hecha de esperas... siempre esperas”.

b) Según la concepción del devenir de la persona, status viatoris, la muerte es entonces el cese del devenir mientras que la experiencia del morir designa el punto culminante de ese devenir en la cual se puede evaluar la totalidad de la vida, reconocer a la vida histórica su epílogo u otorgarle su interpretación formal y decidir cómo concluir el curso de la existencia a modo de significado abarcador.

c. Nos surgen dudas muy serias ante la interpretación de J. Pieper:

1. ¿Puede realmente la explicación del morir como un acto supuestamente libre y auténtico que emana del interior a modo de conclusión a la novela de cada proyecto vital, describir lo que ocurre con frecuencia a un paciente terminal/moribundo y tal vez semiconsciente o inclusive en estado de coma al momento de morir? 

2.  ¿Puede el moribundo disponer de una visión abarcadora de su vida y asignar efectivamente un significado radical y conclusivo a esta?

3. Si el morir se presenta como el acto crucial de toda la existencia, ¿cómo puede aliviársele ese momento tan intenso a la persona, en vista de que semejante acto resulta tan difícil para muchos aún durante el curso de la vida?

4. ¿Y qué decir del morir prematuro, inclusive del neonato o del infante sin uso de razón, o del morir súbito sin oportunidad de percibir el proceso en sí del morir como para asignarle sentido personal?

5. Más aún, ¿se puede en un espacio breve de tiempo revisar, evaluar y decidir sobre el sentido último trascendental y fundamento personal de la propia vida? 

d) J. Pieper reconoce estas dudas e intenta responder señalando situaciones de moribundos que aún en su incapacidad aparente cuentan con un recurso interior de autoconsciencia y autoafirmación. Así se lo sugirieron observaciones de personas que en las situaciones más extremas sacaron energía interior para afrontar la crisis, al igual que personas que con esfuerzo extraordinario pusieron en orden su vida ante el momento final. En algunos casos, un espacio breve de tiempo a nivel intuitivo y sin expresión externamente observable puede ser lo suficiente para captar el sentido de la vida, lo cual otorga a su final una visión positiva, pero también posiblemente negativa como es el caso en que se acentúa la  culpa. Si surge el sentimiento de culpa al revisar el curso de la vida propia, ello puede agudizar la apertura a una fuente de significado más allá de explicaciones psicoterapéuticas o de arrepentimiento comunitario, para así establecer contacto con un Ser Trascendental como fuente de perdón y ecuanimidad. Pero si somos realistas reconoceremos que la culpa no superada puede ser el obstáculo más grande para lograr el acto final de la vida en serenidad y esperanza.

e) Aun cuando la propuesta del status viatoris no logra aplicarse a todo moribundo, Pieper al menos ofrece una repuesta acorde con el ser en sí de la persona ante el desafío de morir. Una respuesta que mana desde el interior de la persona, inclusive desde un interior subconsciente. Además la propuesta de Pieper nos sugiere que el final de la vida  supone un acto más contemplativo que discursivo. Quizás no se pueda revelar el sentido de la muerte mediante una simple reflexión filosófica o teológica. Puede que exija un acto de abandono de sí iluminado por una disposición simultáneamente humana y suprahumana, tal como expondremos más adelante.

f) J. Pieper nos presenta una posibilidad de configurar la experiencia del morir como un acto de dignidad en armonía con este rasgo esencial del ser persona en un sentido sustancial. Muy diferente nos parece esta modalidad de morir y la supuesta muerte con dignidad de la propuesta a favor de la eutanasia y del suicidio médicamente asistido.

Explicamos seguidamente la pretendida dignidad del seleccionar cómo y cuándo morir.

C. Eutanasia

Jyl Gentzler[10] pregunta si efectivamente puede argumentarse a favor de la eutanasia y del suicidio médicamente asistido (SMA) sobre la base de la dignidad inherente al ser de persona.

C.1. El autor examina en primer lugar el pensamiento de I. Kant para quien todo ser humano cuenta con dignidad en virtud de su capacidad para la deliberación y decisión autónomas. Esa autonomía no necesita ser evidenciada empíricamente sino que se deriva en principio del mero hecho de ser persona. La dignidad ni se adquiere ni se pierde, sino que sencillamente pertenece al ser de la persona. En un contexto kantiano, el suicidio como la eutanasia serían moralmente inadmisibles pues violentan la dignidad de ser persona en cuanto valor intrínseco, pues ambas acciones tratan a la persona como cosa dispensable, medio o instrumento para lograr otro valor inferior a la dignidad, como sería el alivio del dolor o la superación de la soledad. Al eliminar la causa que motiva el suicidio o la eutanasia, se eliminaría la persona en su dignidad y se desintegraría su unidad espíritu/corporeidad.

C.2. Ante el interrogante de si la eutanasia es compatible con la dignidad, otro planteo que se toma en consideración enfoca la experiencia de la propia vida como carga emocionalmente severa para otros seres amados. Ello llevaría a verse obligado, por dignidad, a procurarse la muerte a modo de sacrifico personal por el bien de otros. Pensamos  que semejante sacrificio no se plantearía si la sociedad en pleno asumiese su responsabilidad de procurar cuidado eficaz y compasivo para los moribundos al igual que cuidado extenso y completo para los envejecientes en el seno de sus  familias. De este modo el individuo dependiente e incapacitado no se autoevaluaría como carente de dignidad y como un estorbo para la familia. El presunto deber de morir inspirado en una benevolencia hacia la familia no se sustentaría si las familias mostrasen fidelidad en su beneficencia hacia el familiar dependiente y dolorido.

C.3. Otra concepción de la dignidad personal, derivada de la dignidad como inherente al ser persona, identifica la dignidad con la condición de bienestar e inclusive con el placer. A la dignidad como bienestar se le opone la supuesta indignidad del dolor. La vida transida de dolor se torna insuperable y se la declara carente de valor. Se argumenta que una vida tiene valor según la cantidad y tipos de placeres que esta permita. De modo que en ausencia de los placeres de preferencia para el paciente, la vida pierde su sentido y motivación, y se hace  penosa, con lo cual se argumenta que es preferible librarse de ella. Ante la indignidad del dolor se puede ofrecer un contraargumento, a saber, que la farmacología y técnica médica ofrecen una diversidad de recursos para controlar o manejar el dolor de modo personalizado. Resulta instructivo destacar que el documento pro suicidio médicamente asistido (Oregon Death with Dignity Act= ODA) no incluye el dolor como factor motivante de la solicitud para eutanasia o suicidio asistido. Lo que sí se señala como motivación para el suicidio asistido es la soledad, el abandono y en especial la dependencia del paciente incapacitado.

C.4. ODA argumenta la indignidad de la dependencia teniendo como criterio de dignidad la independencia o la autosuficiencia. Thomas Quill identifica el terror a depender de otros para las actividades más íntimas como justificación para colaborar con la petición de “Diane” a quien  asistió en el morir. A modo de contraargumento proponemos recordar que la vida personal no es autosuficiente y que en cada etapa de la vida - no sólo en la infancia - cada uno depende de otros. La vida personal supone una red de interacción y vínculos en diversas comunidades. La dependencia es un factor esencial en la vida y en sí misma no puede simbolizar carencia de dignidad. Sí sería éticamente apropiado distinguir entre formas de dependencia que acentúan la dignidad en una solidaridad interpersonal y otras que podrían ser equivalentes a manipulación coercitiva y abusiva del dependiente.

Creemos que de ningún modo puede equipararse la dependencia con una pérdida de la dignidad de la persona en vista del carácter intersubjetivo de la existencia humana.

C.5. Dworkin sugiere una concepción de la dignidad como equivalente a integridad. Para él la dignidad descansa en ejercer la responsabilidad moral de confrontarse personalmente con el interrogante fundamental sobre el significado de la vida, y sustentar la vida sobre la convicción más profunda de la propia conciencia. Se trata de vivir cada momento y evaluar cada experiencia según la convicción de un proyecto vital original que presta coherencia y continuidad al proceso personal de vivir. Como ya indicásemos, J. Pieper reconoce esta responsabilidad en su concepción de status viatoris. Pero para Dworkin respetar esa dignidad puede suponer aceptar que la persona determine por convicción propia cuándo y cómo morir. Ve la vida como una creación personal con su propia narrativa y coherencia de acuerdo a valores centrales determinados por una voluntad de prioridad sobre la razón. Pensamos que J. Pieper no interpreta la creatividad del status viatoris como autosuficiente sino en apertura y dependencia hacia una fuente  suprahumana de significado.

C.6. La supuesta indignidad del dolor y de la dependencia para justificar el SMA /eutanasia se sustenta en un concepto de dignidad a modo de propiedad que al poseerla permite a la persona determinar sucesos íntimos como la vida y la muerte. Los filósofos recién citados identifican la dignidad con la función de autodeterminar el sentido de la vida (opción fundamental enraizada en la voluntad) y con el poder para determinar cuándo, cómo y dónde finalizar la vida si esta pierde el significado que la persona misma le otorga. Así piensan también figuras de renombre intelectual como Thomas Nagel, Robert Nozick, John Rawls, Thomas Scanlon, Judith Jarvis Thomson, discípulos de escuelas idealistas de la subjetividad de la verdad y del bien.

C.7. Desde la perspectiva del Personalismo ontológico, aplicando un método orgánico planteamos que la dignidad es inherente al ser persona y no identificable con la función de autocontrol ni con la condición de independencia ni con la coherencia con un proyecto vital.

Según J. Seifel[11], la dignidad de la persona es asunto complejo y admite varios sentidos: la dignidad inherente al ser persona, la dignidad adquirida moralmente en la vida al formar un carácter de integridad virtuosa, la dignidad reconocida por los logros que otros estiman, y la dignidad al ocupar un puesto de distinción social. Pero Seifel insiste, y coincidimos con él, en que la dignidad inherente al ser persona es la primaria y debemos procurar no reducirla a sus modalidades derivadas, lo cual podría sugerir la legitimidad de la eutanasia/SMA.

C.8. Luis Ravaioli[12] expone su explicación de la eutanasia como fenómeno cultural. Nos dice que la tesis eutanásica puede afianzarse en el contexto de una cultura materialista, porque supone una concepción unidimensional, hedonista y utilitaria de la vida humana. Para ella el dolor carece de sentido y es injustificable la existencia improductiva. Tampoco es comprensible la aceptación del cuidado tanto material como espiritual de la vida doliente o declinante. Se deja llevar por la rebeldía interior, perdiendo el profundo sentido del sufrimiento o bien se tiene una respuesta pobre, resignada, estoica y casi fatalista, cerrada a la esperanza.

El reduccionismo materialista conduce a ver al dolor como un mal absoluto que hay que combatir a cualquier precio y de cualquier manera. El bien radica en la carencia de dificultades, problemas, dolores y contradicciones. De nuevo resulta oportuno citar a Voltaire: “Cuando todo se ha perdido, cuando no queda esperanza, la vida es un oprobio y la muerte un deber”.

C.9. A su vez William May, eminente bioeticista norteamericano, vincula la eutanasia al individualismo liberal reinante en una época pragmática. Nos dice que la eutanasia presupone:

1. Un excesivo y casi exclusivo énfasis en la autonomía en cuanto autodeterminación volitiva de parte del individuo en torno al significado de la vida.

2. La  idea de la vida personal (en contraste y casi separada) de la vida biológica. Se sugiere que la vida biológica carece de significado y que lo adquiere sólo en virtud de una vida cognoscitivamente activa. May reconoce acertadamente la influencia de un dualismo de espíritu/cuerpo versus la noción de la persona como espíritu encarnado.

3. Un clima cultural que desestima la posibilidad de encontrar sentido o valor en el sufrimiento, considerándolo un mal insuperable e intolerable que ha de ser eliminado al cualquier precio, inclusive de la muerte.

4. La dignidad auténtica, según la concepción permisiva de la eutanasia ya presentada en el segmento anterior, consiste en la posibilidad de controlar las circunstancias que rodean la propia vida y muerte.

C. 10. Resumen

La postura pro eutanasia y SMA se enmarca en una concepción de la dignidad de la persona equivalente a la autonomía o libertad a escoger moralmente el morir cuando ya esa libertad no está funcionando según un criterio individual, en detrimento de la dimensión comunitaria de la persona y en claro desprecio del bien auténtico del ser persona inteligible a la razón.

Propone asimismo que la vida no es válida en sí misma, sino que lo es según la calidad establecida por las preferencias personales, es decir, que existe una vida indigna de vivirse, la cual se asocia al dolor, la dependencia y la ausencia de actividad placentera. Acentúa que el valor supremo es la capacidad de deliberar según la razón instrumental del cálculo de bienes / riesgos, en contraste con la razón ontológica en apertura al ser integral de persona. Acentúa además el decidir libremente o funcionar para adquirir los bienes de preferencia individual. Se destaca una prioridad excesiva y unilateral del Principio de Autonomía sobre el de Beneficencia y No maleficencia. Se evidencia un dualismo ontológico ante la persona como espíritu, de espíritu versus cuerpo, en claro rechazo de la noción de persona como espíritu encarnado.

C.11. Desde la perspectiva personalista no debería existir conflicto entre el respeto auténtico a la vida como bien en sí mismo y el respeto al principio de autonomía vinculado a la dignidad de la persona. Se ve la función de la autonomía en configurar un proyecto vital único, otorgar dirección y carácter a la vida humana y no en ser la fuente o fundamento de la dignidad del ser en sí de la persona, lo cual la razón práctica reconoce bajo el concepto de ley natural.

El fundamento de la dignidad es la naturaleza / esencia sustancial del ser humano. Es decir, nuestra naturaleza, en su desarrollo, se orienta intrínsecamente  hacia el florecimiento humano y su bien integral. El valor de la autonomía se deriva de y representa pero no determina  lo que otorga valor a la humanidad en sí misma. La autonomía no debe extenderse a decisiones no compatibles con el reconocimiento del valor básico o dignidad de cada persona. De modo que cuando la autonomía humana se ve a sí misma como creadora y criterio  del bien y del mal, de lo correcto e incorrecto, ya  no somos responsables ante la verdad y el bien intrínseco de la persona y nos hacemos víctimas de las opiniones y preferencias subjetivas de cada uno en el momento de morir.

Estaríamos en el umbral de la cultura o más bien de la anticultura de la muerte. En lugar de eutanasia, proponemos benemortasia.

C.12. Según la benemortasia, cada vida humana no está a disposición del individuo sino que se ha de evaluar como una existencia comunitaria sustentada en el respeto a su dignidad, integridad y trascendencia. La persona es libre de rechazar al momento de morir las intervenciones no curativas que a su vez suponen una carga excesiva sin ofrecer bienestar. De ningún modo supone esto escoger la muerte. A su vez la comunidad tiene el deber de proveer cuidado paliativo. El cuidado paliativo afirma la vida, controla el dolor, apoya la familia, ofrece asistencia espiritual con compasión reverente y generosa antes, durante y después del proceso de morir y del fallecimiento.

Este tema, además de ser abordado en la presente Jornada, se estudiará detalladamente durante la VII Jornada de Bioética.

D. Retornamos a la  pregunta cada vez más inquietante: ¿Cómo aprender a morir? O mejor dicho: ¿Qué decisión final y acto conclusivo reafirman la dignidad de la persona al concluir su devenir histórico? La filosofía tradicional se ocupa de esta pregunta, pero algunas de sus recomendaciones nos inquietan, como la indiferencia estoica, la visión platónica de la inmortalidad del alma y menosprecio del cuerpo, la confrontación desafiante del dasein heideggeriano y la proclamación de lo absurdo de la muerte para el ser para sí sartreano. Sin duda el pensar especulativo del filósofo nos conduce a reconocer la muerte como un suceso antipersonal y difícilmente experimentado como natural, aun cuando sea esperado en la ancianidad; nos conduce asimismo a definirlo como una especie de castigo que la filosofía interpreta como compatible con una falta radical. La filosofía nos facilita la descripción fenomenológica de la ansiedad y temores de la persona que se resiste a morir porque ello violenta la integridad del ser persona. Nos muestra que la muerte es la culminación de la vida histórica y la iniciación de la vida metahistórica. Pero sobre cómo ha de ser esta vida del más allá, la filosofía aporta preguntas inteligentes pero no respuestas determinadas aun cuando algunas tengan carácter preventivo. Por ejemplo, la filosofía previene contra ideologías que consideran la muerte simplemente como el fracaso o derrumbe de la existencia humana. Nos ayuda a reconocer que en la vivencia del morir subyace un anhelo, e interpreta a este como una capacidad anticipatoria de un acto transfilosófico: un abandonarse a sí mismo a una dimensión transtemporal que vincula íntimamente a la persona. Se detecta una religiosidad natural o intento de vinculación humano/divina arraigado en la condición humana. Esta religiosidad natural guarda afinidad con la sabiduría humana que reconoce que en la vida se gana en un plano superior lo que se renuncia en otro inferior. En el caso del morir se trata de renunciar a esta vida para ganar otra. Pero ¿cuál es esa otra vida. (Tomado de mi conferencia en la Sexta Jornada de Bioetica)


DOLOR Y SUFRIMIENTO

La prestigiosa entidad reguladora de las instituciones del cuidado de la salud estadounidense (Joint Commission on Accreditation of Healthcare Organization) acaba de indicar que el control o manejo del dolor representa una prioridad en los próximos dos años (1998 – 2000). En este sentido propone:

  1. Analizar las prácticas actuales en el manejo del dolor y estudiar las nuevas iniciativas para su control.
  2. Analizar la literatura pertinente y entrevistar a los expertos de las “clínicas para el control del dolor” antes de diciembre (1998).
  3. Implementar gradualmente las recomendaciones antes del año 2000 (cf. documento adjunto).

Una de esas recomendaciones merece nuestra atención particular: ¨Proveer educación profesional en todos los niveles del manejo del dolor¨. En esta educación se incluye los aspectos éticos de la intervención o terapia.

Creo oportuno recordar que en un estudio reciente sobre los objetivos globales de la medicina, realizado por el Hastings Center, conocido pionero en bioética, se insistió en el ¨alivio del dolor y del sufrimiento causado por el malestar¨ como una de las justificaciones de la existencia de profesiones de la salud.

Se indica a su vez que el cuidado paliativo está en muy malas condiciones y que el alivio del sufrimiento recibe aún menos atención que el control del dolor. Un estudio de tres años de duración llevado a cabo por la Johnson Foundation (1997), conocido por las siglas inglesas SUPPORT (Study to understand Programs and Preferences for Outcome and Risks of Treatment) señala el uso insuficiente de intervenciones clínicas para el control del dolor, al igual que un descuido en la concepción del morir como proceso de dimensión personal, comunitaria y espiritual.

Un somero estudio de los documentos aquí citados permite apreciar diferentes interpretaciones en cuanto a la formación del profesional de salud y su relación con el paciente y su comunidad. Algunos médicos no reconocen el estado mental de sus pacientes y por tanto tienden a ignorar ese aspecto. No se ve al paciente como una persona que también busca sentido, rumbo y permanencia ante la experiencia del dolor y del sufrimiento. Incluso se llega a dudar de la existencia del dolor cuando el paciente narra su vivencia.

Muchos doctores tratan las condiciones psicológicas de sus pacientes con narcóticos, cuando lo oportuno sería la psicoterapia o un poco de empatía y misericordia cristianas.

Otro problema son los límites que deben respetar los profesionales de la salud a la hora de tratar de eliminar el sufrimiento o bien en qué consiste aliviar y buscar sentido para el sufrimiento sin proponer el suicidio médicamente asistido.

Es preciso reconocer que los pacientes terminales y aún los crónicos se hacen preguntas filosóficas sobre el sentido de la vida y de la muerte. Con cierta frecuencia los profesionales de la salud no están preparados académica ni espiritualmente para dialogar sobre los interrogantes existenciales. En este sentido D. Callaham afirma que su misión clínica es intervenir en caso de dolor sólo cuando este sea somáticamente verificable, pero no atender la ansiedad que el mismo pueda generar.

Este seminario no pretende resolver en toda su amplitud la problemática planteada. Para atender todos los casos hay que contar con largos plazos, coordinar las áreas sociales e institucionales y realizar un esfuerzo sostenido y hecho con convicción personal.

Sí, en cambio, podemos brindar un aporte para la formación ética del profesional de la salud, a fin de que adquiera una percepción más fina y una mayor orientación a la hora de interpretar el dolor y el sufrimiento y poner manos a la obra para aliviarlo.

La tarea no es fácil. ¿Por qué? Porque para controlar el dolor, las profesiones de la salud (la medicina en particular) se inspiran en un modelo biomédico de salud y enfermedad, en el que se acentúa la objetividad empírico – científica y la intervención técnica. Por otra parte, cuando se trata de aliviar o compadecer a la persona que sufre, nos parece adecuado el modelo psicosocial de percepción empática y comprometida con la persona concreta que sufre.

El juicio clínico debe incluir ambos modelos. Al finalizar la presentación introduciré el concepto aristotélico de frónesis (jronhsiV) clínica, a fin de conciliar las dos corrientes existentes en la formación de los profesionales de la salud: la corriente científico - técnica y la existencial. Ambas se hallan en una mutua relación de tensión.

La persona y el dolor

Tomemos como punto de referencia la persona misma, base y fundamento del discurso ético y cuyo bienestar es la razón de ser de las profesiones de la salud.

La persona se presenta como una unidad sustancial (esencia), y no sólo operativa (función), de dimensiones biológicas, psicológicas, sociológicas e intelectuales y volitivas que se integran admitiendo asimismo una dimensión espiritual.

La dimensión espiritual del ser humano

1. supone una búsqueda de objetivos que infundan sentido a la vida y la enriquezcan;

2. constituye una fuerza poderosa y determinante en el núcleo psíquico;

3. es impulso para vivir, ser libre, entender, gozar, crear, vincularse y trascender lo meramente individual.

Precisamente el aspecto de ¨búsqueda de sentido¨ constituye un desafío para el médico y su paciente que vive el dolor y sufrimiento. Se trata de buscar sentido en la creatividad (¿cómo configurar un plan de vida que incorpore el dolor - sufrimiento?). Se trata de buscar sentido en la experiencia (el dolor y el sufrimiento pueden fragmentarla). Se trata de buscar sentido en las actitudes (¿cómo interpretar de modo positivo el dolor - sufrimiento?)

De cara a la persona, la medicina en particular puede ser concebida como ¨la ciencia y el arte de responder al dolor y el sufrimiento¨, aún cuando su meta final siga siendo promover la salud y la vida (Cassell, Loewey, Pellegrino).

Antes de exponer las responsabilidades éticas de las profesiones de la salud ante la persona dolorida y sufriente, es preciso acordar algunas definiciones y distinciones básicas en torno de lo que es dolor y sufrimiento.

Dolor

Se lo puede considerar como un concepto más restringido que se ubica dentro de otro más amplio que es el sufrimiento. Ahora bien, el sufrimiento puede suponer dolor físico pero también otras dificultades humanas de carácter económico, familiar, psíquico, social, etc.

No es de mi competencia exponer los aspectos neurológicos del dolor. Tan sólo puedo citar una definición que ustedes reconozcan como científica y clínicamente aceptable. La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor lo define como: una experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada a un daño actual o potencial de un tejido.

El dolor supone percepción y conciencia de un proceso neurológico o de una señal corpórea indicativa de algún quebranto, daño o enfermedad somática.

Crónico

Se acostumbra a distinguir entre dolor crónico y agudo. Por lo general el dolor crónico es de larga duración y sus efectos psicológicos (irritabilidad, depresión, aislamiento, etc.) son predecibles. No están indicados en este caso ni la cirugía, ni los narcóticos ni los relajantes musculares. El paciente se fatiga y se puede acentuar el sufrimiento ligado al dolor.

Agudo

En cambio el dolor agudo es de corta duración y su patología sirve de recurso para predecir su condición futura. En este caso están indicados la cirugía, los narcóticos y los relajantes. El paciente sufre pero sus expectativas psicológicas pueden ser diferentes de las del paciente con dolor crónico.

En el diálogo y deliberación entre médico y paciente es de suma importancia la cuestión del significado e importancia del dolor, de su interpretación (¿qué es y por qué?) y de su valor (¿para qué?).

Hasta aquí hemos presentado al dolor como categoría básicamente somática. El médico de competencia clínica objetiva mide e interpreta el dolor por vía de pruebas de laboratorios e instrumentos finamente calibrados.

Sufrimiento

Sufrimiento es un concepto muy amplio que abarca no sólo la reacción generalmente desagradable o negativa ante el dolor, la pérdida de una función, la crisis emocional, la inseguridad económica, la pérdida de orientación vital y la amplia gama de dificultades de la existencia humana.

En esta oportunidad me limitaré a exponer el aspecto del sufrimiento que está más íntimamente ligado a la experiencia de dolor corpóreo.

El sufrimiento resiste explicaciones fisiológicas y bioquímicas. Algunos lo llaman “misterio” que trasciende el orden empírico y las destrezas ordinarias del profesional clínico ante los problemas.

De cara a este misterio, los médicos pueden asumir actitudes como las siguientes:

  1. Ignorar el sufrimiento considerándolo aclínico.
  2. Asignar responsabilidades a otro profesional, a la familia o a un ministro religioso.
  3. En caso de definirlo como problema ¨clínico¨, lo reduce a datos empíricos.

Sería oportuno que estos médicos, siguiendo al filósofo Gabriel Marcel, aceptasen el misterio; que interviniesen para controlar el dolor aplicando una terapia científicamente sustentada, pero complementada por la empatía, la compasión y el cuidado paliativo.

Aún si la esencia del sufrimiento supera nuestra comprensión, podemos entender algunas de sus características existenciales:

  1. El sufrimiento significa un desafío a la confianza básica en la vida en cuanto proceso coherente y consistente.
  2. El sufrimiento se experimenta como la intromisión de algo extraño y ajeno al propio ser.
  3. El sufrimiento suscita el anhelo de hallar una explicación y un significado del mismo, de aceptarlo como inherente a la existencia humana.
  4. Normalmente el sufrimiento despierta o agudiza el anhelo humano de trascender el orden natural.

La experiencia clínica muestra que a menudo la persona enferma y con dolor sufre, y que tal sufrimiento puede asumir diferentes formas: sensación de aislamiento, pérdida de armonía psicosomática, incertidumbre, carencia de libertad para actuar, desintegración del universo cotidiano, dudas ante el futuro, atención reducida o enfocada en el presente con atención particular sobre el cuerpo o zona dolorida, desconfianza ante el cuerpo que, de alguna forma, lo ha traicionado.

En suma, el sufrimiento puede entenderse como un estado específico de malestar severo inducido que acarrea pérdida de integridad, coherencia y sentido de totalidad y autopertenencia. Es evidente que el sufrimiento sólo es posible para quien es persona.

Recordamos que ser persona representa una unidad sustancial de corporeidad, sentido de un ¨yo¨, historicidad propia, conjunto de creencias e ideas, tendencias subconscientes, vínculos personales, pertenencia a una cultura y a un ambiente, y anhelo de espiritualidad.

El sufrimiento se produce cuando se padece un quebranto o una interrupción imprevista e inexplicable de algún aspecto de los que hemos mencionado y que configuran la unidad sustancial de persona.

El sufrimiento es una experiencia universal pero, en cuanto acontecimiento o suceso, es único e individual, desafía las metas y propósitos personales, puede conducir a un conflicto con uno mismo y con frecuencia genera un sentimiento de abandono.

Cada individuo responde al sufrimiento de acuerdo a su historia personal, cultural, social y étnica, tradición religiosa, valores y circunstancias personales. Puede verse a sí mismo como víctima de una discriminación, confrontado con lo absurdo de la vida o bien - si es cristiano - como favorecido por la Providencia Divina.

La relación del médico con el paciente que padece dolor y sufrimiento

¿Cómo ha de ser la práctica clínica a la hora de abordar el sufrimiento? Recordemos que hemos llamado ¨misterio¨ al sufrimiento. De ahí entonces que el hecho de aceptarlo pueda exigir del médico ciertas virtudes difíciles de promover en un ambiente científico - técnico.

1. Es preciso fomentar la valentía en el sostenimiento de las convicciones personales, la perseverancia, la autoeducación en cuestiones existenciales.

2. Por otra parte, para llevar a cabo el proceso del consentimiento ilustrado resulta clave no sólo poseer una mera destreza de comunicación sino respeto por la persona del sufriente. Una red de apoyo técnico, psicológico, moral y espiritual facilita la perseverancia ecuánime y efectiva en el cuidado del paciente que sufre.

3. Ante el paciente, el médico ha de cultivar la empatía. Se trata de un modo reflexivo e interpersonal de conocimiento. En virtud de la empatía uno comparte hondamente y comprende el estado psicológico momentáneo de otra persona. Supone la capacidad de aceptar y apreciar la vida afectiva de otros manteniendo a la vez el sentido del propio yo para que se produzca una experiencia cognoscitiva.

Gracias a la empatía de un médico o profesional de la salud, el paciente puede sentirse reconocido y aceptado como persona individual y estimulado en lo que hace al respeto de sí mismo. Quizás el paciente experimente el deterioro de sus funciones, la desintegración de su vida, el aislamiento y desee guardar silencio. El médico ha de respetar el silencio, pero brindar su compañía. Quizás el paciente experimente más adelante determinada incapacidad y tome una posición pasiva y depresiva. El médico puede animar entonces con la palabra esperanzadora, pero a la vez honesta y veraz. Quizás el paciente recupere el autocontrol de su cuerpo, las emociones y se adapte a las circunstancias. Aquí el médico contribuirá a una reconfiguración de la vida a partir del sufrimiento.

4. Por vía de la conversación o deliberación compartida el médico puede iniciar la apertura hacia el paciente, disponerse a ver y escuchar al paciente desde su perspectiva.

5. La introspección es condición para la empatía. Mediante ella el médico capta el significado del sufrimiento en su propia vida y se puede imaginar el mundo interior del otro. Así podrá centrar su atención benévola y reverente en el otro que sufre. De ese modo procurará activar los recursos espirituales del afligido y fomentar el desarrollo de los mismos.

6. Es necesario insistir en el carácter religioso de los recursos espirituales que permiten interpretar al sufrimiento en un sentido positivo o al menos esperanzador. Teológicamente hablando, podríamos indicar varios sentidos del sufrimiento:

a. El sufrimiento es resultante del pecado y, por lo tanto, un modo de restaurar el orden justo alterado.

b. Es recurso educativo para la purificación ascética.

c. Es sacrificio por el bien común de la familia de Dios.

d. Se sufre a causa del mal y el caos en el universo. Ese sufrimiento nos lleva a depender de la Providencia Divina.

e. Es un acontecimiento misterioso e inexplicable que nos une a Cristo Redentor.

Relación médico - paciente en el contexto hospitalario

Una institución que ignora, evita o de algún modo niega el dolor y el sufrimiento en el paciente, puede generar aislamiento, apatía e inseguridad en dicho paciente, lo que reducirá la eficacia del cuidado y a veces hasta la cura clínica. Influirá asimismo sobre los proveedores del cuidado, quienes menospreciarán entonces el apoyo espiritual y psíquico necesario para perseverar en la empatía y la compasión.

Sugerencias prácticas

Paso a ofrecer algunas sugerencias que surgen de trabajos empíricos hechos con criterios científicos:

1. Proveer un lugar privado y correspondientemente equipado y decorado para la interacción personal, particularmente cuando haya que dar noticias tristes.

2. Tratar con sensibilidad al paciente dolorido o sufriente y colocar personas profesionalmente formadas para asistirlo. Propongo que sean personas formadas con rigor científico pero sin represión emocional, vale decir, capacitadas para la empatía, compasión y misericordia, y suficientemente sólidas como para no abandonarse a la frustración o la formulación de juicios críticos probablemente injustos para con quien sufre.

3. Aceptación, en el plano del grupo interprofesional, de las reacciones diversas de los pacientes ante el dolor y el sufrimiento:

- Negación, escape, aislamiento e incluso rencor.

- Acusación de otros y lamentación crónica.

- Aceptación inicial de la información e interpretación personalizada y contextualizada según la cultura y nivel socioeconómico.

- Reconocimiento abnegado del dolor y del sufrimiento.

- Inicio de una reconfiguración de la vida basándose en la aceptación.

4. También a modo de grupo o red de apoyo interprofesional, es conveniente dispensar al paciente el acogimiento personal necesario para que éste proyecte su reacción emotiva: llanto, risa, lamento, etc., y ensaye la reorganización del yo fragmentado.

5. Proveer y enseñar técnicas de relajamiento u otras psicoterapias.

6. Facilitar la toma de decisiones, recurriendo particularmente al comité de ética institucional:

- Interpretando con el paciente (diálogo - modelo deliberativo) sus opciones a la luz de sus valores.

- Explicando los principios éticos y fortaleciendo las virtudes del paciente.

- Deliberando críticamente para asesorar, aconsejar, evaluar y recomendar opciones al paciente y a su familia, a fin de reinfundir sentido a la vida y restaurar la vivencia comunitaria.

En cuanto a las responsabilidades compartidas entre las profesiones de la salud ante el paciente dolorido y afligido:

1. Contrarrestar el aislamiento del paciente mediante la compañía y cercanía personales.

2. Ser testimonio del sufrimiento concreto mediante la compasión fundamentada en la empatía, y contribuir a la autoestima del paciente.

3. Fortalecer al afligido en el abordaje de su dolencia y angustia para contribuir a la integración de sí mismo como persona.

4. Insistir en el respeto y la reverencia ante el dolor y el sufrimiento. Constituir de este modo una comunidad solidaria de cara a la condición humana universal y en apertura a la trascendencia espiritual (E. Loewey). Como diría E. Levinas, ¨la vida ética se inicia cuando la persona, liberándose de la fuerza centrípeta que lo impulsa hacia la individualidad, necesidades, intereses y valores propios, emprende el camino hacia el prójimo. Ese camino comienza a recorrerse cuando se es capaz de apreciar también la vulnerabilidad del otro.¨ En este sentido, Max Van Mallen escribe: ¨Cuando veo al otro como una persona que puede quebrarse, angustiarse, padecer dolor, sufrir... me abro entonces al ser esencial del otro... Es la experiencia del desprendimiento de sí mismo y de sentirse responsable por el otro¨[13].Al reconocer mi yo como ser único y capaz de sufrir y también al prójimo como persona única y vulnerable al dolor y al sufrimiento, surge una responsabilidad que, más que un imperativo categórico del deber, es una llamada al amor misericordioso. El amor misericordioso es mucho más que la profesionalización de las virtudes de la empatía y de la compasión. Más bien se funda en una espiritualidad o encuentro personal del profesional con su propia autenticidad, lo cual supone una dimensión explícitamente religiosa.

Reflexiones sobre la educación del profesional de la salud

El dolor y del sufrimiento deben ser atendidos con competencia profesional, científica y técnica; pero asimismo con sensibilidad y compasión empática. Para ello se necesita una educación multidisciplinaria en ética clínica.

Recientemente han surgido corrientes críticas en relación con la ética médica deductiva – teórica y con la ética del principalismo (en la versión de Childress y Beauchamp). Se las acusa de no tener la suficiente sensibilidad ante la vivencia concreta y específica del paciente. Ya en otro artículo he criticado a la ética médica casuística por conducirnos a la incertidumbre del relativismo.

Tampoco resulta suficiente el añadido de una serie de métodos de reflexión ética con ricos matices psicosociales, tales como los cultivados en las llamadas ética comunitaria, ética del cuidado, ética narrativa, ética feminista y ética de la autenticidad. 

A modo de anticipo de un estudio posterior, propongo una ética clínica regulada por la frónesis aristotélico - tomista. Se trata de un tipo de racionalidad más amplia, rica y compleja que la racionalidad instrumental de carácter científico - técnica (praxis médica) y que la racionalidad formal de la filosofía teórica.

La frónesis clínica mantiene la objetividad y distancia clínicas inherentes a las funciones de cálculo, predicción y eficacia del diagnóstico y pronóstico médico, pero no presenta a estas como finalidades en sí sino como recurso al servicio de las metas de la medicina (arte y ciencia del dolor y del sufrimiento, entre otras que no hemos destacado en esta presentación).

La frónesis clínica supone conocer al paciente como persona, para así interpretar los datos clínicos en el contexto específico de sus vivencias.

Naturalmente se ha de establecer un diálogo continuo con la persona del paciente, es decir, establecer una interacción comprometida en el ámbito interpersonal.

Este método de la ética clínica (frónesis) representa una dinámica de mutua interrelación entre, por un lado, conceptos, principios y reglas (carácter universal) y, por otro, circunstancias, vivencias y particularidades (carácter individual). A partir de esta dinámica se genera el encuentro clínico como núcleo de la gestión médica en sí.

Más que un suceso o evento, el encuentro clínico es un proceso que incorpora el método del diálogo - narrativa, tan popular en círculos hispanos. El médico debe mostrarse atento, receptivo y respetuoso, procurando interpretar el significado de la vivencia del paciente en las coordenadas de espacio y tiempo.

Para lograr esa empatía o estado de misericordia (E. Levinas), el médico debe reconocer su propia fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad. Estas constituyen una condición humana que comparte con el paciente - persona. La interrelación entre introspección propia y acto compasivo contribuye al fortalecimiento y recuperación del paciente y a un fortalecimiento del profesional en el área del cuidado.

En el marco de la frónesis clínica, ¿cómo es la presencia del médico ante el paciente con dolor y en sufrimiento? El médico o profesional de la salud es una presencia inmediata, alerta, vulnerable, receptiva y disponible; es un participante con empatía y responsabilidad en su competencia profesional. Esa presencia y participación no equivale a una identificación sentimental ni es un ejercicio intelectual de empatía, sino una acción de misericordia ejecutada con plena eficacia y rigor científico y técnico.

A su vez la interacción no se basa en destrezas de comunicación aplicadas mecánicamente, sino que supone una interpretación dialogada que se obtiene mediante una conversación respetuosa, veraz y confidencial.

Apéndice I

Paciente moribundo:

dificultades en la toma de decisiones al final de la vida

Considero que existen dos aspectos culturales que dificultan las decisiones al final de la vida:

  1. Una compleja tecnología capaz de sostener y extender las funciones de los órganos del cuerpo humano pero con frecuencia en desmedro de la aceptación y cuidado de la persona próxima a morir.
  2. Negación de la muerte o visión de ésta como fracaso y resultado indeseable de la medicina.

Es preciso señalar que ante el uso excesivo de técnica para sostener al paciente moribundo, éste puede reaccionar con frustración, depresión, tristeza y quedar extenuado y descorazonado ante la intervención técnica (a menudo fútil). Quizás el médico insista en el uso de la técnica por dos razones: por temor a  una eventual acusación de mala praxis o por deseo de corresponder a las expectativas de los familiares, las cuales suelen ser poco realistas. Además los familiares pueden ser víctimas de un sentimiento de culpabilidad ante el paciente.

Otros médicos sencillamente aceptan la rutina o estándar casi automáticamente, sin discernimiento reflexivo, o tal vez se dejan llevar por el imperativo técnico.

De todos modos resulta particularmente difícil para el médico tomar decisiones ante la muerte o pedir a las familias que lo hagan mientras no se acepte la muerte como suceso natural e inherente a la existencia humana. Es probable que el médico prefiera posponer la decisión de discontinuar los recursos técnicos complejos para sostener la vida o retardar el proceso de morir.

Sin duda existe incertidumbre en lo que concierne al concepto de ¨futilidad¨. Sería trágico que ante la incapacidad o temor de tomar estas decisiones, más pacientes moribundos contemplen el suicidio asistido como opción razonable o alternativa frente al uso de intervenciones desproporcionadas. Nos parece que el cuidado paliativo y el sistema de institutos para el cuidado de pacientes terminales es lo clínicamente indicado según un criterio ético, científico y técnico.

Apéndice II

Variables a tomar en cuenta

en el caso de pacientes oncológicos y con dolor severo

Familia

Un primer conjunto de variables atañe a la familia del paciente: número y edad de los miembros, calidad de la interacción en todas las direcciones, localidad geográfica (urbana, semiurbana, rural), estado de salud de los integrantes, situación económica y laboral, y la personalidad de los integrantes del cuadro familiar.

Otro conjunto de variables atañe a la condición oncológica en sí misma. Se puede observar el ritmo del crecimiento del tumor, la apariencia y realidad del deterioro general del cuerpo, y la etapa en la cual se encuentra la condición, ya sea crítica, de remisión o terminal.

Intervención o terapia

Las variables en la intervención o tratamiento seleccionado y sus consecuencias laterales revisten particular importancia para la ética. Es necesario estimar la capacidad de cada miembro del equipo terapéutico en cuanto a competencia en la especialidad profesional, destrezas de comunicación y disponibilidad para la compasión. El equipo de trabajo puede dialogar y buscar un acuerdo en cuanto el momento oportuno para informar al paciente sobre la etapa final del cáncer, interpretar y presentar el concepto de futilidad ante el paciente y luego tomar decisiones sobre el cuidado apropiado.

La información al paciente ha de ser clara, completa y veraz; debe reflejar asimismo respeto por su dolor y compasión por su sufrimiento. 

Manifestación de la pena

Por su parte, el paciente puede manifestar su pena de diversos modos:

  1. Sensación de abandono recíproco (del paciente de parte de su familia  y viceversa).
  2. Anhelo de lograr alivio emocional, social y económico para la familia (sentimiento de culpa posible).
  3. Represión de sentimientos difíciles de aceptar como la ira y el resentimiento.
  4. Mecanismo de defensa como negación, proyección, polarización.
  5. Esperanza (visión) y valentía (energía).
  6. Mente atenta a los recuerdos del pasado.

Anticipación del futuro inmediato como única manera de atesorar.


[1] Gordillo – Álvarez. Aprender a vivir, aprender a morir, Colección Fundcrea: Alicante, España, 1998, pág. 93.

[2] Cf. Daniel Callaham. “On defining natural death” Hastings Center REPORT, Vol.7,#3. June 1977.

[3] Cf. Gordillo - Álvarez, ibid.

[4] J. Pieper. DEATH AND INMORTALITY, South Bend, Indiana: St Augustine Press, 200, págs. 38-72.

[5] J. Maritain. Von Bergson zu Thomas, Cambridge:1945, pág. 146.

[6] K. Rahner. Zur Theologie des Todes, Freiburg in Br., 1958, pág. 18.

[7] Cf. J. Kentenich. Niños ante Dios, Buenos Aires, Patris, 1994.

[8] Commentary on the Sentences, 3d.16.1, 1 a 5.

[9] Op. cit., págs. 73-80.

[10] J. Gentzler. “What is death with dignity?”. THE JOURNAL OF MEDICINE AND PHILOSOPHY Vol.28#4 August 2003 pages 461-480.

[11] J. Seifel. “The Right to Life and the Fourfold Root of Human Dignity”. THE NATURE AND DIGNITY OF THE HUMAN PERSON: Pontificia Academia Pro Vita, Proceedings of the 8th Assembly, 2002.

[12] Luis Ravaioli. Valoración ética de la eutanasia, pág. 17.

[13] Citado por Dixon, K.M., ¨The quality of mercy¨, en: The Journal of Clinical Ethics, otoño de 1997, pág. 291.